"El poder de la Ley"

Javi Taylor.




<<No quiero la muerte del malvado –dice el Señor- sino que cambie de conducta y viva>>. Ez.33-11.
La niebla cubría aquella fría mañana primaveral. El suelo, las ventanas y las paredes del pasillo por el que avanzábamos se encontraban pintados por una fina capa de humedad, y el vaho salía de mi boca formando pequeñas nubecitas que se diluían en la atmósfera. La Milla Verde irradiaba un frío mortal y oprimente.
Pronto, sin embargo, dejaría de sentir frío, calor. Tampoco dolor alguno. Quizás fuese mejor así. Alguien tenía que morir para conservar la seguridad de la nación.
El chirrido de la llave al girar en la cerradura me pilló por sorpresa. Habíamos llegado.
Entramos. Mientras me sentaban en la silla, un señor enchaquetado y de prominente constitución leía la redacción de mis crímenes a un público inexistente. Nadie había venido a acompañarme.
¿Por qué les iba a interesar ver morir a un pobre miserable como yo?
-El individuo John Davidson será ejecutado hoy, a las 09:15 del día cuatro de marzo de 1918, por orden de las autoridades competentes del estado de Texas, por el asesinato de Shara O´Donell y Henry Thompson, y por el ataque a un policía, el dos de octubre de 1917.
Aquel recordatorio inundó mi cabeza, pero esta vez no grité ni llore. Ya no me quedaban lágrimas que derramar.
La noche del dos de octubre nunca se borrará de memoria, ni en esta vida ni en la venidera.
***
La taberna irlandesa siempre se hallaba en bullicio a aquellas horas, así que no había podido conciliar el sueño cuando escuché las dos detonaciones. Me asomé a la ventana, pero no percibí señal alguna de vida. Deduje que la gente, por prudencia o simple indiferencia, tardaría un rato en asomarse.
Por aquel entonces era joven e impetuoso: me vestí a toda prisa y salí a la calle. Corrí hacia la dirección en la que se oyeron los disparos y acabé en una sucia callejuela sin salida. La farola estaba rota, por lo que apenas vi nada. Fue entonces cuando los encontré. Eran dos cadáveres que parecían corresponder a unos jóvenes recién casados. A su alrededor se había formado un amplio charco de sangre.
Pisé algo duro que patinó en el suelo, haciéndome caer de espaldas. Me levanté asustado y con la ropa manchada, para recoger el objeto que me había hecho tropezar. Era un revólver.
Un pitido me sacó del ensimismamiento.
-¡Ponga las manos en alto ahí!
El policía venía a mi encuentro.
Yo, con el revólver en la mano, me sumí en un profundo estado de shock.
-Queda usted dete...
Con los nervios crispados, sin medir lo que hacía, acababa de disparar contra el agente, al que herí en un muslo. Intenté huir, pero de pronto la policía me acorraló. Acabé entre rejas.
El juicio fue rápido. Todas las pruebas apuntaban hacia mí y nada hacía suponer lo contrario.
En diciembre me condujeron a la Milla Verde, en donde esperé el veredicto de mi condena.

***
Los guardias me ataron las muñecas a la silla, haciéndome volver a la realidad.
-La ejecución se llevará a cabo en la silla eléctrica. ¿Quiere el señor Davidson pronunciar unas últimas palabras? En ese caso, creo que podríamos empezar.
¿Qué podía decir? Era el ajusticiado. Ajusticiado por la Ley. ¿Quién podría oponerse a la Ley? Quizá fuese cierto. Quizá fui yo. Entonces, ¿por qué no iban a ejecutarme? Tal vez todo fue una historia que inventé para calmar mi conciencia. Si fuese cierta, habrían encontrado pruebas que demostraran mi inocencia. Sí, alguien me habría visto salir de casa o entrar en el callejón. Me parecía algo tan lejano...
Tanto si lo hice como si no, la escena pertenecía al pasado. Yo era inocente.
Noté el frío de la esponja mojada sobre mi cabeza. Se acercaba el momento. Apreté los puños y cerré los ojos.
-¡Accione la palanca sargento!
Y el sargento cumplió la orden.

"Silencio"

Almudena Molina.



Apaguemos la televisión por un momento, dejemos el teléfono móvil en la habitación y cerremos sesión en el ordenador. Entonces, sólo entonces, podremos mirar nuestro alrededor y escuchar el silencio. El silencio nos grita, pero hasta que no desconectemos toda la tecnología no lo escucharemos.
El silencio nos habla, nos mira desde la armonía que poseen los muebles del salón, desde una sonrisa, desde una poesía. Quiere enseñarnos a pensar y a soñar, quiere que seamos silencio por un momento para que podamos oír la música de la naturaleza. Quiere quitarnos las escamas que llevamos sobre nuestros ojos para que podamos ver de verdad, sin manchas y sin borrones, sin que la imagen esté difuminada.
El silencio nos llama, me llama y te llama. Pero nosotros nos empeñamos en no oírle, ahogamos sus gritos con Internet, pero llegará un día en que no podremos escapar de él. Nos alcanzará y, entonces, nos daremos cuenta que no era un enemigo sino el mejor de los amigos.
¿Sabremos acogerle o encenderemos la televisión, haciendo oídos sordos a su llamada?

"¿Un extraterrestre?"

Blanca Rodríguez G-Guillamón.


Primero fueron unas antenas verdes. Se mecían hacia delante y hacia atrás, a contracorriente y a favor del viento, electrificándose cada vez que rozaba con algún objeto. Luego fueron unos ojos grandes, una decena, para ser exactos, que se agrupaban sobre una masa viscosa que parecía que fuera a explotar.
Pisé el freno del coche bruscamente. Inconsciente. Olvidando los retrovisores. Por suerte, solo me seguía una bicicleta que me esquivó a tiempo. La adrenalina se descargaba en mis venas, como las palabras de mi hermano lo hacían en mi mente: <<Estás loca. Estás enferma. Visita un psicólogo o mando que te encierren en el psiquiátrico>>.
En un psiquiátrico, escuela de gritos, desvarío y maltrato. Esa era mi idea del único centro mental de la ciudad. Pobretón, construido en una finca abandonada, lejos de todo.
Me asomé por la ventanilla del vehículo, con los pies sobre los pedales para arrancar rápido si hacía falta, porque había visto un ser extraño. ¿Un extraterrestre?... Podía ser. ¿Qué científico había probado que no existía vida más allá de nuestro planeta? Ninguno. Absolutamente ninguno. Y la ciencia ficción se había adelantado. Existían cientos, miles de películas y novelas sobre personitas que no son personas, que son verdes, naranjas o blancos, con ojos grandes o pequeños y numerosos, y viscosos, llenos de brazos, con voces estridentes, armas extrañas... Y todas las historias comenzaban igual. Siempre había un coche y un bicho raro. Y aquí estaba yo, la protagonista. Solo faltaba una música mística de fondo.
Vislumbré el pequeño calambre de las antenas al rozar la farola, y luego un contenedor de basura, y luego la farola y de nuevo la basura. Grité, nerviosa, me empujé contra el asiento y clavé las uñas en el volante.
Un extraterrestre.
No me acordé del móvil, ni de arrancar si quiera. La curiosidad me había paralizado e ignoraba los pitidos de los automóviles que me pasaban.
–No estoy loca. No estoy loca –me repetí con los ojos cerrados–. Hay un ser de otro planeta en mi calle, pero no estoy loca.
Abrí la puerta del coche después de vencer al miedo y me bajé con las piernas temblorosas. Tal vez el bicho solo quisiera hablar, contactar con la vida humana. ¿No era eso lo que querían todos los extraterrestres de la ficción?... Me convencí, me lo repetí mientras me acercaba. Solo veía las chispas de las antenas, suficiente para dar la vuelta y llamar a la policía.
Un paso, dos, tres... No podía creerlo. Iba a conocer a un extraterrestre. Y me haría famosa, aún si el ser desconocido me desintegraba allí mismo. Sería la heroína del siglo XXI, la primera persona en contactar con una especie viva de otro planeta. ¿Y cómo hablaría? ¿Conocería nuestro lenguaje y nuestro idioma, o solo el inglés? ¿Y si se expresaba en códigos? Yo no sé morse, ni marciano, ni mercuriano, ni galaxiano... ni nada de nada; solo español.
Me entró el pánico. Podría matarme. ¿Y si era violento? ¿Y si no quería nuevos amigos? Me detuve a pocos pasos, pero ya había imaginado demasiado como para volverme atrás.
Levanté los brazos para aclararle que venía en son de paz, y recorrí el último tramo hasta la masa informe que se estremecía por el viento. Comencé mi discurso de buena voluntad. Estaba nerviosa porque mis palabras se grabarían en la Historia; debía esmerarme por resultar convincente.
Escuché unas risas. Unas risas acompañadas de palmadas. ¿El bicho se reía? ¿Me entendía acaso? Lo miré asustada, pero descubrí a una anciana en el soportal de enfrente, vestida de harapos y rodeada de cartones. Sus dientes ennegrecidos me saludaban con estupidez.
–Venga, niñita, venga aquí. Tome hueco a mi lado –me dijo, cuando pudo contener la risa.
Apreté las llaves del coche contra mi pecho y la miré a ella, y luego al extraterrestre. Se reía porque no entendía que aquella hazaña se anunciaría al día siguiente en los periódicos del mundo entero.
–Estoy dialogando, ¿no lo ve? –le espeté con rudeza–. Este respetable ser ha venido a la Tierra a contactar con los humanos, y me ha elegido a mí. Soy su intérprete. No puedo sentarme con usted, muchas gracias.
La mujer, de nuevo, rompió a reír.
–¡Respetable ser, dice! –exclamó con sorna–. ¿Y qué soy yo, entonces? ¿La reina del universo?...
La miré alarmada. Seguramente estaba loca. Por eso se rodeaba de deshechos y lucía tan desaliñada. Alcé la barbilla con dignidad y me volví hacia el extraterrestre, para disculparme. Sin embargo, las carcajadas de la vieja me distrajeron de nuevo.
–Hijita, no haga eso. No se haga eso, por Dios, que vendrá la policía y la llevará a la cárcel, o a un centro de locos o váyase a saber –dijo, haciéndome un gesto para que la acompañase a su lado–. Confíe en mí, que eso que ve no es un marciano, o lo que quiera usted que sea, sino una bolsa de basura arañada por cristales, en la que un niño metió su Scalextric. Pero yo puedo ser la reina del universo, si prefiere, y podemos hablar toda la tarde hasta que se harte.
La contemplé sin pestañear.
-No siga ahí de pie –añadió-, que pensarán que estás loca y vendrán a buscarla.

"Tardes con Tita"

 Lourdes García Trigo.


-Cuéntame cosas, Tita, cuéntame.
Tita se sonríe. No necesita que le dé cuerda. Casi cien años hace ya que acumula historias y las palabras, como guardadas a presión, pugnan por salir a la menor oportunidad. Cruza las manos sobre el regazo y echa la cabeza hacia atrás.
Elia
Me cuenta Tita que él estaba tan enamorado que no escuchó los consejos de la suegra y se terminó casando con ella. Mire usted, le avisaba, que mi hija acaba de salir del colegio, es muy niña. Si se esperara unos añitos...
Un día -me dice- le regalaron a la familia un pavo. Antes esas cosas se llevaban vivas y ya en la cocina se mataban y se arreglaban. ¡Cómo la liarían! Cuando llegó el marido se encontró a la mujer y a la criada sentadas en la cama, con el pavo bajo el colchón, a ver si lo ahogaban.
¡El pobre estaba tan enamorado!... Cuando ella bajaba para comer, él le tocaba con los nudillos sobre la mesa, así, la marcha real.
Pero a la mayor, a Elia, no hacía más que repetirle que hiciera cosas, que aprendiera, que no fuera como la madre. Yo creo -Tita me mira expresiva- que se lo decía tanto porque pensaba: va a venir otro como yo, se enamorará de la niña, y ya se quedará para toda la vida con una mujer inútil.
Mira Lourdes, la niña hacía de todo. Tocaba el piano, estudiaba, leía, aprendió mil bordados, a tejer, encajes, la cocina... Estaba todo el día liada con cosas. Tanto es así que el padre se asustó y le terminó por decir:
-Hija, yo te dije que hicieses algo, ¡no que fueras una enciclopedia!

La Guerra y cartas desde Cádiz
Me cuenta Tita que conoció a Tito en la Guerra. A mi hermano -me dice- lo mataron. Tenía dieciocho años. Iba con mi tío y lo mataron también. Encerrada en casa, sin hacer nada, me iba a volver loca. Así que me fui de enfermera.
Tito estudiaba entonces Medicina. Había combatido como alférez pero lo hirieron y no pudo volver al frente. Faltaban tantos médicos que llamaron a los estudiantes y se unió a ellos. Allí la conoció.
Tita se ríe. Porque antes no era como ahora. Salían todas las enfermeras juntas y él se esperaba sólo para verla pasar. Así un día y otro y otro. Hasta que se lanzó a confesarse con una amiga. Deja a Conchita en un extremo del grupo, le dijo, que quiero hablarle. Y así empezaron a verse.
Cuando terminó la Guerra había tal cantidad de universitarios con los estudios a medias que hicieron cursos intensivos para que pudieran terminarlas. Tito regresó a Cádiz y no pudo salir ni en Navidad. Tita dice que le escribía cartas larguísimas. Y a mí, que no me gustaba escribir -confiesa- se me hacía un mundo contestarle. Que me escribas, me decía, que me escribas. Él me mandaba cartas de diez folios y yo en una carilla se lo había resumido todo -Tita ríe-. Después hizo la especialidad en Córdoba y eso fue mejor, porque de vez en cuando venía a verme. Pero lo de Cádiz fue horrible...
Qué suerte tenéis ahora -me dice-. Con el teléfono, los ordenadores esos... Y la facilidad para viajar que tenéis. Qué suerte.
La tía que era madre
El pobre -me contaba Tita- fue a casarse y necesitó la partida de bautismo. Y ya no tuvieron más remedio que contárselo. Que la mujer de la que tanto hablaban en su casa, la que murió tan jovencita, no era su tía sino su madre. Y que su madre era su tía.
Resultó que su padre se enamoró de su tía. Pero ella era muy jovencita y no quiso casarse. Y se casó con la hermana, que algo de ella llevaría. Pero el matrimonio les duró poco: la madre murió en el parto. Y entre la cuñada y la suegra criaron al bebé.
Pero él trabajaba para Ferrocarriles y lo trasladaron. Y habló con ella, que tenía que llevarse al niño con él. Ella lloró y suplicó. Había criado al niño casi desde su nacimiento, ¡era prácticamente su madre! Intentó la única salida: se casó con él.
Cuenta Tita que al final ella terminó enamorándose de él. Al menos -me dice- nacieron cinco niñas más.

Por qué me llamo Lourdes
Tenía un novio en el pueblo. En una fiesta el joven tiró un cohete, con tan mala suerte que le estalló en la mano. Antes no había penicilina -me dice Tita- y el pobre murió de la infección. Ella lo pasó tan mal que se encerró sin querer ver a ningún otro hombre. Es que antes las cosas eran diferentes.
Tener un novio era casi como estar casada. Que no tiene sentido, porque tendrás que conocerlo y ver si te gusta. Pero antes, como se te muriera el novio o te dejara, te quedabas para vestir santos.
Su padre la mandaba algunas temporadas a Madrid con unos tíos. Allí conoció a unas monjas que trataban con enfermos y las ayudaba. Estaban entonces empezando las peregrinaciones a Lourdes y llevaban allí a mucha gente para que se curara. Y ella fue varias veces con las monjas.
A la vuelta de uno de estos viajes -me cuenta Tita- mi padre estaba en la estación. Él era perito de ferrocarriles. Se enamoró de ella. El jefe de la estación le contó la historia. No lo intente usted, le decía, que no quiere ver a nadie más. Pero él fue a visitar a su padre. Costó convencer a la niña. No te digo que te cases con él, le decía éste, sólo que le hables.
A la primera niña que tuvieron la llamaron Lourdes. Y ésta a su hija, y así sucesivamente.


Las gasas y el silloncito

Los pañales no eran como ahora -me cuenta Tita-. Eso era una barbaridad. Se usaban unas gasas muy largas y muy finas. Claro, en cuanto uno se hacía pipí, teníamos la casa llena de orines. Se cambiaba la gasa, se metía en un cubo con lejía y se tendía. Se secaban rápido, pero te pasabas la tarde entera con la fregona.
Imagínate, ¡es que eran dos! Cuando fregábamos los orines de uno ya se había hecho pipí el otro. Me tuve que poner seria con ella y decirle que como el tercero viniera tan seguido no daríamos abasto.
Era un niño nerviosísimo -me dice-. Venía a mi casa por las tardes y estaba todo el tiempo de un lado para otro. Un día le compré un silloncito, de esos de niños. Muy mono, de madera, con sus bolitas en el respaldo. A ver si así consigo, pensé, que se quede un rato quieto.
Mira, cuando lo vio, lo primero que hizo fue darle la vuelta. ¡Lo usaba de carretilla! Casa arriba, casa abajo, como siempre pero con el sillón. Terminó gastando las bolitas.

Las aceitunas
No podía verlas. Tenía una manía horrible. Si se enteraba que las habías comido ni se acercaba. Tita dice que en su casa tenía que esconderlas. Porque a Tita le encantan las aceitunas. A su suegra también le gustaban mucho y cuando las aliñaba le regalaba algunos tarros que ella escondía con sumo cuidado.
Un día Tita se llevó a Blanquita a comer a su casa. Antes de que Tito llegara le dio una aceituna para que las probara. Y no le digas nada, le avisó.
Cuando Tito llegó para comer se acercó a besar a Blanquita. Y esta, muy niña, se retiró. No puedes, Tito. ¿Por qué?, le decía él, mosqueado. ¡No habrás comido aceitunas! La niña callaba, pero no podía permitir que Tito la besara, no sabiendo que él era tan inflexible con eso de las olivas.
Él, muy serio, la cogió de la mano y la llevó frente al Corazón de Jesús. Júrame, le dijo. Júrame que no has comido aceitunas. Y la niña se echó a llorar y confesó todo.
Tita dice que él después no le comentó nada. Su suegra, al enterarse, le decía: porque es mi hijo.
De él me lo creo. Mi marido me pilló un día comiendo aceitunas. Mira, Conchita, ¡cómo se pondría, que si nos escucha algún vecino, se piensa que me pilló en la cama con otro!

El invierno en el tren de Antequera


Mi abuela se casó tan joven simple y llanamente porque mi abuelo dijo que no soportaba otro invierno más yendo a Antequera en ese tren. Cuenta que cuando se hartaban de ir sentados, bajaban y caminaban al lado del tren. Tan lento iba.

Se conocieron en la fiesta de la vendimia. Me dice Tita que fue la primera vez que le dijeron no a mi abuelo. Nos pidió permiso a Tito y a mí para bailar con ella -me dice-. Mira, por nosotros no hay ningún problema, le dijo Tito, pero si la niña no quiere no la vamos a obligar. Y creo que eso a tu abuelo le tuvo que impactar.
Y ya empezaron a hablar después de verano. Es que en verano íbamos a bailar a un sitio que tenía unos pinos, muy bonito. Yendo para Estepona. Y tu abuelo nos volvió a pedir permiso para bailar con ella.
Mi abuelo, por lo que cuenta Tita, iba muchas veces a verla. Hasta que al fin, después de un año y medio de noviazgo, se plantó. O nos casamos o cortamos, dijo. Hace tal frío en el tren y es tan largo el viaje que no lo soporto.
Y mi abuela accedió.

"Pasillos de tinta"

Esther Castells.



Se llamaba Ruth Perkins y había trabajado como docente en el colegio de la localidad, impartiendo clases de Literatura. Al menos, eso era lo que ella recordaba.
La lluvia repiqueteaba contra las ventanas del comedor, una habitación pequeña y repleta de libros, luminosa en los días de sol.
De pequeña, Ruth creía que cuando llovía era Dios que lloraba. Si así fuera, aquel día debía estar muy triste a juzgar por la tormenta. Esbozó media sonrisa.
Se hallaba sentada en su butaca de cuero gastado. Allí se sentía a salvo. Era su isla particular desde donde divisaba a amigos y enemigos y tejía historias para después volcarlas en el papel. Pero desde hacía un tiempo no conseguía que cobraran vida.

Ruth había sufrido un cambio gradual.
Todo comenzó al dejarse encendido el fuego con la tetera; se fue a dormir sin acordarse de apagarlo. De no haber sido por Margaret, la vecina, hubiese muerto.
Peor fue la mañana que salió de compras. Cruzó la calle y caminó hasta el mercado. Allí no supo dónde estaba. Fue como si se hubiera desmayado por un puñetazo, o como si le hubieran suministrado una pócima del olvido, propia de los cuentos de su niñez. Una niebla de confusión lo invadió todo. El jardín, a su derecha, le resultaba familiar, así como los puestos de frutas y verduras que tenía frente a ella. Pero, ¿qué lugar era ése?... No lo consiguió recordar.
Terminó en el hospital, donde la atendió un médico de sonrisa amable que adoptó un tono serio al prepararse para darle la noticia.
-Señora Perkins, las pruebas nos indican que tiene un tumor de tres centímetros situado en el cerebro. Por dónde se encuentra, no lo podemos operar.-Hizo una leve pausa-. Lo siento mucho.
Ruth se quedó helada. Ahora entendía esas ausencias, que se repetían cada vez más a menudo. Nunca pensó que moriría así.
-¿Cuánto tiempo me queda?- Fue lo único que atinó a pronunciar.
-De seis a ocho meses, un año como máximo. No obstante, puede someterse a un tratamiento de radioterapia que...
Ruth interrumpió al doctor a mitad de frase:
-Soy demasiado vieja, doctor, como para pasarme lo poco que me queda en una habitación de hospital convertida en un muñeco de trapo.-Le miró con su ojos ambarinos-. Sólo quiero algo que me alivie el dolor; no le pido más.
El joven doctor fue diligente y junto al alta le entregó una receta, con la que Ruth consiguió unas pastillas que le aliviaban cuando los dolores de cabeza eran insoportables.

Sabía que cada minuto contaba en la marcha atrás, pero hasta que llegara el final intentaría recordar. No se dejaría caer en la niebla por voluntad propia. El olvido tendría que venir a por ella.
Le vino la imagen de su madre tendiendo en el patio trasero de casa, con la radio encendida. Una melodía flotaba en el aire, así como el olor a jabón y su voz suave, tarareando dulcemente. Se sucedieron imágenes de su niñez y adolescencia, su graduación en el instituto y los años de Universidad, y cómo mediante Rose -una amiga de su madre- consiguió el trabajo en el colegio, recién licenciada.
Además de profesora, Ruth había sido escritora. <<Lo fui>>, corroboró echando un vistazo a las numerosas estanterías. Estaba acompañada de viejos amigos, sus autores favoritos: Tolstoi, Dickens, Dostoievski y, especialmente, las hermanas Brontë, en el estante más cercano. Y en otro, más apartado, se hallaban sus retoños, una quincena de novelas que había publicado a lo largo de su vida.
El pánico se apoderó de ella, haciendo de su estómago y su corazón un nudo. Por encima de todas las cosas, no quería olvidar a Frederick. Era conocido como Fred Perkins cuando ella llegó al barrio. Era propietario de un restaurante en la zona, en donde le conoció una noche. Nada más verle, intuyó que no era como los demás y que tendría un papel importante en su vida. Conforme fue tratándolo, su relación avanzó de un modo insospechado: se enamoraron. Fred fue su esposo y el padre de sus hijos, Mathilda y George. Fue el hombre de su vida, hasta que una pulmonía se lo llevó, hacía dos años. La muerte se lo había arrebatado. No era justo.
La ausencia serviría para dejar atrás los malos recuerdos, pero con ello barrería también los buenos, algo a lo que Ruth no quería renunciar.
Frente a su butaca se encontraba su escritorio, una mesa de ébano. Sobre ella, la máquina de escribir, su fábrica de sueños, la compañera de viaje para surcar los mundos y personajes de su imaginación.
Se enfrentó a las teclas una vez más. Cada día era peor que el anterior. Intentó escribir, pero la voz sonaba confusa y vaga. Los pasillos de su mente estaban vacíos y silenciosos, sin nuevos mundos que transcribir. Las palabras se le escapaban como arena fina entre los dedos. Desistió, agotada por el esfuerzo.
Salió de su ensimismamiento y alzó la vista. Había dejado de llover y la luna se erigía cubriendo el cielo nocturno. Eso la consoló en cierta manera, le dio esperanza, aunque era consciente del ineludible final.

"Chaqueteros"

Beatriz Fernández Moya.


Octubre ha transformado “Las Encinas” en una urbanización de piscinas vacías, parques sin niños, calles sin coches y gatos solitarios.
Las familias que tanto colorido, fiesta y escándalo provocan en los meses estivales, con el otoño han vuelto a sus diminutos pisos sevillanos. ¡Chaqueteros!... Los pocos que quedamos haremos piña en los meses de frío, nos mantendremos unidos para darnos calor. En realidad, no. Cada uno permanecerá en su casa por miedo a que las bajas temperaturas sean contagiosas y lleguen a fabricar un nido en nuestro corazón.
 

"La cita"

Javi Taylor.



23:02. <<A la 23:45, en el bar Serratosa>>.
Guardo la carta en el bolsillo de mi chaqueta. Repaso todo mentalmente: anillo, flores... Perfecto.
23:04. Me planto delante del espejo y realizo una rápida revisión de mi imagen. Me ajusto un poco más la corbata y me paso la mano entre mis cabellos, intentando peinar –sin conseguirlo- unos cuantos pelos rebeldes. La operación resulta más difícil de lo esperado y recurro a las fuerzas especiales: gomina a quemarropa.
23:09. Me sonrío y me giño un ojo.
23:10. Hago unas cuantas poses y me saco una foto con el móvil.
23:11. Bailo el hula-hoop ante el espejo.
23:23. Cansado de hacer tonterías delante el espejo, abandono el cuarto de baño. Releo la carta por quinta vez y la huelo. Está impregnada de su perfume.
23:26. Salgo a la calle sonriente. Hay algunos nubarrones, pero no me preocupo.
23:29. Un trueno hace que me estremezca de pies a cabeza. Las primeras gotas no tardan en caer y, como aún no me he alejado mucho de casa, vuelvo corriendo a por el paraguas. Con las prisas se me caen tres claveles del ramo de flores.
23:31. Caigo en la cuenta de que me he dejado la cartera y vuelvo a por ella. Con las prisas, pierdo otros dos claveles.
23:33. Me he olvidado el móvil; cuatro claveles.
23:35. Avanzo por las encharcadas calles de Pamplona intentando proteger del diluvio las pocas flores que me quedan.
23:36. Piso un charco y me empapo los pantalones. (Profundidad aproximada del charco: 1,72 metros). Empiezo a cabrearme y decido recurrir a los consejos médicos: cuento despacio hasta diez. Mejor, hasta cien.
23:38. Soy arrollado por un grupo de manifestantes de la UGT.
23:39. Soy arrollado por un grupo de manifestantes del PP.
23:40. Soy arrollado por un grupo de Indignados. (Ideología política: indefinida).
23:41. Sigo avanzando, envuelto en una gruesa capa de pegatinas propagandísticas.
23:42. Un coche pasa a mi lado y me empapa de arriba abajo.
23:43. Un camión pasa por mi lado. ¡Me cago en sus...!
23:44. Un autobús escolar pasa por mi lado. ¡Hijo de...! Me tapo la boca, pues hay niños delante. Observo como los niños se ríen de mí. ¡Ay, si yo fuera vuestro padre...!
Tres cosas me llegan a la cabeza. La primera: a estas alturas, debo de tener un aspecto patético; la segunda, volver a acordarme de todos los familiares de los niños del autobús, especialmente en sus difuntos; y la tercera, ¿qué carajo hace un autobús escolar circulando por Pamplona un viernes por la noche?
23:45. Sin paraguas. Lo perdí no sé bien cómo a eso de las 23:40. Por otro lado, ya no lo necesito, pues no me queda una sola flor en el ramo a la que proteger. Camino tambaleándome y chorreando hacia el bar. Me desplomo en la primera mesa que encuentro y pido un tinto para reavivarme.
23:47. Una vez con la cabeza despejada, observo el interior del bar. En todo el recinto no hay nadie más que un barbudo con malas pintas. Consulto el reloj (23:47) y releo la carta. <<A las 23:45 en el bar Serratosa>>. Sin duda, mi reloj se ha estropeado con el agua. Le pregunto la hora al de las barbas quien, tras emitir un sonoro eructo, deja caer su cabeza sobre la mesa. Deduzco que no está en condiciones de responderme y me permito la libertad de consultarle el reloj. Efectivamente, son las 23:47. La pobre se habrá entretenido buscando un taxi.
23:50. Seguro que el mamarracho del taxista que le ha llevado a una dirección equivocada. Pido una segunda copa.
23:57. Sin duda está a punto de llegar. Mientras tanto, me tomo un par de copas más.
00:15. Pido otra copa. ¿Es la número veinte o la veintiuna?...
00:30. ¡Esto es el colmo! Llevo tres cuartos de hora esperando, después de haber sido arrollado, empapado y humillado… ¿para que al final no venga nadie? La rabia me corroe y no sé cómo reaccionar. Analizo las distintas posibilidades: estrellar la silla contra la mesa, salir a la calle y gritar un par de improperios, emborracharme (más de lo que estoy), pegarme a puñetazo limpio con el barbudo... Sin embargo y para mi sorpresa, poco a poco una sonrisa se va dibujando en mi rostro, y la sonrisa no tarda en convertirse en un sinfín de carcajadas.
-Me han dado plantón... A mí… ¿Cómo se le ocurre?...
Así termino la noche, riendo a carcajadas, protegido de la lluvia en el bar Serratosa II.

"La boda"

Berta Ferrer.


Llovía a mares. A gritos, como escribió Cortázar una vez. Goterones largos y continuos que golpeaban contra el cristal, enfurecidos porque el invierno daba sus últimos coletazos. La casa estaba vacía. El silencio quedaba envuelto por el murmullo de la cortina de agua que empañaba las ventanas.
Entramos sin pensarlo, empujando la puerta y riendo como niños mientras llenábamos el suelo de barro y temblábamos bajo la ropa empapada. Habíamos subido corriendo desde la playa, atraídos por la silueta de la mansión que se recortaba contra el cielo oscuro. Buscábamos un techo que nos protegiera de la tormenta, y la fachada ennegrecida, con partes del muro desprendidas, era una prueba de que no íbamos a encontrar a nadie en el interior del viejo edificio.
Nuestros pasos resonaron entre las paredes de piedra, perdiéndose en el entresijo de pasillos y habitaciones. En algunos rincones, los cristales emplomados de los ventanales estaban rotos, y por el hueco se colaban el viento gélido y una luz tenue que nos permitía entrever nuestras siluetas y esquivar los muebles enterrados bajo el polvo. El empapelado que se desprendía de los tabiques jugaba con las sombras para formar figuras extrañas que lograban erizarnos los cabellos de la nuca. Avanzábamos muchas veces a tientas, tropezando con alfombras, tablones de madera levantados y el cadáver de algún roedor. Nos introducíamos en el interior de la gran casa sin atender al rastro de huellas que dejaban nuestros pies mojados, sin mirar hacia atrás, embobados por las migajas de un esplendor olvidado.
En algún punto entre la planta baja y el piso superior, nuestras manos se separaron. Me introduje por un pasadizo estrecho que olía a moho y a humedad, mientras escuchaba los pasos de Sandro perderse escaleras arriba. Desemboqué en una sala grande, acristalada en suelo y techo, que se levantaba por encima de las rocas y miraba al mar embravecido. Las olas se tragaban la playa y rompían furiosas contra la terraza exterior, haciendo vibrar los cristales. Sentí de repente el frío, el temblor de mis huesos, la ropa empapada que se pegaba a mi piel.
Una luz grisácea y molesta definía con claridad precisa el interior de la estancia, resaltando la ligereza de las cortinas arrugadas y la lámpara de cristal que se descolgaba del techo. Conté doce mesas. Doce manteles bordados, sobre los que estaban colocadas con minuciosidad la vajilla impecable y la cubertería de plata. El polvo y las telarañas no habían logrado borrar la elegancia de la escena. Me moví por la sala, fascinada por la exquisitez de la decoración, rozando apenas el respaldo de las sillas con los dedos, con cuidado de no estropear nada. Todo estaba dispuesto de forma tan pulcra, todo parecía tan frágil…
En un rincón, junto a una maraña de telas desgastadas por la humedad, unas hojas de periódico bailaban en el suelo al compás del viento que se colaba por los huecos de la cristalera. El papel estaba amarillo y tan rígido que se deshizo en las esquinas al entrar en contacto con mis manos. La tinta se había descolorido con el tiempo y muchas de las palabras se emborronaban y resultaban ilegibles. En una de las páginas, destacaba una imagen. Era una fotografía en blanco y negro de dos jóvenes: ella, con su vestido blanco y un ramo de rosas; él, con pajarita y zapatos lustrosos. Y al fondo, la mansión. Con los muros en buen estado y los jardines cuidados, llenos de flores.
Entre las pocas frases que habían sobrevivido al paso del agua y el polvo, descubrí que en aquella sala jamás bailaron los recién casados, los invitados no llegaron a cuchichear sobre la calidad de los platos, ni los músicos amenizaron la velada. Allí el tiempo se había congelado, tiñendo la elegancia de tristeza y transformando la exquisitez en una visión lúgubre. En una escena que narraba una boda que nunca sucedió. Un rayo había incendiado la casa esa misma noche, borrando cualquier rastro de felicidad y dejando que el gran edificio naufragara a voluntad. El abandono y la soledad se habían encargado de todo lo demás.
Quise llamar a Sandro, correr a buscarlo, salir de la enorme mansión…, pero me retuvo mi reflejo en uno de los cristales. Escuché el fragor de las olas, que ahogaba el sonido de la lluvia golpeando la fachada. La tormenta había aumentado su fuerza y el viento rugía, haciendo temblar la estructura de aquella vivienda. Mis manos se aferraron al vestido hecho jirones que me cubría. A pesar del barro y del agua, aún se distinguía el color blanco de la tela. Y el de las flores marchitas del ramo que yacía a mis pies.
No grité, ni me abalancé sobre la puerta; tampoco me di la vuelta para comprobar que ya no estaba sola en la estancia. Me obligué a observar el manto oscuro de lluvia que golpeaba la gran cristalera, que me devolvía una mirada asustada en un rostro pálido. El mío. El mismo que sonreía en la fotografía arrugada junto a Sandro. El que no se inmutó cuando el trueno restalló con fuerza y partió la casa en dos.