"El nacer renacentista"

María Álvarez Romero.



No recordaba cómo había llegado a aquella estancia, tampoco el origen de la antorcha que sujetaba en la mano, pero de algo estaba seguro: no era común su acompañante.
Un hombre maniatado reposaba cabizbajo sobre una silla de madera. Rendido y derrumbado, ocultaba el rostro, impidiendo descubrir su identidad. Más no fue el misterio lo que le dejó sin habla al portador de la lumbre.

La tenue luz del fuego hacía retemblar en sombras la habitación, concediéndole a las paredes un ligero tono ocre amarillento, similar al de los papiros de su taller de trabajo. Habría sido una visión natural de no ser porque el contorno de su decolorado acompañante se fundía en ellas, cual línea a carbón, cual metáfora.
Asustado, el artista intentó abandonar la sala. Podía ver aquel hombre, más su cuerpo no estaba formado por piel. En lugar de ella, líneas aleatorias se trazaban a su alrededor concediéndole forma humana. El juego de sombras construía el volumen de su anatomía. Sus manos, atadas tras la espalda, se fundían con el fondo como si fuesen las de un fantasma que flotara en el aire, perdiéndose en una inmediata perspectiva. Un trazo, una marca de oscuridad señalada en su contorno, adelantaba y volvía cercana su cabellera. Pero se movía, respiraba, vivía…
–¿Qui… quién eres? –tartamudeó el artista–. ¿Y qué quieres?
Lentamente, el maniatado levantó la mirada, lo que provocó el retroceso de su captor, que, más allá de la ilusión, podía ver a través del rostro de aquel hombre. Lo que pensaba consecuencia del efecto óptico, resultó ser cierto: su cuerpo había sido convertido en líneas y el volumen en sombras. Se encontraba ante un dibujo.

–Soy tu pasado, presente y futuro –expresó el hombre abocetado en un susurro–, y ahora salgo al encuentro de tu vida.
En ese momento, la sombra que arrojaba su cuerpo reptó por el suelo hasta resbalar por la pared y acariciar la visión del preso. Nuevas formas comenzaron a tomar forma a su alrededor: figuras idílicas que, a pesar de simular trazos de la misma naturaleza que las del hombre maniatado y de reconocerlas como líneas que habían surgido de sus propias manos, le resultaron ser demasiado básicas. Le miraban cuencas vacías de grandes pupilas ausentes y aterradoras. Aquello no podía estar ocurriéndole.
–Tranquilo, estás soñando -aclaró un murmullo procedente de la silla, devolviendo al artista a la superficie de sus pensamientos–, pero pronto descubrirás que la tierra que te rodea guarda más historia de la que imaginas.
Entonces las sombras figurativas cambiaron para dar lugar a otra forma. Antorcha en mano, el captor se giró para observar una escultura griega que había surgido de la nada. Sucia y cubierta de barro, evidenciaba que acababa de ser desenterrada, quizás de las ruinas clásicas que pocos días atrás habían sido descubiertas. La perfección de sus formas, la suavidad de su contorno y expresión le trasladaron a un mundo hasta entonces desconocido para él. El mármol respiraba y le devolvía una mirada serena y humana, a pesar de llevar prendida la huella de un artista.
En ese momento lo comprendió: pasado, presente y futuro fundidos en una aparición del subconsciente. Al igual que la Atlántida platónica, el progreso había sido enterrado bajo siglos de Historia, condenado a comenzar de cero.
Una magia, nacida del contorno de una sombra, un símil a la alegoría de la vida y una metáfora del poder humano para transformar la realidad para liberar un pensamiento con tan sólo unos trazos.
Había nacido el hombre renacentista.
Su acompañante, aún sentado, se acariciaba las muñecas, ya sin cadenas. Con media sonrisa, murmuró:
–Yo soy tu pensamiento, tu arte por descubrir.
 
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