"El cisne"

Sara Mehrgut.



La noche fue triste y húmeda en aquella urbe de calles desiertas. Jorge, que más tarde no estaría, se sentía paseando por Nueva York. Aquellas noches, el bar del Apolín Hotel lo único que negaba era el aire y él salía a caminar por las peligrosas callejuelas de la zona, para respirar. Se apoyaba en su corpulencia y así vencía al miedo y disfrutaba de la soledad, del silencio interrumpido, de la luz ambarina de las farolas, del olor a una mezcla de lirios y alcantarillas… Sí: Nueva York también olía a lirios.
El recuerdo, sin embargo, se fue disipando en su memoria. Después de cincuenta años, ya no es la Gran Manzana la que escuchaba al pasar.
El aire venia oloroso y dulce en Galway. Él volvía de trabajar y una extraña brisa le llevaba hacia delante. Hoy el maletín no pesaba y parecía que le empujase hacia el horizonte, que era una mancha parda y descarnada, un mar baldío. Cuando la última luz desapareció se escuchó un “gong” y Jorge, al mirar a través de las sombras, sintió un poderoso escalofrío y le invadió la incertidumbre. El frío aumentaba por momentos y empezó a caer una nieve fina como el polvo, de manera que no tardó en cubrirse todo de blanco.
Otro espasmo penetró en sus articulaciones. Soltó el maletín, que permaneció por unos segundos suspendido en el aire. Al punto, cayó mudo sobre el manto claro. El anciano se sobresaltó, pero dado que fue algo momentáneo, pensó que le habían traicionado los ojos de tanto forzarlos en la bruma. A continuación siguió andando hasta que una nueva sensación le perturbó. No hizo falta que descendiese la mirada para percibir que le faltaba el zapato derecho.
El viejo estaba sitiado por una blancura exquisita, <<casi palpable>>, pensó mientras se agachaba para alcanzar el mocasín. Pero no estaba ahí. ¿Cuándo lo perdió? No tenía más remedio que retroceder para buscarlo. Pese a todo la nieve no está tan fría, caviló mientras avanzaba en dirección contraria. A cada paso el calcetín se le entibiaba. Mientras el pie parecía percibir intensas vaharadas de calor seco, en los labios y en la punta de la nariz el viento le regalaba un beso de humedad. Una caricia almibarada.
Continuó andando hacia lo que presuponía que era el camino al trabajo, pero se trataba de un sendero mejor. Por primera vez no se sentía fatigado al tomar esta dirección. En su interior un canto alegre y rítmico crecía conforme avanzaba. Se sabía envuelto por la música, por la vitalidad y el jolgorio oculto del instante.
Abrió los ojos. Desconocía por cuánto tiempo habían permanecido cerrados. Los párpados, en vez de vencer la oscuridad se revelaban como velos blancos. Pestañeó con intensidad hasta que descubrió diferencias: en el exterior comenzaban a distinguirse otros tonos: sobre un halo marfil, el color verde, plateado y azul predominaban. También encontró topos rosas esparcidos por el paisaje. La intensa emoción que le produjo esa belleza fue casi dolorosa. Lo reconoció al instante: la bahía de Galway es hermosa hasta romperte los ojos.
Frente al borde de la ensenada reinaba una atmósfera de melancolía. Jorge apreció como la nostalgia comenzaba a invadirle. No obstante, desconocía qué era aquello que extrañaba, porque ya no recordaba nada. Aun así, no desaparecía la sensación de vaporoso desamparo.
Escuchó un chapoteo y el tañido de unas campanas graves. Mecánicamente se terminó de descalzar y se hundió hasta las rodillas en el agua helada.
Supo que los príncipes de la bahía se deslizaban cerca de él. Sin aviso, todo se torno más nítido y pudo ver cómo las majestuosas criaturas se acercaban a él. Su sombra plateada golpeaba como un puñal en las aguas.
Iba a morir. No; ya estaba muerto.

"Corazón"

Lourdes García Trigo.



Miró a todos lados antes de escapar. Si su madre se enteraba, lo castigaría todo el verano. ¡Pero hacía tan buen tiempo y los deberes eran tan aburridos...! No lo pensó más: se puso las zapatillas y corrió hacia el jardín. Fue tan deprisa, tan sin mirar por no encontrar los ojos de su madre, que tropezó con el escalón. Lo asustó un ruido brusco, como de cristales rotos. Pensaba que sólo se había raspado las rodillas, pero al levantarse su corazón se desparramó en mil trocitos.
De vuelta al estudio, extendió los pedazos sobre la mesa. Con paciencia, los fue uniendo con cola hasta que formaron una sola pieza. No tuvo mucha pericia ensamblando el nuevo corazón, de manera que cuando intentó colocarlo de nuevo en su sitio, no había manera de encajarlo. Su madre le apañó un tarro de cristal y se lo colgó al cuello con una guita.
Un corazón tan transparente le creó problemas. En el instituto no podía acercarse a ninguna niña que le gustara; el pobre intentaba no ruborizarse pero su corazón se encendía, bombeaba ruidoso, se iluminaba...
En el trabajo tuvo varios altercados con el jefe. Era un empleado discreto pero cuando no estaba de acuerdo con él, el corazón se le salía del tarro, morado, azul, verde de enfado, gritando inconveniencias a diestro y siniestro. Lo he intentado guardar en un bote oscuro -se excusaba, azorado- pero se vuelve triste y deja de latir; el médico me recomendó que no lo volviera a hacer.
De todos modos no le tenían en cuenta sus rabietas. En el fondo era un corazón bueno y tierno. Se reía con las travesuras de sus hijos. Por las noches, su mujer lo colocaba en la mesilla y él le susurraba lindezas al oído.
Un día se cansó de latir y decidió echarse a dormir. Me muero, dijo entonces su dueño. Y se murió. A él lo enterraron en el panteón familiar, pero el corazón, quebrado de tristeza, se resistía a salir del tarro. A sus hijos les dio apuro tirarlo y lo dejaron sobre la repisa de la chimenea. Sus nietos, a escondidas, lo usan de sonajero.
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"Bailando bajo la lluvia"

María Teresa López Cerdán.


Igual va siendo hora de que empecemos a respetarnos unos a otros, que dejemos de hablar de izquierdas y de derechas, de diferenciar entre ricos y pobres pues, a fin de cuentas, todos somos iguales.
Mi opinión no vale más que la tuya. Y viceversa.
Nos quejamos a todas horas y no es mucho lo que hacemos por cambiar lo que nos rodea. Y las pocas veces que nos disponemos a cambiar, lo hacemos con hipocresía. No me excluyo; yo también, porque somos humanos y si funcionamos así es porque nos hemos acomodado.
Es hora de esforzarse y de mirar al frente, de construir un futuro. Y si lo hacemos juntos, será mucho mejor. ¿No creen?
Estoy cansada de que no nos ayudemos. Está comprobado que así no conseguimos nada.Verdad solo hay una y lo de la relatividad es una excusa que ya empieza a pasarse de moda. Hay que ser objetivos y fuertes, que la nube que tenemos encima no es pequeña.
Ha llegado la hora de pensar, mucho y bien. A nadie le gusta lo que hay, pero si lo miras con una sonrisa, es más llevadero.
No hay que resguardarse de la tormenta, sino aprender a bailar bajo la lluvia. Y si bailamos todos a la vez, puede que dejemos algo digno de ser contado a lo largo de la Historia.
Hagamos esta Historia juntos, como seres humanos, no como enemigos ideológicos. Lo digo de verdad, de corazón. No es tan utópico que podamos trabajar codo con codo por construir algo que merezca la pena.

"Mañana"

Berta Ferrer.



Desde la ventana se veía el mar. A ratos verde y cristalino; otras veces azul y opaco, como un manto espeso, insondable. Los días de lluvia, cuando llegaba septiembre, se enfurecía. Despedía al verano con olas que se embravecían al compás del viento iracundo y echaban espumarajos al chocar contra las rocas de la costa. Mi madre nos preparaba -a mis hermanos y a mí- vasos de leche con miel y nos acurrucábamos junto al cristal para contemplar el cielo que se deshacía sobre el mar. Eran tardes de sueños inacabables: barcos que naufragaban, tesoros escondidos bajo la arena, mensajes ilegibles encerrados en botellas de vidrio...
Pasaba la tormenta y volábamos por las escaleras, empujándonos los unos a los otros, impacientes por salir al fresco del exterior. <<Coged las chaquetas, no os vayáis a resfriar, por el amor de Dios>>, gritaba mamá desde la cocina, los brazos cruzados y siempre la misma cantinela entre los labios. <<Y que no se despiste vuestra hermana>>. Y yo me enfurruñaba y escapaba fingiendo odiarla, por tratarme como a la niña pequeña que aún era.
Al llegar a la playa, olvidábamos los zapatos en un punto elegido al azar y corríamos descalzos por la arena, que se hundía húmeda bajo nuestros pies. Rescatábamos entonces las historias que habíamos inventado y jugábamos con desenfreno hasta perder el aliento. Caíamos rendidos y nos tumbábamos a contemplar el cielo gris que convertía el mar en ónice. Respirábamos salitre y escuchábamos las olas romper a nuestros pies. Reíamos de cansancio, empapados de felicidad.
Cuando las campanas de alguna iglesia cercana nos avisaban de que se acercaba la hora de cenar, arriábamos velas y nos precipitábamos a la bocana del puerto. Mi hermano mayor me cogía de la mano y tiraba de mí, con delicadeza a pesar de que fruncía el ceño y se quejaba de que me rezagaba, de que íbamos a llegar tarde. Pero siempre lográbamos sentarnos en el muelle, cortos de aliento y con las piernas colgando sobre el agua turbia, a tiempo para ver cómo el faro se encendía con las últimas luces de la tarde.
Con los ojos puestos en el foco de luz, que bañaba las aguas con intermitencia, contábamos mentalmente hasta diez; a veces, hasta veinte. Solía ser yo la primera en avistar la silueta a lo lejos, todavía un insignificante punto en la lejanía. Me tragaba el grito de emoción y dejaba que otro me señalara con entusiasmo la figura que se iba acercando desde el horizonte anaranjado.
-¿Lo ves, Ni? Ya llega.
Conteníamos el aliento mientras el barco pesquero avanzaba hacia el puerto y maniobraba con lentitud para encontrar su sitio entre tantos navíos.
Desde el muelle se escuchaban las voces de los pescadores que vociferaban con alegría por el fin de la jornada. Desembarcaban de un salto y nos miraban de reojo, preguntándose qué hacían unos críos como nosotros allí parados, observándolos con tanto interés.
Descendía el último marinero y repicaban de nuevo las campanas de la iglesia. Era hora de volver a casa, pero nos demorábamos unos segundos más, con la vista clavada en el mar que comenzaba a diluirse entre las sombras de la noche. Regresábamos en silencio y cabizbajos hasta nuestra puerta, donde inconscientemente nos colocábamos en círculo y nos sonreíamos unos a otros. Era un pacto mudo entre hermanos. Luego, subíamos la escalera a saltos, creando el mismo alboroto que cuando nos habíamos ido. Nuestra madre nos esperaba junto a la ventana, con los brazos cruzados sobre el regazo y los ojos melancólicos perdidos en la oscuridad del exterior. Corríamos hasta ella y nos sentábamos a sus pies. La aturdíamos contándole las aventuras de la tarde, hasta que yo, nombrada portavoz por ser la más pequeña, le susurraba en el oído la frase que traía ensayada desde la playa:
-Mañana, mamá... Mañana vuelve a llover y llega el barco que estamos esperando.- Y me abrazaba con fuerza a su cuello–. Mañana, ya lo verás, papá cenará con nosotros.
A ella se le iluminaba el rostro y la noche se llenaba de historias inacabables; barcos que naufragaban, tesoros escondidos bajo la arena, mensajes encerrados en botellas de vidrio...

"Rojo"

Beatriz Fernández Moya.



No era más que una mancha escarlata que se extendía sobre una superficie de un blanco perlado. De mi vientre brotaba el rojo, un rojo espeso, doloroso, infeccioso y consumidor. Un rojo que dolía mirar. Un rojo hipnotizante. Un rojo que me subía a los ojos y me hacía ver todas las cosas de color rojo. Un rojo antiguo, como el de las cortinas de terciopelo de los teatros barrocos, pero a la vez un rojo nuevo, como el que mana de una herida recién abierta. Un rojo que arrasaba con rojo, un rojo devastador.
En mi mente solo cabía el rojo, y mis ideas de vivos y variados colores habían escapado para rebotar, cual enjambre de insectos, sobre las paredes del iglú. Mis manos estaban rojas y mi corazón empezaba a sentir la falta de rojo en su interior.
Rápidamente, como un relámpago en un cielo tormentoso, el rojo terminó de comerse al indefenso blanco, y derritió por completo las paredes de mi guarida. Mis coloreadas ideas se dispersaron en la negrura de la noche y mi último aliento se escapó con ellas. Mi cuerpo, ahora de color burdeos, quedó a la intemperie para deleite de los carnívoros del Ártico.

"Una epidemia que pasa inadvertida"

Blanca Rodríguez G-Guillamón.




Sospechad si algún amigo os quiere regalar un iPhone, un Smartphone o cualquier otro dispositivo móvil con posibilidad de conectarse a Internet. Tal vez su intención no sea tan bondadosa, pues lo que realmente pretenda es deshacerse de ti.

Me urge referirme a este asunto, ya que por su causa se rompen muchas relaciones. Ya saben, la tecnología es poder, pero un poder que si no aprendemos a controlarlo puede acabar con nosotros.


Hacía días que hablaba con la pared. Una pared que respiraba, que tenía ojos y boca, y pensaba y oía, pero que ya no escucha. Pensaba con el mecanismo de la red, un reloj de mensajes, luces y sonidos, y sonreía con labios electrónicos. Ya le advertí que escribiría sobre él y se rió. Le aseguré que no diría nada que pudiera gustarle, pero no sé si realmente me creyó.

Esta epidemia pasa inadvertida. No sé cuándo hizo enfermar a mi amigo, pero recibí su oleada con dureza al empezar a hablar con la máquina delante de mí. Se hizo dependiente de ese “mundo secundario”. Sus conversaciones llegaron a reducirse a monosílabos.
Apenas comienza con un brote, inducido por la curiosidad o el aburrimiento, y acaba atrapándote la tela de araña virtual que es Internet. Al principio resulta un juego divertido, además de útil. Escribes un mensaje y te contestan al instante. No hay distancias, no hay frenos, no necesitas esfuerzo ni actividad física, no hace falta desactivar la pereza ni componer una buena cara. Estás “ahí”, en un sitio que no ve nadie pero donde todos te sienten y pueden comunicarse contigo.
Es el juego del poder porque controlas tu entorno. Pero si dejas que se desate, te engulle. No tiene piedad porque no tiene alma ni corazón. Y te persigue. No puedes deshacerte de él porque va contigo, en el bolsillo, en la mochila, en el bolso... Eres tú quien lo hace parte de ti. Eres tú quien lo libera o lo reprime. Quizá ni siquiera sea una elección consciente, pero ocurre.
El <<pasas de mí>> se convirtió en la frase del mes. No había momento en el que no se lo dijera a mi amigo. Él sonreía y decía que no. A veces era suficiente para que dejase de navegar con el móvil, otras apenas se inmutaba. Pero, fuese como fuese, esta última semana tengo que reconocer que ha hecho un gran esfuerzo y está mejorando. Aunque aún se sienta incompleto si no consulta cada media hora el móvil, ha entendido que esa actitud es molesta. O, por lo menos, espero que lo haya hecho.
¿Os gustaría estar hablando con alguien que sólo tiene ojos, boca y pensamiento para Internet? A mí, desde luego que no.

"Regreso a mi pasado"

María del Rosario Fuster.


Una tarde mi madre estaba con mis dos hermanos pequeños, ayudándoles con los deberes, cuando dijo:
-Hay que revisar las plasticolas.
Es una frase cualquiera, pero la diferencia está en su última palabra: “plasticolas”. Así es como se llama en Argentina al pegamento.
Fue ese guiño léxico el que me hizo retroceder diez años para volver a sentirme a pocos meses de dejar mi país de origen, cuando íbamos a empezar de cero en otro, casi desconocido.
Hace más de cinco décadas, mi abuelo paterno emigró a la Argentina en busca de un futuro mejor. Tenía veinte años. Como él, hubo muchos. Algunos países de Europa estaban pasando por años de dictadura y antes sufrieron una guerra, con muertes, hambre y un futuro incierto. Muchos ciudadanos, si querían vivir con dignidad, debían abandonarlo todo y buscar un sitio nuevo donde empezar.
Mi abuelo Juan José nació en Madrid, la ciudad que iba a ser nuestro destino.
Toda mi familia cercana, por aquel entonces, conocía España, pero a excepción de él y de otra abuela, nadie había estado allí. Existían mil fotografías, historias, regalos, edificios… España era como “la tierra prometida”. Aparecía en películas, series, libros… Muy pocos podían darse el lujo de visitarla, ya que los billetes de avión tenían un alto precio.
Mis padres, mis hermanos y yo lo haríamos. Viajaríamos a aquel maravilloso lugar de nuestros orígenes, pero no sería un viaje de placer sino un trayecto de ida repleto de incógnitas.
Recuerdo esos últimos meses en Argentina como un tiempo para aferrarse a todo, pues sabíamos que nos iríamos y al final sólo quedarían los recuerdos.
Creo que nunca visité a tantas personas como esas semanas. Fue como juntar Navidad, Reyes, cumpleaños y santos. Abundaban los regalos, los abrazos y la comida. Fue una verdadera locura.
Contábamos los días que nos quedaban y a quien aún no habíamos visto.
En cuanto a las maletas, no recuerdo qué había dentro exactamente. Ropa, juguetes, libros… Supongo que todo aquello que dibuja los contornos de una vida.
Yo llevaba a mi oso de peluche, Teddy, mi fiel compañero de cada noche.
Mis hermanos y yo éramos niños, de diez, ocho, cuatro y un año. No entendíamos muy bien por qué nos marchábamos, ya que para nosotros todo era perfecto allí. Años después fui consciente de la burbuja en la que nuestros padres nos criaron, pues no sabíamos que el motivo de aquella partida era que mi padre no tenía trabajo y que la crisis Argentina no terminaría pronto. A día de hoy, todavía sigue.
El día de la despedida fue el momento más duro de toda mi vida. Vinieron todos al aeropuerto y nadie dejó de llorar.
Nos esperaban doce horas de viaje, desesperación, aburrimiento, tristeza y alegría. Nuestro padre nos aguardaba al otro lado del océano. Cuando le vimos, nuestro corazón se inundó de felicidad.
Ahora estábamos todos juntos y cada uno de los hermanos nos hemos embarcado en otro viaje, el de nuestra vida en España.
 

"Hola, me llamo egoísmo"

María Teresa López Cerdán.




Me llamo María Teresa, tengo 18 años recién cumplidos, vivo en un pequeño pueblo de la provincia de Alicante, llamado Albatera, y el año que viene emprendo el camino hacia mi futuro: dejo mi casa para marcharme a la capital y cursar en la Universidad Complutense de Madrid la carrera de Periodismo.
Cada día que pasa, leo en las noticias algo parecido a esto: <<El fin del periodismo está cerca>> o <<Las profesiones que recogen mayor número de parados son del ámbito informativo>>. Muchas son las personas que me han aconsejado un futuro distinto, que ellos consideran mejor y que yo no pongo en duda que lo sea, porque vivir hoy del periodismo es algo sumamente laborioso. Sin embargo, tengo dos cosas a mi favor: ganas de cambiar el mundo y fuerzas para hacerlo.
Demasiadas veces he necesitado consultar en distintas fuentes una misma noticia para decidir cuál es la que se acerca a la realidad, ¿Les parece esto normal? En sus orígenes el trabajo de un buen periodista consistía en informar, con la verdad por delante y a pesar de conseguirse -todo sea dicho- unos cuantos enemigos. Ahora lo importante es fundir tus noticias con una pizca de lo que los ciudadanos quieren leer y con otra de lo que los ciudadanos “deben” creer.
Combinemos tres factores: morbo, dinero y política. ¡Premio! Acabas de conseguir una noticia que será publicada allá donde desees. Pues yo lo siento, pero no estoy dispuesta.
El periodismo se encuentra sumido en esta profunda crisis debido al afán de lucrarse antes que de informar con la verdad, que ya no es el objetivo de un periodista, al menos no de uno que realmente quiera serlo.
 

"Relato de amor a una madre"

David Fuente.



Mi padre siempre fue un hombre elegante, de caminar honroso como –según él- todo director de orquesta debía ser. Me enseñó lo que era la dignidad desde muy pequeño.
Rondaba yo los siete años cuando, estando a solas con él -el día después de un excelente concierto y mientras la sirvienta recogía el primer plato– tomó la cuchara del postre, semiabrió la boca y, tras arrojar un hilo de vaho con suma clase, colocó la concavidad del cubierto en la punta de su nariz. Así, con la barbilla altiva y la cuchara colgando, me miró sobre el hombro y me dijo:
-¿Ves, hijo? Este debe ser el semblante de un caballero.
Yo le miraba atónito. Comprendí en aquel mismo instante el modo en que los grandes directores de orquesta como él habían educado su rotunda pose: con un hieratismo propio de alguien imperturbable.
Cogí la cuchara algo tembloroso y me vi en ella reflejado, aunque a la inversa. Empañé la pulidísima superficie de un soplido que emanó desde mi infantil tráquea, y acompañé a mi padre en su pose de prohombre. Así pasábamos varios minutos al día, hablando sobre temas transcendentes, más centrados por aquella época en la postura que en los argumentos.
Aunque en mi madurez hubo quien me sugirió que de ahí partían mis carencias, nunca durante la infancia eché de menos la educación de una madre. No había conocido a aquella que colmaba de besos a mi amigos y, ante la tozudez con la que veía que les insistía en no salir de casa sin jersey, tampoco se me antojó necesario. ¡Qué equivocado estaba!…
Tuvimos una sirvienta mulata a la que mi padre había mandado obedecerme. Yo, que no entendía del todo por qué aquella mujerona debía ceñirse a mis caprichos, me limité a apreciar sus labores domésticas. Ella fue mi primera referencia femenina. Quizás debió haberme instruido –aunque mi padre era reacio a que desgranase conocimientos de aquella mujer– en que había ciertas cosas que en nuestra casa considerábamos normales, pero que las mujeres del mundo no entenderían. Si mi padre hubiese permitido que la mulata me ilustrara sobre los misterios del amor, el semblante perfecto que portaba a mis diecisiete años –fruto del intenso trabajo con la cuchara de postre– y que a tantas mujeres fue capaz conquistar en un simple golpe de vista, hubiese sido más productivo tras esa primera impresión.
<<El pulcro camarero de ese restaurante con tanta clase que hacía esquina en la calle Anzueta, colocaba el merengue sobre la mesa. Ella llevaba toda la comida elogiando mis virtudes y yo quise mostrarle de qué manera me había convertido en ese hombre del que ella se había enamorado. A razón de mi desconocimiento, nunca habría imaginado la carcajada que ella espetaría en mi rostro al explicarle y escenificarle cómo mi padre me enseñó a comportarme de aquella forma. Con la cuchara aún oscilando en mi nariz, salió corriendo del restaurante entre risas. Yo me giré avergonzado a certificar que se marchaba. Mientras la cuchara se precipitaba hacia el suelo, culpé a mi padre y a la mulata por todos mis fracasos>>.
Temo a las mujeres desde entonces. Aquella cita (aunque yo no lo sabía cuando comenzaba) iba a construir un precedente –ya fuese como inspiración exitosa o como fantasma que merodease sobre todas las demás- y resultó conformarse como un pánico que me hacía temblar ante la posibilidad del fracaso. Y esto, inevitablemente, terminó haciendo fracasar todas las futuras citas.
Tanto me hundieron mis meteduras de pata, que la última mujer –sin saber yo con qué extraña brujería había adivinado mi pasado- me espetó que no estaba allí para hacer de madre. ¿Ya ni un mísero desayuno, aunque sólo sea de zumo de naranja, café y un pequeño bollo, traen las mujeres de hoy a la cama? El portazo hizo vibrar la casa.
Alejado de mi despreocupación juvenil, me encontré tirado sobre las sabanas. No podía entenderlo... ¿Por qué te fuiste, mamá? ¿Por qué me pariste para dejarme solo en este mundo, sin esa mano femenina que me enseñase el camino?