"Pasillos de tinta"

Esther Castells.



Se llamaba Ruth Perkins y había trabajado como docente en el colegio de la localidad, impartiendo clases de Literatura. Al menos, eso era lo que ella recordaba.
La lluvia repiqueteaba contra las ventanas del comedor, una habitación pequeña y repleta de libros, luminosa en los días de sol.
De pequeña, Ruth creía que cuando llovía era Dios que lloraba. Si así fuera, aquel día debía estar muy triste a juzgar por la tormenta. Esbozó media sonrisa.
Se hallaba sentada en su butaca de cuero gastado. Allí se sentía a salvo. Era su isla particular desde donde divisaba a amigos y enemigos y tejía historias para después volcarlas en el papel. Pero desde hacía un tiempo no conseguía que cobraran vida.

Ruth había sufrido un cambio gradual.
Todo comenzó al dejarse encendido el fuego con la tetera; se fue a dormir sin acordarse de apagarlo. De no haber sido por Margaret, la vecina, hubiese muerto.
Peor fue la mañana que salió de compras. Cruzó la calle y caminó hasta el mercado. Allí no supo dónde estaba. Fue como si se hubiera desmayado por un puñetazo, o como si le hubieran suministrado una pócima del olvido, propia de los cuentos de su niñez. Una niebla de confusión lo invadió todo. El jardín, a su derecha, le resultaba familiar, así como los puestos de frutas y verduras que tenía frente a ella. Pero, ¿qué lugar era ése?... No lo consiguió recordar.
Terminó en el hospital, donde la atendió un médico de sonrisa amable que adoptó un tono serio al prepararse para darle la noticia.
-Señora Perkins, las pruebas nos indican que tiene un tumor de tres centímetros situado en el cerebro. Por dónde se encuentra, no lo podemos operar.-Hizo una leve pausa-. Lo siento mucho.
Ruth se quedó helada. Ahora entendía esas ausencias, que se repetían cada vez más a menudo. Nunca pensó que moriría así.
-¿Cuánto tiempo me queda?- Fue lo único que atinó a pronunciar.
-De seis a ocho meses, un año como máximo. No obstante, puede someterse a un tratamiento de radioterapia que...
Ruth interrumpió al doctor a mitad de frase:
-Soy demasiado vieja, doctor, como para pasarme lo poco que me queda en una habitación de hospital convertida en un muñeco de trapo.-Le miró con su ojos ambarinos-. Sólo quiero algo que me alivie el dolor; no le pido más.
El joven doctor fue diligente y junto al alta le entregó una receta, con la que Ruth consiguió unas pastillas que le aliviaban cuando los dolores de cabeza eran insoportables.

Sabía que cada minuto contaba en la marcha atrás, pero hasta que llegara el final intentaría recordar. No se dejaría caer en la niebla por voluntad propia. El olvido tendría que venir a por ella.
Le vino la imagen de su madre tendiendo en el patio trasero de casa, con la radio encendida. Una melodía flotaba en el aire, así como el olor a jabón y su voz suave, tarareando dulcemente. Se sucedieron imágenes de su niñez y adolescencia, su graduación en el instituto y los años de Universidad, y cómo mediante Rose -una amiga de su madre- consiguió el trabajo en el colegio, recién licenciada.
Además de profesora, Ruth había sido escritora. <<Lo fui>>, corroboró echando un vistazo a las numerosas estanterías. Estaba acompañada de viejos amigos, sus autores favoritos: Tolstoi, Dickens, Dostoievski y, especialmente, las hermanas Brontë, en el estante más cercano. Y en otro, más apartado, se hallaban sus retoños, una quincena de novelas que había publicado a lo largo de su vida.
El pánico se apoderó de ella, haciendo de su estómago y su corazón un nudo. Por encima de todas las cosas, no quería olvidar a Frederick. Era conocido como Fred Perkins cuando ella llegó al barrio. Era propietario de un restaurante en la zona, en donde le conoció una noche. Nada más verle, intuyó que no era como los demás y que tendría un papel importante en su vida. Conforme fue tratándolo, su relación avanzó de un modo insospechado: se enamoraron. Fred fue su esposo y el padre de sus hijos, Mathilda y George. Fue el hombre de su vida, hasta que una pulmonía se lo llevó, hacía dos años. La muerte se lo había arrebatado. No era justo.
La ausencia serviría para dejar atrás los malos recuerdos, pero con ello barrería también los buenos, algo a lo que Ruth no quería renunciar.
Frente a su butaca se encontraba su escritorio, una mesa de ébano. Sobre ella, la máquina de escribir, su fábrica de sueños, la compañera de viaje para surcar los mundos y personajes de su imaginación.
Se enfrentó a las teclas una vez más. Cada día era peor que el anterior. Intentó escribir, pero la voz sonaba confusa y vaga. Los pasillos de su mente estaban vacíos y silenciosos, sin nuevos mundos que transcribir. Las palabras se le escapaban como arena fina entre los dedos. Desistió, agotada por el esfuerzo.
Salió de su ensimismamiento y alzó la vista. Había dejado de llover y la luna se erigía cubriendo el cielo nocturno. Eso la consoló en cierta manera, le dio esperanza, aunque era consciente del ineludible final.

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