"Sobre falsos patriotas"

Jon Asier Bárcena.



Seguramente todos conocemos gente que, mano en pecho, afirma constantemente que ama a su patria, sea esta su villa, su nación o el mundo entero. Yo no sé qué tiene que hacer uno para demostrar su patriotismo, seguro que hay mil y una formas, pero lo que sí sé es cuando el propósito se queda en arrogantes palabras que podrían pronunciarse en plena taberna, birra en mano.

No es patriota aquel que no tiene escrúpulos a la hora de destrozar los paisajes naturales, ya sea convirtiendo bellas playas en ciudades con arena y agua, o bien contribuyendo a quemar los bosques de la Madre Gaia, hasta el punto que si de ellos dependiera, no disfrutarían la naturaleza ni nuestros hijos… ni los suyos.


No es patriota quien defiende el capitalismo salvaje. Muchos gentilhombres han tenido la amabilidad de arrancar nuestro corazón industrial para llevarlo a países en los que se pueden aprovechar de unas condiciones laborales precarias. No tienen ningún escrúpulo para dejar desamparados, sin empleo, a obreros de su tierra en aras de abusar de otros. Como si se tratara de un péndulo, cuando un país logra mejoras sociales significativas, el Estado oscila hacia un liberalismo de marcado corte monetario. ¡Maldita pescadilla que se muerde la cola!
 

Un patriota no roba a su país, ni estafa ni elude sus obligaciones con la Hacienda, aprovechándose para declarar su numeroso patrimonio en paraísos fiscales. Tampoco intenta colarse en el poder para sacar la mayor tajada posible para su beneficio, ni deja al Estado en ruinas parecidas a las griegas.

Los que destrozan la nación suelen focalizar el sentimiento de culpa hacia las personas equivocadas. El terrorismo y la violencia callejera parecen arañazos frente a las auténticas cuchilladas de quienes no sienten inconveniente en hacer de su capa un sayo con tal de aprovecharlo todo en su propio y exclusivo beneficio.
 

"Una mirada única"

Rafael Contreras.



José contempló su imagen en el espejo. Un rostro de pelo alborotado, dientes de leche y redondez infantil le devolvió la mirada. Y no una mirada cualquiera sino la de alguien que padecía estrabismo.

Sintió cómo se le escapaban dos lágrimas. Sus compañeros de la clase le hacían burla, preguntándole por qué miraba más allá del hombro cuando se dirigía a alguien. Él siempre se había reído, no había dado muestras de que le molestaran aquellos comentarios, cuando en realidad le dolía de veras. Pero lo de aquel día había sido la gota que había colmado el vaso.
 

Marcos, el matón de la clase, se había encarado con él, como hacía con todos, y había comenzado a gritarle que lo mirara a la cara. El pobre José así lo había hecho, pero parecía que no lo consiguió, pues Marcos le propinó un puñetazo que tumbó al pequeño en el suelo. Acto seguido, toda la clase comenzó a corear un motete: <<¡bizco...! ¡bizco...!>>, incluso Pedro, su mejor amigo. Un coro de risas se elevó a su alrededor.
 

José, con las mejillas al rojo vivo, había salido corriendo y ahora se encontraba en uno de los cuartos de baño del colegio, maldiciendo que le tocara sufrir aquella cruz, tener que soportar la mala idea de los demás.
 

Se rompió en sollozos. <<¿Por qué tengo que ser un bicho raro?...>> ¿Qué razón había para que él, que nunca hacía daño a nadie, tuviera que padecer la maldición del estrabismo?

Se abrió la puerta. José se giró violentamente, aún moqueando, para toparse con la señorita Belén.
 

-José, ¿qué haces aquí?
 

No le respondió sino que se lanzó a los brazos de la profesora para, temblando, continuar el lloro a moco tendido. La mujer, algo sorprendida al principio, se conmovió. Lo cierto es que a José, Belén le recordaba un poco a su madre, pues ambas eran de la misma edad y poseían una bondad natural que las distinguía de las demás mujeres.
 

-Vamos, vamos -intentó calmarle. Le acariciaba el pelo-. Cuéntame qué ha pasado.
 

El niño se sorbió la nariz y la miró con sus ojos bizcos.
 

-Los de mi clase piensan que soy raro.
 

Belén frunció el ceño.
 

-¿Por qué?
 

José apretó los brazos de la señorita con las manos.
 

-Porque… -se notó inseguro- Por mis ojos… Son vagos… Y eso les hace burlarse de mí -calló de pronto, consciente de que se estaba comportando como un chivato, lo más despreciable que podía hacer un alumno-. No me importa; es solo que…
 

La profesora lo silenció con un gesto y, a continuación, sonrió:
 

-¿Y qué pasa por que sean vagos?
José la miró, sorprendido.
 

-Que no son normales. Son unos ojos raros.-respondió como si fuera obvio.
 

La sonrisa de Belén se hizo más ancha.
 

-No. Tus ojos son especiales. Pueden ver cosas que nadie ve porque tienes la mirada cargada de bondad. ¿Sabes, José, lo que les pasa a tus ojos?
 

Negó con la cabeza.
 

-Que son capaces de ver más allá de lo que ven los demás. Eso distingue de cualquier otro niño; te hace ser único.
 

José se sorbió la nariz una tercera vez. Ya estaba calmado. Además, aquella profesora tenía razón: el estrabismo estaba en él, pero ese rasgo le hacía único, diferente del resto de los niños.
 

Imitó a la profesora y sonrió a su vez.
 

-Gracias, seño.
 

-De nada -le respondió, contenta porque ya no lloraba-. Y ahora, a clase, que es tarde.
 

José se marchó corriendo, muy feliz. La señorita se incorporó mientras contemplaba el lugar por el que el pequeño se había marchado. Con tal de hacer a un niño sonreír, merecía la pena aquel oficio.

"Vacía"

Beatriz Fernández Moya.




Mi novio me dejó. Y no se lo reprocho. No se puede amar algo que está vacío. Y yo lo estaba por completo. No tenía nada: nada que ofrecer, nada que aportar, nada que sentir. Vacía metafórica y literalmente. Por no tener, ya no tenía ni lágrimas. La verdad es que me habría encantado que lágrimas no me faltasen, porque parece que la tristeza es más pura si la expresamos llorando. Pero no hay ni un ápice de verdad en ese pensamiento. Las lágrimas son algo que utilizamos para hacer a los demás partícipes de nuestro dolor. Y yo no quería compartirlo con nadie. Era mío, y sólo yo podía entenderlo.
Estaba seca y seco estaba mi corazón. Como uva pasa, arrugado y sin vida, en un estado irreversible de tristeza. En completa soledad, no porque no tuviera nada, sino porque lo único que ansiaba tener estaba completamente fuera de mi alcance. Y no como un libro en el estante más alto de un armario, que en cualquier momento puedes coger ayudándote de una escalera, sino como un pequeño pendiente de plata perdido en la inmensidad del océano. Jamás volvería a poseerlo.
Deseaba volver el tiempo atrás, regresar al momento en el que decidí montarme en el barco con el que cruzaría el océano, para evitar así perder mi pendiente... Pero el tiempo, desgraciadamente, sólo avanza en un sentido. Y lo que había perdido no era un pendiente ni estaba en el fondo del mar. Había perdido un beso de los labios de un extraño. Alguien que me conquistó con una parrafada sobre el amor a primera vista, sacada seguramente de un guión de comedia americana. Y yo, tonta, me deje convencer. Bastaron unos segundos para arrepentirme.
Cuando tienes un jarrón roto en las manos, solo te quedan dos opciones: esconder los pedazos o contárselo a su dueño. Y mi segunda peor decisión fue elegir la primera opción, que marcó el comienzo del fin de nuestra relación. La culpa me quemaba por dentro. Lo peor de todo es que, sin quererlo, él se estaba abrasando conmigo.
Cuando ya éramos casi cenizas, decidí contárselo. Fue incapaz de perdonar mi mentira. Y me dejó. Y no se lo reprocho. No se puede amar algo que está vacío. Y yo lo estaba por completo.