"Un cuento sin final feliz"

María Ariquistain.


Para la niña, aquello era como una aventura. Cada tarde, a la misma hora, se asomaba a la verja de la casa y observaba en el interior. Rodeaba el edificio un jardín atestado de flores que parecía hecho expresamente para ellos.

¡Parecían tan felices! La pequeña les observaba, curiosa, todo el tiempo que pasaban en el jardín: ella era joven. Él parecía un hombre prudente y satisfecho: emanaba seguridad en sí mismo. Y ambos estaban hechos el uno para el otro, Veían pasar el tiempo riendo y charlando. De vez en cuando la veían, asomada a la verja, y le dedicaban una sonrisa. La niña se la devolvía con ojos brillantes.

Un día, la joven observadora se quedó más tiempo del acostumbrado, porque ellos no salieron al jardín. Comenzaba a anochecer cuando les oyó discutir. Sus siluetas se recortaban contra la ventana del salón. Él hablaba a viva voz y ella sollozaba. Al final, él salió por una puerta y la dejó sola.
 
Las discusiones nocturnas continuaban. La pequeña no se perdía una sola, porque las sentía como algo propio, aunque apenas supiera lo que estaba ocurriendo. Acudía cada tarde a su cita, a pesar de que ellos ya nunca venían. A veces estaba la mujer, sola. Miraba a la niña y después apoyaba una mano en su vientre, que parecía abultado. Eran visibles lossurcos de las lágrimas en sus mejillas.

A la pequeña, él le parecía más malvado cada día. ¿Cómo podía permitir que ella se sintiera tan triste? ¿Por qué no iba a consolarla? Estaba claro que la quería mucho. Pero la niña no podía entender nada de aquello, porque sólo juzgaba por lo que veía, y veía que ella estaba sola y desamparada, siempre con una mano en el vientre y los ojos clavados en la pequeña espía.

Algunos días, veía más siluetas en el salón. Se acercaban a la mujer y le decían cosas. Sin embargo, ella siempre les rechazaba. A veces parecía que escuchaba interesada, pero en un momento u otro siempre sucumbía al llanto.
 
Una noche, la niña oyó algo extraño. Parecía que él había dejado de hablar; pero aguzando los oídos, se dio cuenta de que simplemente había dejado de gritar. Le estaba diciendo algo a media voz a ella. Y ella seguía inmóvil, como cada vez que peleaba con él. De pronto, abriendo los brazos la instó para que fuera a resguardarse en ellos. Ella lo hizo, mientras sus hombros se sacudían a causa de los sollozos. Ambos se quedaron así un buen rato, en silencio.
 
La niña estaba muy contenta, porque volvían a quererse y regresarían al jardín en poco tiempo. Estaba segura. Si otra vez se amaban, todo volvería a ser como antes.

Durante unos días, nadie acudió a saciar la curiosidad de la pequeña. Pero un atardecer aparecieron los dos. Estaban juntos. Él parecía aliviado, de nuevo sereno. Y ella... No hubiera sabido qué decir de ella.
Su vientre estaba plano y, sin embargo, no era su cuerpo lo que había cambiado: eran su rostro, sus ojos, los que más acusaban aquella diferencia con el pasado. Parecían presos de una tristeza infinita. Ella miró a la niña con expresión ausente y en sus ojos brillaron, solitarias, dos lágrimas.

La pequeña la observó un segundo, y desapareció tras la verja. No podía comprender aquello, pero notaba en el aire que faltaba algo.
 

"El tiempo se congeló en un instante"

Desirée Arocas.


Su vida transcurría como dentro de una película italiana en blanco y negro. Cada mañana despertaba envuelta en el olor de perfumes embriagadores y se cubría con elegantes vestidos y pieles. Era una vida era perfecta en la que destacaba entre todas las mujeres del barrio por su belleza, por más que su principal virtud residiera en el amor que sentía hacia su único hijo, Paolo.

Paolo nació fruto de un amor propia de las mejores historias románticas que había leído su madre. Desde la infancia, fue un niño amado que ocupaba cada segundo de la vida de su progenitora.


Hasta que un día el tiempo se congeló.
 

Paolo sufrió un accidente: un coche que iba a más velocidad de la permitida en una zona escolar, lo atropelló. Pronto las sirenas llenaron aquel espacio de la ciudad. Paolo estaba en coma, sin esperanza de que le quedase mucho tiempo.
 

Su madre se derrumbó. Ya no sentía que era necesaria en el mundo porque su único hijo estaba a punto de morir.

Estaba sola en una sala del hospital, cuando una mano le rozó el hombro. Era una mujer mayor que se encargaba de buscar órganos para realizar trasplantes. Paolo podía seguir llenando de vida el mundo.
Aquellas palabras le hicieron entender que el corazón, los pulmones, el bazo, los ojos y los riñones de su hijo podrían ser útiles en el cuerpo de otros pacientes. <<Podrás sentir, cada vez que pienses en las personas que Paolo ha ayudado, que no has perdido a tu hijo del todo>>.
 

"Inmune"

Elena Echániz.



Los cálculos y las palabras caían continuamente sobre el papel, garabateados uniformemente. El sudor le resbalaba por la frente. Alberto era consciente de que lo estaba consiguiendo. En el laboratorio, totalmente desordenado, destacaba un viejo microscopio. Junto a la máquina de aumentos había un una caja de cristal que contenía un insecto que luchaba por sobrevivir.

Encima de la mesa había un bote con soja junto a un aerosol de insecticida. Rubik, su querido gato pardo, ronroneaba entre sus piernas. La ventana abierta, además de dejar paso a la brillante luz del sol, permitía ventilar la estancia.


Alberto dejó de escribir. Con una jeringuilla muy fina y gran concentración se preparó para pinchar al insecto y extraerle una pequeña cantidad de hemolinfa para analizarla. Aunque el bicho no se movía, el pulso le temblaba y las gafas se le resbalaban hasta la punta de la nariz. En cuanto consiguió penetrar la aguja bajo el caparazón del invertebrado y sacarle el fluido, puso una diminuta gota de aquel líquido entre dos portas. Movió la rosca del microscopio y se dispuso a observarla, no sin antes colocarse de nuevo las gafas con un eficaz movimiento de su dedo meñique.


Un latigazo de júbilo y emoción recorrió cada célula de su cuerpo. ¡Lo había conseguido! Aquel era el primer insecto inmune a todos los insecticidas: podría acabar con toda una plantación. Incluso con toda una cosecha.


No cabía en sí de gozo. Ilusionado se dirigió a la puerta para llamar a sus colegas, pero le detuvo un maullido rabioso: pisando la cola de Rubik.


─¡Lo siento! -le dijo al gato-. Ahora mismo vuelvo.
 

Rubik tiraba con fuerza para liberarse de la suela de su distraido dueño. Cuando Alberto levantó el zapato, el gato salió disparado hacia atrás y chocó contra la mesa en la que se encontraban todos los apuntes y recipientes de cristal. La caja que contenía al insecto cayó al suelo y se rompió. El bicho, al sentirse libre agitó las alas, echó a volar hacia la ventana, salió al vacío y desapareció entre los árboles.

Alberto vaciló. Había hojas de papel esparcidas por el suelo «¡Mis apuntes!», pensó. Enseguida descubrió, con horror, que su diminuto “conejillo de indias” había desaparecido. Justo detrás del viejo microscopio, ahora roto sobre el suelo, pudo ver cómo su gato se balanceaba con un corte en el estómago que sangraba abundantemente. Lo cogió en brazos y lo puso sobre la mesa. Mientras le quitaba los cristales que tenía incrustados en la herida con ayuda de unas pinzas, no dejaba de pensar en las consecuencias de la huída de aquel insecto modificado. Era un arma letal contra la agricultura. Alzó la cabeza, pensativo, a la vez que preocupado y se dijo: «¿Y ahora, qué?».


"Dieciocho"

Teresa Reinoso.



-¿Te imaginas…?

-¿El qué?


-¿Que de mayores hiciéramos algo tan importante que pasáramos a la Historia?


-¿Te refieres a ser como Napoleón o madame Curie y qué los niños nos estudiaran en el cole?


-¡Efectivamente! Date cuenta de que pasar a la Historia es como no morir nunca... Por mucho tiempo que pase, siempre estarás en el pensamiento de alguien.


-¿Y qué podríamos hacer para pasar a la Historia?


-No lo sé… Tal vez descubrir y viajar a un planeta; o conquistar un país…


-O hallar una medicina que salve a mucha gente; o una nueva forma de ver el mundo…


-Eso es… Algo grande, muy grande…


Estaban tumbadas en la hierba mientras perdían la mirada en el techo azul del cielo. La hierba les hacía cosquillas y unas hormigas se entretenían con el recorrido de los dedos de sus pies. La brisa les acariciaba la nariz y les desordenaba el pelo.


A medida que el sol terminaba de describir su diurno recorrido, soñaban imposibles quimeras. Los exámenes estaban a la vuelta de la esquina y el verano se les presentaba como un cuaderno a estrenar, en el que con sus dieciocho años escribirían unas vacaciones inolvidables.
Laura y Merche eran amigas desde siempre. Compartían innumerables trastadas, sueños, éxitos y fracasos, pequeñas peleas y reconciliaciones definitivas. No podían imaginarse la una sin la otra y, sin embargo, la vida llamaba a su puerta para empujarles desde la suave protección de la adolescencia a la intemperie de la vida adulta.


Sin embargo, en ese momento disfrutaban de aquellos instantes en los que el mundo parecía detenerse para escuchar la conversación que mantenían.


-Laura, ¿qué crees que será de nosotras?


-¿Te refieres a cuando seamos mayores?


-Sí.


A Merche le encantaban las historias que inventaba Laura, en las que convertía a ambas en heroínas, políticos, médicos o, simplemente, ejemplares madres de familia.


-Te casarás con Paco y tendréis muchos hijos. Él sacará con nota su ingeniería y trabajará para la NASA. Tú crearás una empresa de moda que revolucionará el mercado textil y marcarás las tendencias del futuro. Viviréis en una preciosa mansión en Versalles y os invitarán a bailes te recordarán a los de “Orgullo y Prejuicio”…


Merche reía divertida. No le disgustaba la idea de casarse con Paco y tener muchos niños con él, pero no se creía capaz de diseñar nada que mereciese la pena.


-Y tú, ¿que harás?


-Me haré arqueóloga y viajaré por el mundo para sumergirme en los secretos de civilizaciones desaparecidas. Resolveré encriptados códigos y deslumbraré a la Ciencia con mis descubrimientos.


-No has includio a Andrés en tus planes.


Laura se sonrojó.


-Andrés, claro... Debo buscarle un hueco en mi vida… ¡Ya está! Será el encargado de llevar mis maletas por los aeropuertos.


En el ocaso del día y en el cenit de su amistad, sus carcajadas parecieron volar hacia el espacio.


"Muchachito de costumbres"

Nuria Martínez Labuiga.


De entre todas las especias, escogió la pimienta negra. El tarro de cristal se encontraba en la estantería más alta y, al intentar alcanzarlo, cayó al suelo. Junto a los cristales rotos las semillas se esparcieron por toda la cocina. Fue a tomar la escoba y el recogedor cuando le alertó un llanto. Se trataba de su hermano pequeño, que se había despertado con aquel estrépito.
Se acercó para calmarlo, pero no fue capaz. Abrió de par en par el ventanal y los visillos comenzaron a ondear suavemente. Acercó la cuna a la corriente de aire, pero el bebé continuó su rabieta. Entonces el teléfono comenzó a sonar. Dio a su hermanito un beso en la mejilla y acudió a cogerlo.
- Sí, mamá... No, aun no he limpiado los baños... ¿Eugenio? No, no está llorando... Te habrás equivocado con la radio,que la tengo puesta... Vale, mami. Hasta luego.
Colgó y se acercó al niño. Lo tomó en brazos para mirarlo y remirarlo.
-¿Qué te pasa?
Aquel plañido agudo le taladraba las sienes. Con mucho cuidado lo tumbó de nuevo y le acarició la coronilla mientras entonaba una nana y balanceaba dulcemente el moisés. Antes de terminar la canción, percibió un olor a quemado.
-¡La bechamel!
Se apresuró a retirar el cazo del fuego y a punto estuvo de resbalar con la pimienta. Apagó el gas y se puso a barrer, maldiciendo los desesperantes gritos del bebé hasta que, de pronto, se hizo el silencio. Miró hacia el salón: ni un sollozo, ni un hipido; nada. Se acercó hasta la cuna sin hacer ruido. El viento había llevado hasta ella el vuelo de los visillos, que el niño amarraba fuertemente con sus pequeños dedos, del mismo modo que acostumbraba a hacerlo con la peluda toquilla del invierno.
Hacía calor, tanto que la gente no salía de sus casas. Pero aquel pequeño ya era un muchachito de costumbres.

"Como dos gotas de agua"

Rosa García Macías.



Llover no es sólo que caiga agua de las nubes, que todo se inunde de gotas y haya que equiparse con botas de goma, una cazadora, un paraguas y un arco iris en el bolsillo.

Llover no es sólo que haya que resguardarse bajo el alero de un tejado, o que el día esté tan gris que amenace una explosión de oscuridad sin estrellas.
 

Llover no es sólo que huela a húmedo, como a perfume, y la piel se nos ponga de gallina, ni tampoco es sólo una canción deprimente de un grupo que ya no se escucha.
Llover es estar calado hasta el alma, anhelando una hoguera. Es tener un ojo blanco y el otro negro, comer sin apetito y dormir, dormir, dormir...

Llover es sentir ganas de llorar, acurrucarse bajo una manta y desear ver alguna película de esas que inyectan azúcar hasta en las amígdalas, retener alguna frase de esas que se apuntan en una libreta.


Llover es ser lluvia y caer despacio sobre las ventanas. Ser una gota que corre detrás de otra gota.


Llover es estar sin mí. Llover es estar sin ti.

"De Madrid al cielo pasando por Barcelona"

Cristina Orts.



La gaviota entró en la ciudad desde el mar, con las primeras luces de la mañana. Ante ella se erguían las cuatro torres de la Sagrada Familia, desafiando las alturas desde el corazón de Barcelona. En el interior de la urbe, aunque el ave no fuese consciente, podía perderse en su inmensidad luminosa. Y es que Barcelona suena a gaviotas que, como esta, surcan el aire.
Barcelona es una música en catalán, hablado por niños y abuelos en las faldas del Tibidabo.
A medida que deshizo su vuelo en mil acrobacias, el día se fue desarrollando bajo sus alas.
El paseo por Las Ramblas, con su aire pintoresco y festivo que convierte la acera en un carnaval; los dulces en La Boquería, aunque no se caracterice por sus baratos precios; el puerto Olímpico alanceado de mástiles y con sus velas blancas desplegadas al viento del Mediterráneo; las carreras en bici por el parque Güell, en donde los niños juegan al escondite con los lagartos de piedra y otros animales de vivos colores que parecen sacados de un libro de cuentos.
Barcelona obliga a un éxtasis ante la fachada de la casa Batlló, misteriosa y fantasmal; disfrutar con el juego de luces de las fuentes de Montjuïc -mágicas, según dicen-; rendirse al silencio sacro que domina La Mercè; a relajar la vista ante los atardeceres que coronan en cada ocaso La Barceloneta.
La ciudad obliga a buscar un extravagante rincón por el barrio Gótico; a contemplar a los fieles cuando se dirigen a la Esglèsia de Santa María del Mar; sortear las altas palmeras dispuestas a lo largo de la Avenida de la Diagonal, que divide la ciudad en dos mitades; competir por ver quién aguanta más tiempo mirando al famoso Colón, que señala la lejana América con su índice; mezclarse con la marea humana que recorre el Passeig de Gracia y embeberse de los escaparates de las tiendas.
La tarde declina y unos jóvenes la aprovechan para tomar un helado en Plaza Cataluña, en donde los <skaters> se retan en ágiles maniobras mientras suena de fondo, casi en susurros, el tímido murmullo del agua de las fuentes.
Y cuando parece que ya no le queda más por ver, la Torre Agbar se prende en azules y rojos sobre la noche.
Entre el aire húmedo del mar y bajo la bóveda cuajada de estrellas, la gaviota decide volver, abandonar la urbe donde todos se despiden con un “que vagi tot molt be”. Busca un resquicio donde pasar la noche, tal vez entre las montañas, pero no puede resistirse y surca el Arc de Triomf, como si fuese un general que regresa victorioso de una campaña militar.
Atrás queda la ciudad de Gaudí, Picasso y Miró; y una sensación extraña, mezcla de anhelo y melancolía. Y es que dicen que: “De Madrid al cielo...”, pero el ave agrega “... pasando por Barcelona”.