"Para siempre"

Beatriz Fernández Moya.



El 18 de agosto pidió por primera y última vez que le pusieran morfina. Su muerte fue rápida, no distinta de otra cualquiera. Un segundo antes roncaba suavemente y al segundo siguiente, silencio. Un amargo silencio. Pero su agonía había sido eterna. Cinco meses de largas estancias hospitalarias, de las que siempre volvía a casa con un órgano menos y una sonrisa más cansada. Todos queríamos que se aferrase a la vida, que luchase con todas sus fuerzas, hasta el final, pero ella había comprendido lo que nos negábamos a ver, que la muerte es solo el paso necesario para liberarnos de las limitaciones del cuerpo. Para siempre.

"Deriva"

Berta Ferrer.



Lo último que le apetecía era escribir. Sentarse delante de un ordenador y teclear, sin rumbo, palabras a la deriva. A lo lejos apuntaban las ideas con un brillo cegador que duraba unos segundos, pero se perdían en un mar perezoso y lánguido. Hacía calor, un bochorno opresivo que se pegaba a la piel e impedía los movimientos rápidos, los pensamientos ágiles. La mesa cubierta de papeles tampoco ayudaba. Tantas cosas en que pensar; demasiada incertidumbre esparcida sobre una superficie tan reducida. Y estaba ese sonido incesante. Un zumbido continuo que escapaba de la pantalla y se fundía con la desgana de los dedos.

Todo estaba en su contra. El deseo de meterse en la cama, el perro que ladraba en la calle, la picadura de un mosquito en el tobillo izquierdo. Y el libro. El maldito libro de tapas marrones y tipografía cándida que la llamaba a gritos desde la estantería y que había tenido que encerrar en un cajón, como castigo a su impertinencia. Y ahora también tenía que lidiar con el sentimiento de culpa a causa de aquella condena.


Dejó escapar un suspiro ensayado. De hacer teatro aún le quedaban ganas.


Un cosquilleo en las piernas la instaba a salir de la habitación. Se hubiese marchado con gusto, sin necesidad de una excusa tan barata, pero sabía que si se levantaba de la silla, si osaba despegar los dedos de las teclas y la vista del cursor parpadeante, estaría perdida. Perdida, sí, porque naufragaría entre obligaciones y un millón de “cuando acabe esto…”. No estaba segura de que pudiera volver, regresar siguiendo las migajas de un abandono egoísta. Y así continuaba, sentada en una posición enrevesada, esperando a que llegara la inspiración. Los labios se le curvaban en una sonrisa indolente al componer aquella palabra. <<Eso son cosas de críos>>, pensó.


Aun así, a ratos se engañaba garabateando en una hoja de papel. Eran frases inconexas de significados imaginados. Si Shakespeare inventaba palabras, por qué no iba a hacerlo ella. Resultaba ridículo, desde luego, pero a aquellas horas de la tarde y con el sudor pegándole la camiseta a la espalda, hasta Shakespeare se le antojaba grotesco y fuera de lugar.


Estaba harta. Aborrecía la composición uniforme de las letras sobre el blanco de la hoja, la posición de las manos que aguardaban en tensión mecanográfica, la apatía de los pensamientos... Despreciaba todo aquel hastío, esa desgana general que no era más que una pose, un intento patético de victimismo.


Y todo era tan previsible, tan de novela barata. Hasta el gruñido de su estómago demandando la cena sonaba a tópico manido; sin embargo, era un pretexto demasiado bueno como para dejarlo correr. Iba a sonreír, feliz por poder librarse de los grilletes que la retenían atada a la mesa, cuando el triunfo se torció en mueca desdeñosa. El cursor estaba situado sobre el botón de apagado, listo para asestar la estocada definitiva. El zumbido del ordenador crecía, el perro ladraba con mayor insistencia y el sueño le quemaba en los ojos. Pero los dedos continuaban sobre el teclado. Por la ventana se colaba una brisa ligera –aunque suficiente para agitar las ideas estancadas- y a ella lo último que le apetecía era levantarse de la silla y dejar de escribir.

"El coleccionista de miradas"

Teresa Reinoso. 



Como una mujer colecciona joyas, aquel hombre coleccionaba miradas.


Las buscaba durante días. Las encontraba sin esperarlas. Las dibujaba, las escribía, las olía, las saboreaba… Y si eran lo que estaba buscando, las guardaba en su cartera.



Una cartera vieja como el tiempo, de gastado cuero marrón. Siempre repleta pero nunca llena de aquellos curiosos tesoros, que eran vida para algunos hombres y perdición de otros. Aquellos tesoros habían robado de tal manera el corazón al coleccionista, que se había perdido en el espacio y el tiempo corriendo detrás de ellos. Por eso los guardaba con tanto celo.



Y por eso, cuando una de sus miradas se le escapó, se quedó parado, mirándola rodar y rodar, incapaz de perseguirla.



La mirada fue a parar a los pies de un joven. ¿Quién quedó más sorprendido por el encuentro? ¿El coleccionista o el joven?... No se puede decir. De hecho, cuando el joven levantó la vista, el coleccionista palpó su mirada y la metió en la cartera.



Perplejidad.



Con su aire de elegancia atemporal, el coleccionista recogió la mirada que se había escapado e hizo ademán de volver a meterla en la cartera.



-Disculpe, señor, ¿me permite verla de nuevo?



El coleccionista pareció dubitativo. Nunca había prestado sus miradas a nadie. Eran demasiado valiosas.



El joven pareció captar su deliberación.



-Será solo por un momento, de verdad. Y tendré mucho cuidado.



El coleccionista le tendió la mirada. El joven la cogió como si de porcelana fuera, y se sentó en un banco para mirarla fijamente.



El coleccionista no sabía cómo actuar. Estaba nervioso; llevaba demasiado tiempo persiguiendo miradas, corriendo detrás de ellas sin parar un instante. Ahora que le habían negado la posibilidad de seguirle dando sentido a su existencia, se encontraba perdido. Decidió sentarse junto al joven. Y al hacerlo, se dio cuenta de que el chico estaba llorando.



Tardó un rato en entender a qué se debía: a la mirada que estaba observando. Ni siquiera se había fijado en cuál de las miradas de su colección se trataba. Amor de madre. ¡Ah!. Todo cobraba sentido. Quiso ofrecerle un pañuelo, pero se dio cuenta de que solo tenía su cartera, y en su cartera solo había miradas. Así que se quedó sentado a su lado, acompañándole.



El joven se recuperó.



-Muchas gracias, señor. Llevaba tiempo sin recordarla.



Le devolvió la mirada, se puso en pie y echó a caminar. El coleccionista notó como algo se removía dentro de él, y entonces exclamó:



-¡Vuelve!



Su orden evocó a las páginas de un libro que lleva centurias sin abrirse. Como el descorchar de una botella de una cosecha vieja. Era mucho el tiempo en el que no había necesitado de palabras para conseguir las miradas.



El joven se dio la vuelta.



-¿Sí?

-Toma. Quédatela. Es un regalo. La necesitas.


El joven le observó fijamente.



-¿Lo dice en serio?... Es decir, yo… No puedo aceptarla.



-Por supuesto que hablo en serio. Y, por supuesto que puedes aceptarla. Anda, tómala y vete antes de que me arrepienta.



Gratitud sincera.



Recogió aquella última mirada del joven que ya se marchaba con su mirada en las manos, sonriendo. El coleccionista estaba de pie. Curiosamente, no sentía vacío ni tristeza al haberse desprendido de unos de sus tesoros. Se sentía un poco más lleno. Y aquella mirada de gratitud le enterneció.



Abrió la cartera y observo todas aquellas miradas recogidas durante tantos años. Y las comparó con la mirada del joven.



Una chica pasó a su lado. Lloraba con el teléfono móvil en la mano. Sin pensárselo dos veces, tomó una mirada de consuelo y se acercó a ella.



Y así comenzó de nuevo su camino. Con la cartera cada vez más vacía y el corazón cada vez más lleno.

"Viaje al corazón de la cerámica"

David Fuente.



Desciendes paso a paso, con timidez, por un camino embarrado; el ambiente es húmedo y el calor reverbera a lo lejos. Muy lejos. Acabas de abrir la puerta de algo que apenas conoces y cada paso se hace duro pero enriquecedor. El primer gran hallazgo: el barro, que hasta entonces era una masa invisible y monocromática, estalla en mil colores.
El alicatado empieza más tarde. Tranquilo; no tengas prisa. Mánchate. Tienes que mancharte. El barro es resbaladizo, pero no le tengas miedo: siempre te acogerá en un abrazo húmedo. Cáete, a poder ser de bruces. Cáete, que es como lo has aprendido todo. Luego mira tu rostro congelado en la tierra. A ella le costará olvidarlo. A ti también. Luego levántate. Levántate, que es como lo has recorrido todo.
Escoge un color entre los que se apilan y escava. Un color: eso es todo lo que sabes. No sabes nada, así que aférrate a él.
El barro, bello como hasta entonces nunca lo habías visto, ya es tuyo, pero todavía no lo posees. Aduéñate de él, desarmarlo en mil pedazos, recoge su esencia, retira los restos que aún lo vinculan a la tierra.
Ya lo has humanizado; ya es arcilla. Pronto ambos sois uno. Es el abrazo a la presión de tus dedos, las lágrimas del vaciador, la belleza que emana del trabajo y que se resiste. Se resiste y te exige, qué pensabas pequeño ser humano; él también te modela.
El suelo se va secando bajo tus pies. Se cuartea, encoge, se calma el color, se convierte en polvo... Ahora puedes ver, solidificados, los recuerdos del último abrazo, de la última lágrima. Es el momento de seguir, de amar o dudar y retroceder unos pasos. Puedes dudar. Duda si es lo que sientes porque también las preguntas dan respuestas, no solo las caídas. Si amas no hay que decirte nada, ya has echado a correr.
Has llegado a los umbrales del fuego, al otro lado está la mismísima temperatura del infierno. A pesar de lo que te dijeron, no debes tienes miedo; es un fuego purificador. Le entregas tus tesoros del camino y esperas de las llamas un buen trato. Pero no les exijas más de lo que tú te has exigido. Cierra la puerta y no hagas guardia, no tengas prisa. Vuelve atrás, allí donde el camino está aún húmedo. Y deléitate con aquello que pasaste de largo en la primera ocasión. Aunque retrocedas, siempre andarás por un nuevo camino.
La fogata ya se ha consumido. Abre las puertas y observa la metamorfosis. Pero recuerda, aún no sabes nada de los efectos del fuego; todo lo que imaginabas puede ser falso.
Al principio sólo conocías el color, pero las llamas te lo han arrebatado. Teja... Un vulgar color teja, eso es todo lo que queda. Ahora te pesa, pero más adelante descubrirás que tus alegrías y tus decepciones en el basto mundo de la cerámica son insignificantes. Si no te impiden seguir caminando, ambas te acompañarán siempre; más aún con tu espíritu aventurero que tiende a explorar los caminos flanqueados por señales de “prohibido”.
Mira a los compañeros que han llegado hasta el mismo lugar por caminos diferentes. Has descubierto que la estrecha vereda por la que has descendido no es más que una entre cientos de miles y que todas se entrecruzan y confluyen allí, en el fuego. Siéntete pequeño, muy pequeño. Cuando te recuperes podrás decir que sabes algo, una ínfima parte.
Ahora trabaja, trabaja duro un tiempo.
El camino comienza a estar enladrillado, estable. Vas y vuelves por distintos senderos de barro hasta distintos fuegos, y van surgiendo nuevos pavimentos. Algunos no absorben el agua y en el aire cantan como las campanas. También has aprendido cuánto mienten los colores de la arcilla, y aprendes a convertir la mentira en verdad y a esclavizar engobes. Juegas con diferentes materias y descubres cuáles se aman y cuáles se odian. A veces haces obras de reconciliación y otras te recreas en el rechazo. Ya tienes tu pequeña casa de ladrillo. Te has permitido unas tejas gresificadas, ciertos engobes, unos ostentosos marmoleados, texturas... Ya puedes vivir, aunque sea con humildad, en este mundo.
Y de pronto, en mitad del trabajo, llega a tus oídos una ostentosa melodía, algo que conocías, que habías escuchado a lo lejos cuando aún estabas demasiado ocupado descubriendo la arcilla: el vidriado. Y repentinamente se abre un nuevo abismo, vuelves a ser más y más pequeño. Y tu humilde casita, más insignificante. Asomas la nariz a esa exuberante jungla plagada de colores y fluidos imposibles, y escoges donde no se puede escoger, en la eternidad de la belleza. Vidrias tu primer azulejo.
Vuelves a casa y lo cuelgas en mitad de la pared. Ahora, tras varias lecturas y anotaciones, tras un cúmulo de pequeñas verdades, una gran idea vibra en el interior de tu cabeza: la inmensidad. Miras por la ventana y te ves en mitad de un mundo plagado de colinas. No es un mundo hostil. Está lleno de recovecos, cada uno con un tesoro oculto. Sólo sabes que has abierto los ojos y que todo aquello está a la espera de ser indagado. Un impuso empieza a latir en tu interior… ¡Qué haces ahí parado! Ahora que sabes que es enorme: lánzate a indagarlo. ¡Corre!

"La ira de Vulcano"

Emilia Carrasco.



La tiara se deslizaba delicadamente sobre sus cabellos dorados. Una preciosa estola azul se ceñía con una fíbula de oro y esmalte sobre su hombro izquierdo, dándole un aspecto señorial.
Livia, hija de un patricio descendiente de una ilustre familia romana, se preparaba para acudir a la celebración en honor a Hércules, que según la leyenda fundó su ciudad, la gran Pompeya.
Sin embargo, algo la inquietaba. Había tenido un sueño aterrador en el que vio la ciudad sepultada bajo un manto de fuego, completamente destruida. Era una señal de mal augurio, ya que el gran volcán, al que llamaban Vesuvius, hacía semanas que expulsaba fumarolas de humo. El dios de la Fragua, Vulcano debía estar furioso.
-Cassia, ¿estás preparada para salir? Me preocupan estas fiestas. Deberíamos atrasarlas porque me parece peligroso ir al monte ahora.
Cassia, su dama de compañía, era una joven liberta descendiente de antiguos esclavos de Albión.
- Las fiestas siempre se han celebrado, señora. Hércules merece ser adorado. Además, lo pasaremos bien.
Salieron de la domus en una litera llevada por dos fuertes esclavos nubios.
Las faldas del volcán estaban repletas de gente. Alrededor de los árboles bailaban y cantaban las aventuras de Hércules, mientras otros cenaban manjares exóticos y bebían vino de Hispania. El verano llegaba a su fin. Estaban a siete días de las calendas de septiembre.
Fue entonces fue cuando Livia lo vio. Fanum, un importante augur enviado por el emperador a Pompeya, miraba atemorizado al cielo. Se acercó lentamente a él para no interrumpir sus pensamientos.
-El dios de la Fragua nos avisa –murmuró el adivino-. No deberíamos estar aquí; es peligroso.
-¿Qué cree que significa? ¿Es un mal presagio?
-En efecto. Una señal celeste me indicó que en los idus de agosto la ciudad sufriría una catástrofe irreparable. Sin embargo, la luna avanza y aún no ha pasado nada. Me preocupa que pueda ocurrir dentro de poco.
Livia se alejó lentamente, meditando las palabras de Fanum.

En aquel instante se oyó un ruido ensordecedor. Los bailes cesaron y todos volvieron el rostro hacia la cima del volcán. El humo se volvió negro, la tierra empezó a temblar. Llovían rocas candentes y ríos de lava se deslizaban colina abajo.
El pánico cundió en la fiesta: la gente corría despavorida, las bandejas caían al suelo, los músicos abandonaban sus instrumentos… Huían al puerto, en el que sólo había dos barcos atracados, insuficientes para salvar a toda la población.
Las lenguas de lava avanzaban a gran velocidad y se hacía difícil respirar, por los gases que envenenaban el aire. Las cenizas y el lapilli que arrojaba el Vesubio derrumbaba los tejados de Pompeya, sepultándolo todo.
Culparon a Vulcano de la desgracia, ya que sólo él podía convertir las cosas en fuego y petrificarlas.
Los niños lloraban entre el tumulto mientras los hombres más valerosos ayudaban a las mujeres a subir a los navíos. Entre ellos estaba Fanum.

-Deprisa, Livia, subid al barco. Vuestra familia os espera dentro.
Livia embarcó. Desde lo alto la proa observó la destrucción de su querida urbe. Apenas se distinguía algún rastro de las hermosas viviendas. Los templos habían caído bajo la tormenta de fuego. Miró al volcán, del que seguía emanando una fuente roja. Vulcano había destruido toda la vida de Pompeya.

Cuando los barcos zarparon, no vio a Fanum, pues se había quedado en tierra para ayudar a sus vecinos. Seguramente habría muerto.
En la orilla, los últimos habitantes de Pompeya se lanzaban al agua. Otros se cubrían el rostro para no respirar aquel aire contaminado que les descomponía los pulmones.
No quiso contemplar más sufrimientos, así que volvió la mirada al horizonte y pidió Júpiter que todo el esplendor de su mundo antiguo no se perdiera para siempre.

"Rey del desierto"

Blanca Rodríguez G-Guillamón.





El sol era el rey infinito del desierto. El único que se orientaba, el único que no necesitaba nada para sobrevivir, el único que podía escapar de ese mar de dunas ardientes sin agotarse ni enloquecer ni morir en el intento.
–¡Leyre, sigue caminando! –gritó el egipcio, sin fuerzas para volver sobre sus pasos–. No falta mucho.
Pero ella tropezó, se restregó contra la arena y gimoteó. Tenía los pies quemados y las sandalias le hacían daño. Escupió en sus manos antes de rascarse la cara, luego se sacudió el pelo y gritó.
Llevaban más de una semana zigzagueando entre montañas de arena, dos días sin agua y cuatro de espejismos constantes. Zarid le había asegurado que conocía el desierto, pero cada día hablaba menos y Leyre sospechaba que su suerte estaba entregada a un paraje inhóspito.
La joven se tumbó en la arena, boca arriba, con los brazos en cruz y los ojos cerrados. Solo quería esperar. Ella llegaría en cualquier momento porque la muerte es piadosa con quienes se pierden en aquel laberinto cambiante e inmenso.
–¡Leyre! –insistió Zarid, apoyándose en sus rodillas para no desplomarse.
Pero Leyre se había rendido.
–Si no te levantas, seguiré sin ti –la amenazó.
Y sus palabras las quemaron el aire seco y el sol ardiente. Cayó, como había hecho Leyre, con el corazón desbocado.
–Levántate –murmuró, antes de cerrar los ojos.
No hubo eco. No hubo lágrimas ni dolor, solo agotamiento. Leyre se olvidó de Zarid y el egipcio se olvidó de la española. Querían escuchar el silencio. Sabían que la muerte acabaría compadeciéndose ante aquel letargo y no tenían miedo. No sentían nada más que los golpes del corazón y su respiración perezosa.
Entonces, cuando estaban preparados para entregarse al último aliento, Leyre recordó que no debía abandonarse de aquella forma y abrió los ojos. Parpadeó y se retorció por la luz.
–Za... –susurró.
Su boca seca no encontró la palabra.
Se incorporó, aturdida por el dolor de cabeza, y se arrastró hasta su amigo. La arena punzaba y sus manos le parecían agujereadas. Zarandeó el cuerpo del joven y lo abofeteó hasta que reaccionó. Zarid abrió los párpados, pero no se movió ni dijo nada.
El sol era un rey tirano.
La chica abrazó a su amigo y le rozó la mejilla con los labios. Le picó su barba, pero aquella cercanía los reconfortó.
-No te rindas -articuló.
Zarid sonrió, pero le pesaban los brazos, las piernas, los párpados.
Leyre lo agitó.
Él era fuerte.
Él no podía dormirse.
Zarid se levantó.
–Sigue caminando, Leyre –dijo, arrastrando las palabras–. Ya veo la ciudad.
La joven buscó en el horizonte.
–No hay ciudad.
–Sí, yo la veo.
Leyre sonrió con amargura.
–Podemos inventarla –accedió.
Se acarició la garganta y tragó saliva. Necesitaba mucha saliva y mucha voluntad.
–Nuestra ciudad tendrá un bosque frondoso y húmedo –comenzó.
Zarid se rio, aunque resultó un leve gorgoreo.
–Como el de Ecuador –quiso intervenir.
–Sí, como aquel que visitamos en Ecuador.
–Y un iglú como el de Laponia –sugirió, recordando la noche que durmieron en una casa de hielo–. Para que no pasemos calor.
–Nada de calor.
–¿Y mar?... A ti te gusta.
–Habrá un mar revoltoso como el de Asturias.
–Bien… Y muchas palmeras –agregó él.
–Muchas, sí. También una sabana de elefantes.
–¿Te gustan los elefantes?
Leyre se encogió de hombros.
–Tengo una amiga a la que le encantan... y querré invitarla alguna vez –dijo.
–Entonces también habrá iguanas.
–Habrá iguanas –aceptó la joven.
Y de esa forma, sentados en la arena con las manos juntas, tratando de mantenerse despiertos, los despidió el sol. El gran monarca los abandonaba con incertidumbre; no sabría hasta el día siguiente si aquellos amigos llegaron a alcanzar la ciudad o se quedaron a sus puertas, soñando.

"Familia y/o trabajo"

Juan Carlos Pardo.


Qué bonitas son las bodas, acto que representa la unión y el comienzo de un nuevo proyecto de vida. El caso es que por cada cuatro enlaces, se producen tres divorcios. Y eso no es todo: según “Análisis Digital” el número de divorcios en nuestro país aumentó en 110.651 casos en 2011, cifra que supone un 0,3% más que el año pasado. Si un hombre y una mujer deciden comprometerse, ante Dios y la sociedad, para formar una familia, ¿por qué al poco tiempo deciden cambiar de opinión?

Cada uno puede hacer con su vida lo que le plazca, pues <<estamos condenados a ser libres>>, como decía Jean-Paul Sartre. Pero por muchas vueltas que le di a la noticia, ese día no andaba muy perspicaz, así que decidí dejar de pensar (no quería hacerlo en exceso, como mi amigo Sartre) y darme un paseo por los alrededores del rio Turia. Caminé largo rato sin cumplir mi objetivo, pues continué reflexionando. Al rato me senté en un banco sin más cortejo que el de mi botella de agua. A mi izquierda había un periódico qué algún despistado debió olvidar. Al brillar el entretenimiento por su ausencia y al ser un amante de la prensa, decidí cogerlo y hojearlo: <<Las mujeres ocupan un 24% de los cargos directivos>>, decía, <<lo que supone tres puntos más respecto al año pasado>>.


Es cierto, las mujeres cada vez son más independientes, más dueñas de su vida, dato que me alegra. Sin embargo, ¿en qué lugar queda la familia? Como comentaba, el número de rupturas matrimoniales va en aumento; del descenso de la natalidad no quiero ni hablar. En conclusión: para triunfar en lo profesional, hombres y mujeres renuncian a lo personal.


Nuestra sociedad se ha construido gracias a la familia. Por tanto, es una enorme injusticia vernos entre la espada y la pared, entre un proyecto de vida familiar y el desarrollo de una profesión.


Con estas líneas -que a algunos les habrá hecho reflexionar, a otros les habrá molestado (nada más lejos de mi intención) e incluso serán contados los que no hayan entendido mi argumento-, no pretendo criticar que la mujer trabaje y aspire a metas altas, sino que a muchas mujeres que desean un atractivo desarrollo profesional se les obliga a escoger entre familia o trabajo, cuando por salud y futuro debería ser familia y trabajo. Aquí jugamos un papel fundamental los hombres, que casi siempre nos hemos entregado al mundo laboral dejando en segundo plano el familiar. Y es que no es una cuestión de hombres o mujeres, sino de personas. Al igual que ellas tienen todo el derecho del mundo a la hora de crecer en el ámbito profesional, nosotros deberíamos esforzarnos por comprometernos más en el familiar, para equilibrar la balanza y que la familia, como soporte de la sociedad y clave de la felicidad, no desaparezca.
 

"El corazón que aguarda"

Suyay Chiappino.



Los olores a primera hora de la mañana eran más fuertes. Lo había notado cuando salía a correr, bien de madrugada, al parque que quedaba justo detrás de su casa. También se había dado cuenta de que el agua salía con mayor presión del caño de la fuente que había en medio de la plaza.
Avistar esos pequeños detalles le despertaba un inusitado placer, como si tuviera la oportunidad de disfrutar de las secretas maravillas de la vida. A veces se le instalaba en el pecho un inesperado anhelo de compartir esos gustos con alguien, y permanecía su afán cosido al esternón, ejerciendo una presión por momentos inaguantable. Se preguntaba entonces por qué ansiaba de aquella manera compartir sus descubrimientos, mostrarle a esa persona desconocida el mundo que se le presentaba a cada instante. Sin embargo, la mayor parte del tiempo estaba sola.

Vivía en un país extranjero, hablaba en una lengua distinta, saboreaba comidas diferentes a las que su paladar estaba habituado en otro tiempo... El pasado le parecía demasiado lejano y trataba de forjar una rutina que variaba constantemente, como si la vida que llevaba fuese tan inestable como sus planes de futuro: nunca sabía lo que le depararía el mañana. Así son los años de estudiante, la juventud indomable. La incertidumbre se acomodaba en las sombras de los edificios, de las puertas entreabiertas, de todos los objetos que la rodeaban.


Desde el sofá del estudio en el que vivía, contempló el cielo cubierto, surcado por delgadas franjas azules y los tejados de la ciudad. Le gustaba comer en aquel rincón y dejar vagar la mirada entre las antenas, las tejas, la chapa, las ventanas, los balcones, las cúpulas, las nubes, el humo… También en esos momentos echaba de menos no poder coger una mano y sentirse acompañada. Se le instalaba un vacío en la boca del estomago similar al de la butaca contigua, en el cine, cuando iba sola a ver una película.


Desde esa misma ventana había visto una tarde llover mientras refulgía el sol. Las gotas pegadas al cristal reflejaron los rayos de luz, convirtiendo aquella vista conocida en un escenario inigualable. Aquella tarde sintió una emoción junto a un grito desesperado a ese compañero invisible, pero el grito, que le había rasgado la garganta, murió en su boca tras la trinchera de los dientes. ¿Para qué dejar escapar aquel llamado estridente si se iba a convertir en un vano y triste sonido? El silencio fue la única respuesta.


Trataba de olvidar el silencio frío con música latina. Le gustaba echarse a bailar, para que su cuerpo caldeara el frío del estudio. Solía acabar riéndose de aquel panorama. Entonces, le asaltaba el deseo de que una carcajada ajena compitiera con la suya por ser la más fuerte.


Cocinaba platos para uno e imaginaba el día en el que tendría que contar con un par de cubiertos más. Se acurrucaba en el medio de la cama y dormía con dos almohadas.


Las palabras que no decía, se las callaba para que los rítmicos latidos de su corazón sangrante las trituraran. Luego, al despertar cada mañana y sentir los olores fuertes del parque al ir a correr, al escuchar el ruido de la fuente, al sentir la lluvia mojándole el pelo, sonreía llena con esperanza. Quizás, detrás de alguna esquina, descubriría a aquel que tanto necesitaba.
 

"El corazón que aguarda"

Suyay Chiappino.


Los olores a primera hora de la mañana eran más fuertes. Lo había notado cuando salía a correr, bien de madrugada, al parque que quedaba justo detrás de su casa. También se había dado cuenta de que el agua salía con mayor presión del caño de la fuente que había en medio de la plaza.
Avistar esos pequeños detalles le despertaba un inusitado placer, como si tuviera la oportunidad de disfrutar de las secretas maravillas de la vida. A veces se le instalaba en el pecho un inesperado anhelo de compartir esos gustos con alguien, y permanecía su afán cosido al esternón, ejerciendo una presión por momentos inaguantable. Se preguntaba entonces por qué ansiaba de aquella manera compartir sus descubrimientos, mostrarle a esa persona desconocida el mundo que se le presentaba a cada instante. Sin embargo, la mayor parte del tiempo estaba sola.

Vivía en un país extranjero, hablaba en una lengua distinta, saboreaba comidas diferentes a las que su paladar estaba habituado en otro tiempo... El pasado le parecía demasiado lejano y trataba de forjar una rutina que variaba constantemente, como si la vida que llevaba fuese tan inestable como sus planes de futuro: nunca sabía lo que le depararía el mañana. Así son los años de estudiante, la juventud indomable. La incertidumbre se acomodaba en las sombras de los edificios, de las puertas entreabiertas, de todos los objetos que la rodeaban.


Desde el sofá del estudio en el que vivía, contempló el cielo cubierto, surcado por delgadas franjas azules y los tejados de la ciudad. Le gustaba comer en aquel rincón y dejar vagar la mirada entre las antenas, las tejas, la chapa, las ventanas, los balcones, las cúpulas, las nubes, el humo… También en esos momentos echaba de menos no poder coger una mano y sentirse acompañada. Se le instalaba un vacío en la boca del estomago similar al de la butaca contigua, en el cine, cuando iba sola a ver una película.


Desde esa misma ventana había visto una tarde llover mientras refulgía el sol. Las gotas pegadas al cristal reflejaron los rayos de luz, convirtiendo aquella vista conocida en un escenario inigualable. Aquella tarde sintió una emoción junto a un grito desesperado a ese compañero invisible, pero el grito, que le había rasgado la garganta, murió en su boca tras la trinchera de los dientes. ¿Para qué dejar escapar aquel llamado estridente si se iba a convertir en un vano y triste sonido? El silencio fue la única respuesta.


Trataba de olvidar el silencio frío con música latina. Le gustaba echarse a bailar, para que su cuerpo caldeara el frío del estudio. Solía acabar riéndose de aquel panorama. Entonces, le asaltaba el deseo de que una carcajada ajena compitiera con la suya por ser la más fuerte.


Cocinaba platos para uno e imaginaba el día en el que tendría que contar con un par de cubiertos más. Se acurrucaba en el medio de la cama y dormía con dos almohadas.


Las palabras que no decía, se las callaba para que los rítmicos latidos de su corazón sangrante las trituraran. Luego, al despertar cada mañana y sentir los olores fuertes del parque al ir a correr, al escuchar el ruido de la fuente, al sentir la lluvia mojándole el pelo, sonreía llena con esperanza. Quizás, detrás de alguna esquina, descubriría a aquel que tanto necesitaba