"Una mañana de domingo"

Esther Castells.


Revisó frente al espejo, por última vez, el nudo de su corbata. Comprobó que estaba bien hecho, aunque no le produjo ninguna satisfacción.
El reloj situado a su izquierda marcaba las once en punto. Se trataba de un reloj antiguo, de pesada estructura y color negro, lo que acentuaba su inquietante solemnidad. Para el anciano del espejo, era el único objeto que le unía a la realidad, pues los días transcurría al tempo de su tictac.
Recordó que era domingo; no podía llegar tarde. Salió de la habitación y, en el vestíbulo, extrajo de un jarrón esmaltado su bastón con la empuñadura de plata. Lo necesitaba para caminar, pues hacía tiempo que sus piernas no le respondían con la suficiente seguridad. Recordó quién se lo había regalado y cerró la puerta tras de sí.
Le recibió una espléndida mañana de abril. El sol brillaba en un cielo diáfano, apenas salpicado por unas pocas nubes blancas. Bajó las escaleras de la entrada y se encaminó, con paso lento, por el sendero de piedra gris.
Pensó en sus hijos: Philippa, James y Stewart, y en las razones que justificaban que no le hubieran acompañado. A veces intentaba disculparles, recordando que una vez él también fue joven. Los jóvenes se hallan predispuestos a enfrentarse a las vicisitudes de la vida, y se consuelan ante las tragedias pensado en los días que están por venir. En su caso, esos días habían pasado casi en su totalidad. Ahora se consideraba un arrendatario del tiempo a expensas de que éste extinguiera, de forma unilateral, el contrato que les mantenía vinculados.
Nada tenía que ver esa invariable realidad con los centenares de contratos que había redactado durante toda su vida. Había ejercido como abogado hasta su jubilación tres años atrás. Nunca hubo una cláusula que le permitiera a una de las partes anular un contrato sin motivo justificado. Pero se trataban de normas humanas que no tenían ninguna relación con el devenir de la vida, regido, tal vez, por fuerzas más poderosas.
Ya divisaba la parcela, cerrada tras una verja de metal. La hierba olía fresca y penetrante, los árboles susurraban tranquilos, como si intentaran transmitirle un mensaje: “Pronto estarás con ella”. Qué más quisiera él sino confiar en sus palabras.
Pese a que ya habían pasado doce meses, le costaba entender por qué sus hijos se habían desprendido tan rápidamente del recuerdo de su madre. Ella lo había dado todo por ellos. Aunque William había sido un buen padre, su mujer había sido el pilar indiscutible del hogar. Ahora que no estaba, nada tenia sentido... Sin su piedra angular, William se sentía perdido.
Mantenía viva su imagen en la memoria: Su forma de caminar, tan femenina; su pelo, liso y castaño; su cálida sonrisa y esos extraordinarios ojos tras los que se adivinaba toda su grandeza. Había sido afortunado, pensó William con orgullo, por compartir la vida con una mujer extraordinaria.

Abrió la portezuela. Las losas le recibían un domingo más, testigos mudos, Había llegado al panteón familiar. Se detuvo frente a una de las tumbas. Posó el bastón en el brazo de un pequeño banco de madera mientras él se sentaba con cierta dificultad.

-Hola, Helen... - susurró para sí.

"Odio los hospitales"

Beatriz Fernández Moya.



Los odio porque en algunas salas huele a muerte, un hedor que se mete muy dentro en los pulmones y te agarra el corazón, como una losa de piedra que se hunde en el océano. Los odio por el olor a comida de régimen que ni alimenta ni llena el estomago. Los odio por la tenue luz de las habitaciones compartidas, donde al que le toca la ventana suele correr la cortina que separa ambas camas, dejando al compañero en la penumbra de los armarios. Odio la luminosidad artificial de los pasillos, dependiente de un puñado de flexos y no de los cálidos rayos de sol, que no pueden penetrar a través de las inexistentes ventanas. Odio las medias sonrisas de los visitantes, que necesariamente se crean una careta de alegría que oculta su verdadero sentimiento ante el familiar enfermo. Odio que haga falta una tarjeta para poder subir a las habitaciones de los enfermos. Odio que la compañía esté racionada, como el pan en épocas de hambruna. Odio a los celadores quisquillosos que no entienden nuestro deseo de pasar las horas junto a los enfermos, pues nos exigen el pase como si fuera la entrada para un espectáculo caro.

Odio las vías intravenosas porque las agujas me hacen perder el sentido. Odio los medicamentos que tardan mucho en curar el cuerpo y no pueden nada contra las enfermedades del alma. Odio las camas con sus barreras que te obligan a hacer contorsionismo cuando quieres besar al enfermo. Odio los sillones junto a los cabeceros, pues sentencian noches de incómoda vigilia. Odio las salas de espera y los partes médicos por la intranquilidad que generan en los que aguardan. Odio el café de las máquinas de los pasillos, que no eleva el espíritu ni en los días de lluvia.
 

Pero amo a la persona que está dormida en la cama. Por ella todos mis odios se vuelven insignificantes, sin sentido, como un grano de arena a la sombra de una gran montaña. Por ella merece la pena hasta pasar semanas enteras en un hospital.

"Mi capacidad de aprobar"

Beatriz Fernández Moya.




Esta mañana mi capacidad de aprobar ha hecho la maleta y me ha dicho adiós. Se ha marchado temprano, mientras los demás dormían, para que nadie notara su ausencia, pero yo me he despertado como si me faltara el aire en el momento preciso en el que mi capacidad de aprobar cruzaba el umbral de la puerta para nunca regresar. Su partida me ha dejado tan sorprendida que no he podido suplicarle que se quedara ni salir corriendo detrás de ella. No tengo su teléfono y no sé adónde ha podido ir. Y hoy tengo examen. Y la necesito. Así que voy en su búsqueda.
Me he recorrido todos los tablones de la facultad, y todas las aulas en las que he hecho alguna vez un examen, lugares en los que mi capacidad de aprobar estuvo conmigo dándome ánimos y susurrándome las respuestas correctas al oído, lugares en los que lloramos juntas y en los que nos abrazamos intensamente, llenas de alegría. Pero no la he encontrado, así que he tenido que entrar sin acompañante, cabizbaja y triste, como una mujer embarazada que acude sola a una ecografía porque su marido tiene obsesión por su trabajo.
El examen era de tipo test, pero lo llevaba bien preparado y no he tenido grandes dificultades. Incluso me ha dado tiempo de quedarme embobada mirando fijamente la puerta, esperando que en cualquier momento, mi capacidad de aprobar apareciera con una sonrisa en los labios, para ayudarme, como si nada hubiera pasado. Pero cuando el profesor me ha retirado el examen de las manos, ella aún no había aparecido. <<Las notas saldrán esta misma tarde>>.
Mi móvil vibra anunciando la llegada de un nuevo mensaje. <<Has aprobado>>. Sonrío, pero no puedo evitar pensar que no voy a compartir mi triunfo con quien de verdad quisiera. Alguien me da un suave golpecito en el hombro. Se que es ella y, sin detenerme a mirar, la abrazo fuertemente mientras me susurra al oído: <<Nunca me has necesitado. Tú sola puedes. Ten fe en ti>>.

"Entra sin miedo"

Beatriz Fernández Moya.



Pasa, pasa sin miedo. La puerta está abierta, pero ciérrala al entrar, no quiero que nadie nos moleste. Respira hondo. ¿Lo hueles...? Es azahar, el perfume de Sevilla en primavera. Vuelve a coger aire, retén el olor en la punta de la nariz y déjalo bajar lentamente hasta los pulmones. ¿Lo identificas...? Son las magdalenas con pepitas de chocolate que se están haciendo en el horno, un toque fresco de hierba recién cortada que entra por la ventana, una pizca de tierra mojada después de una lluvia corta pero intensa, madera de roble consumiéndose en la chimenea, helado de chocolate en una cálida tarde de verano y perfume de orquídeas, el tradicional regalo de mi padre a mi madre en el día de su aniversario.
Siéntate donde puedas: en la cama, en la alfombra, entre los cojines o al cobijo de mi oso de peluche gigante. No tengas miedo de estropear nada. Todo se puede tocar. Siente la suavidad de la seda del vestido de boda de mi madre bajo las yemas de tus dedos, o la áspera barba de mi padre, la frialdad del cuero de mi chaqueta preferida o la grama punzante cuando caminas descalza sobre ella.
Observa la diversidad de colores: verde clarito como los pistachos que tanto me gusta comer. Amarillo, cremoso y cálido, como los rayos de sol en primavera. Ropa muy colorida para poder vestir acorde al estado de ánimo: rojo para los momentos alegres, tonos pastel para los días de lluvia, brillantes para las fiestas, negro para el Viernes Santo, turquesa para los días de Feria…
Te dejo que leas mi diario. Te advierto que no es superficial, como esos en los que se cuentan miradas y flirteos con los chicos de clase. Es un libro en el que reflejo los pensamientos que voy teniendo a lo largo del día, razonamientos sobre temas que me preocupan, opiniones tal vez, citas interesantes que voy descubriendo, ideas para nuevos relatos… Hay también algunas fotos, la mayoría de la familia y de los amigos en celebraciones de cumpleaños, tardes tranquilas en el parque o junto al río. En todas ellas la gente se lo pasa bien. En la última página encontrarás una lista de las cosas que quiero hacer en el futuro y podrás darte cuenta de que la hoja está a rebosar y he tenido que empezar a escribir en la contraportada.
El la estantería hay algunos CDs de tiempos pasados y alguna que otra comedia romántica de las que me han hecho llorar porque soy una idealista y, sobretodo, porque creo en el amor. Por cada chica que confía en el amor hay un hombre bueno que muchos pueden llamar príncipe azul, destinado a hacerla feliz. El problema no es que ya no existan príncipes azules, es que la chichas ya no confían en el amor. Ni en la familia, otro concepto que cada vez se valora menos. Para mí siempre ha sido, y espero que siga siendo, el mejor abrigo en los días de frío intenso.
¿Ves?... Me pongo a hablar y estaría así todo el día. Yo solo quería decirte que todo esto soy yo. O, mejor dicho, que esto es lo que hay en mi corazón. Y que te lo entrego a ti porque creo que te lo mereces.
Solo espero que sepas cuidarlo.

"M"

M María Álvarez Romero.



Un cielo nublado, irónicamente reflejado sobre un iris de la misma tonalidad. ¿Por qué los ojos más débiles suelen ser los más bellos?

–Para ser un pintor famoso tienes que quedarte ciego –afirmó entre bodegones, mientras su córnea recibía un líquido medicinal muy distinto al que las nubes guardaban en su interior–, así que yo voy por buen camino.


Cuantos le rodeaban estallaron en risas. No obstante, me percaté del deje sombrío que escondía su voz de mofa. La escena era alegórica: un artista rodeado de pintura, privado de su visión en un intento de recuperarla. Con apenas 18 años su vista había sido dañada por algo más que el tiempo.
 

Dicen que los escritores somos ladrones de historias, narradores de vidas ajenas que, de algún modo han formado parte de la nuestra. En esta ocasión el relato se convierte en ejemplo de superación. En la vida de un aprendiz de pintor con problemas de vista, una más en el mundo que, a pesar se pasar desapercibida para algunos, con su comportamiento marca un antes y un después. Es el caso de mi compañero de clase.
 

Un chico alegre, generoso de sonrisa y con una creatividad desbordante. No obstante, conocer aquello que se oculta tras su felicidad contagiosa va más allá de las apariencias. Un soñador ilusionado con estudiar Bellas Artes, que a base de esfuerzo y valentía ha logrado superar su enfermedad y recuperar el tesoro más preciado que un artista puede tener: la vista.
 

Sufrir desprendimiento de córnea es un golpe, pues desdibuja la vida de quien la padece, poco común incluso entre adultos. Sufrirlo con 17 años es distinto. La impotencia consciente de comprobar cómo cada día el mundo es más difuso para los ojos de uno mismo, es una situación que daña más al alma que al cuerpo. Pero ese de quien hablamos está hecho de otra pasta.

Sin miedo al dolor, pero con miedo a lo desconocido. Decidió que rendirse no era una opción, que la vida estaba hecha para reírse con ella y superar sus obstáculos. Con la operación como único salvavidas, sintió desaliento ante los pocos resultados durante la recuperación. No obstante la certeza de que su vista no volvería a ser la misma jamás logró abatirle.
 

Sin pedir ayuda se las ingenió para descifrar los jeroglíficos que intuía en la pizarra y adoptaba para sus apuntes una caligrafía de un tamaño más asequible para sus ojos debilitados. Siempre con la risa por bandera y sus bromas como escudo, llegó incluso a encontrarse algún que otro examen de letras de tamaño desmesurado, elaborado por profesores benévolos al corriente de sus situación.

“Tú tienes un sueño, tienes una meta. Preferimos que estudies lo que te gusta a que seas infeliz.”
 

Gracias a su esfuerzo y al apoyo incondicional de sus padres aprobó el bachillerato y fue libre para dedicarse a lo que más ama. El arte, amante caprichoso del alma humana que pide la vida entera a cambio llenar el espíritu.
 

“Si yo hago algo con una idea que transmitir, aunque sea insignificante, para mí eso es arte. He encontrado en la calle una caja tamaño persona y quiero pintarla como si fuese un armario, echarle colonia por dentro, llevarlo a una plaza y escribir en un cartel: Armario de los sueños. Para que la gente abra las puertas y cuente su sueño dentro del armario. Ahora tenemos que reírnos de la situación en la que estamos, no reírnos de la situación en sí, sino de que de todo lo malo se saca algo bueno. Dar ese toque de humor que levante a la gente el ánimo. Sobre todo mi objetivo en una obra de arte es ese; levantar el ánimo a la gente.”
Para él la medicina es mucho más que productos de laboratorios; se basa en la alegría y en la lucha diaria, pero -sobre todo- en disfrutar de la vida. Ya que, como afirma, de todos los problemas se puede salir, sólo es necesario creer y esforzarse por conseguirlo.


Resulta irónico saber que aquel que contagia su felicidad durante un tiempo apenas pudo ver la sonrisa con la que le respondían. Que en lugar de tener miedo a la pérdida de la visión tuvo miedo a no ser feliz. Pero sobre todo impresiona que precisamente sean unos ojos dañados aquellos que capten el verdadero sentido de la vida y el valor que tiene no rendirse.


"La casa"

Berta Ferrer.



La primera impresión que tuvo fue que la casa no existía. La segunda, que era de cristal. Y al observarla con más detenimiento, empezó a distinguir la estructura de acero pintada en blanco que se destacaba sobre el entorno verde. Era como si una mano hubiese dejado caer una caja en mitad del bosque, apoyándola en unos puntos mínimos que la levantaban del suelo; parecía flotar entre los árboles.
Eva Ink subió los cuatro peldaños de piedra clara que conducían a la terraza. Se trataba de una plataforma lisa y rectangular. Un simple prólogo al interior al que seguían cinco escalones más. La chica miró a su alrededor, divertida. Estaba dentro de la casa, pero lo mismo podría haber estado fuera. El vidrio que conformaba el cerramiento completo de la fachada se diluía con el exterior y dejaba el camino abierto a la ambigüedad. La caja parecía disolverse en las esquinas. Nunca había visto nada semejante.
En el pueblo contaban que la casa estaba encantada. Había pertenecido a una aristócrata inglesa que años atrás se había trasladado a lo más profundo del continente americano sin una razón aparente, dando pie a las más dispares habladurías. Unos afirmaban que la señora había escapado de su país natal forzada por las circunstancias de la guerra. Otros, creían que su prometido la había abandonado el día de su boda para fugarse con la doncella. De lo que no había duda era que fue una mañana de domingo, seis meses después de su repentina aparición, cuando la mujer se desvaneció sin dejar rastro. La casa quedó abandonada en el bosque, sin que nadie osara acercarse a ella por miedo de tropezar con el espíritu que, decían, rondaba entre sus paredes.
Más de medio siglo había transcurrido desde que aquella mujer, cuyo nombre nadie se había preocupado en recordar, desapareciera. Sin embargo, la historia seguía viva entre los habitantes del pueblo. Eva Ink sonrió al entender que los relatos de fantasmas con los que había crecido eran pura fábula. Si alguien hubiese tenido interés en visitar el lugar, se hubiese dado cuenta de que una casa así, tan volátil y sólida a la vez, no podía estar encantada.
Paseó entre el escaso mobiliario del interior, percatándose sólo entonces del estado ruinoso en que se encontraba la vivienda. La madera del mueble principal, un prisma que se alzaba del suelo al techo, alrededor del cual se organizaban las distintas estancias diáfanas, estaba carcomida e hinchada por la humedad. Los cristales que constituían el perímetro de separación con el exterior estaban agrietados y una gruesa capa de polvo cubría el suelo. Resultaba evidente que la decadencia se había adueñado de cada milímetro de aquella caja de vidrio deshabitada.
Eva sintió el deterioro como algo propio. Un dolor punzante le oprimía el pecho. De algún modo, el abandono que la rodeaba era en parte culpa suya. Era consciente de que se trataba de una idea absurda, pero no podía quitársela de la cabeza. A través de las historias que contaban en el pueblo, la casa había estado presente a lo largo de toda su vida y, sin embargo, jamás la había visitado. De haberlo hecho, podría haber evitado que la vivienda quedara a merced del paso del tiempo.
La fascinación que en un primer instante Eva Ink experimentó por el edificio, fue creciendo a medida que iba conociéndolo mejor. Cada tarde, después del trabajo, se acercaba al lugar y dejaba correr las horas dentro del reducido espacio interior, que parecía infinito. Limpiaba el suelo, barnizaba la madera y reparaba los desperfectos del mobiliario. Aprovechaba los días en que no trabajaba para acometer las tareas de reparación más costosas: le daba una nueva capa de pintura blanca a la estructura, recomponía los cristales y arreglaba los desperfectos del pavimento de la terraza. Poco a poco, la casa fue cambiando de aspecto. Ya no inspiraba lástima. Recuperaba el aura de transparencia original. Y con cada progreso, Eva se sentía más unida a aquella construcción minimalista que la acogía como una pieza más de su composición.
En el pueblo, comenzaron a extrañarse de sus largas ausencias. Todos sabían que la chica vivía obsesionada con la casa, pero nadie se atrevía a hablar de ello en voz alta. Eva se percataba de las miradas de preocupación de la gente, de sus silencios pesados cuando pasaba por su lado. Y no entendía aquella actitud. Porque cuando se miraba en el espejo no veía su extremada delgadez, ni las ojeras que le ensombrecían el rostro. Cuando no estaba en el bosque sólo pensaba en volver allí. No comía, no prestaba atención en el trabajo, no se relacionaba con nadie. Apenas dormía. La consumía la desazón por estar lejos de la estructura blanca que se había convertido en el único interés de su vida.
La primera noche que pasó entre los cristales de aquella caja, sintió miedo. Estaba completamente sola. Con la luz encendida, los árboles del exterior se fundían con la oscuridad y una negrura penetrante oprimía los cuatro lados de la vivienda. Eva Ink se tropezaba con su propio reflejo en cada pequeño movimiento que realizaba. Era como tener una presencia constante junto a ella. Sin embargo, al apagar la lámpara no se tranquilizó. Escuchaba el murmullo de las ramas de los árboles y el silbido del viento al rozar los pilares metálicos. Se estremecía con los crujidos de la madera. Lo único que lograba calmarla era el sonido de las manecillas del reloj, al que se aferró como a un salvavidas, luchando por no hundirse en aquellas tinieblas insondables.
Esperó a que los primeros rayos de sol entraran por los cristales para levantarse de la cama. A la luz del día, las horas de insomnio parecían diluirse entre la bruma de la consciencia, pero no así su decisión de marcharse. Recogió con rapidez las cosas que había traído consigo y se dirigió a la puerta sin echar una última ojeada a su alrededor. Tenía prisa por salir del lugar que tan bien se había aprendido. Giró la llave en la cerradura y tiró del pomo. La puerta no se abrió. Volvió a tirar con más fuerza, pero la madera se había encallado y no cedía. Probó una vez más. Nada. Sintió que el pánico se traducía en sudor frío mientras forcejeaba inútilmente con la carpintería hasta caer al suelo, abatida de cansancio. Estaba encerrada.
Fue entonces cuando la vio. Una figura encorvada, al otro lado del cristal. Era una anciana de pelo escaso que sonreía mostrando unos dientes amarillentos. Eva Ink la reconoció al instante, porque aquellos ojos, que de tan azules parecían blancos, se los había imaginado en infinidad de ocasiones al escuchar las historias de los viejos del pueblo. La sangre se le heló en las venas. Cuando la aristócrata inglesa la saludó con la mano, antes de perderse en la espesura del bosque, Eva respondió con un grito desgarrador, que rebotó contra el vidrio impecable. Nadie la oyó. Porque Eva Ink se había desvanecido. Había quedado atrapada tras una puerta que nadie se atrevería a abrir por miedo de tropezar con el espíritu que, decían, rondaba entre los cristales.