"Un cuento sin final feliz"

María Ariquistain.


Para la niña, aquello era como una aventura. Cada tarde, a la misma hora, se asomaba a la verja de la casa y observaba en el interior. Rodeaba el edificio un jardín atestado de flores que parecía hecho expresamente para ellos.

¡Parecían tan felices! La pequeña les observaba, curiosa, todo el tiempo que pasaban en el jardín: ella era joven. Él parecía un hombre prudente y satisfecho: emanaba seguridad en sí mismo. Y ambos estaban hechos el uno para el otro, Veían pasar el tiempo riendo y charlando. De vez en cuando la veían, asomada a la verja, y le dedicaban una sonrisa. La niña se la devolvía con ojos brillantes.

Un día, la joven observadora se quedó más tiempo del acostumbrado, porque ellos no salieron al jardín. Comenzaba a anochecer cuando les oyó discutir. Sus siluetas se recortaban contra la ventana del salón. Él hablaba a viva voz y ella sollozaba. Al final, él salió por una puerta y la dejó sola.
 
Las discusiones nocturnas continuaban. La pequeña no se perdía una sola, porque las sentía como algo propio, aunque apenas supiera lo que estaba ocurriendo. Acudía cada tarde a su cita, a pesar de que ellos ya nunca venían. A veces estaba la mujer, sola. Miraba a la niña y después apoyaba una mano en su vientre, que parecía abultado. Eran visibles lossurcos de las lágrimas en sus mejillas.

A la pequeña, él le parecía más malvado cada día. ¿Cómo podía permitir que ella se sintiera tan triste? ¿Por qué no iba a consolarla? Estaba claro que la quería mucho. Pero la niña no podía entender nada de aquello, porque sólo juzgaba por lo que veía, y veía que ella estaba sola y desamparada, siempre con una mano en el vientre y los ojos clavados en la pequeña espía.

Algunos días, veía más siluetas en el salón. Se acercaban a la mujer y le decían cosas. Sin embargo, ella siempre les rechazaba. A veces parecía que escuchaba interesada, pero en un momento u otro siempre sucumbía al llanto.
 
Una noche, la niña oyó algo extraño. Parecía que él había dejado de hablar; pero aguzando los oídos, se dio cuenta de que simplemente había dejado de gritar. Le estaba diciendo algo a media voz a ella. Y ella seguía inmóvil, como cada vez que peleaba con él. De pronto, abriendo los brazos la instó para que fuera a resguardarse en ellos. Ella lo hizo, mientras sus hombros se sacudían a causa de los sollozos. Ambos se quedaron así un buen rato, en silencio.
 
La niña estaba muy contenta, porque volvían a quererse y regresarían al jardín en poco tiempo. Estaba segura. Si otra vez se amaban, todo volvería a ser como antes.

Durante unos días, nadie acudió a saciar la curiosidad de la pequeña. Pero un atardecer aparecieron los dos. Estaban juntos. Él parecía aliviado, de nuevo sereno. Y ella... No hubiera sabido qué decir de ella.
Su vientre estaba plano y, sin embargo, no era su cuerpo lo que había cambiado: eran su rostro, sus ojos, los que más acusaban aquella diferencia con el pasado. Parecían presos de una tristeza infinita. Ella miró a la niña con expresión ausente y en sus ojos brillaron, solitarias, dos lágrimas.

La pequeña la observó un segundo, y desapareció tras la verja. No podía comprender aquello, pero notaba en el aire que faltaba algo.
 

"El tiempo se congeló en un instante"

Desirée Arocas.


Su vida transcurría como dentro de una película italiana en blanco y negro. Cada mañana despertaba envuelta en el olor de perfumes embriagadores y se cubría con elegantes vestidos y pieles. Era una vida era perfecta en la que destacaba entre todas las mujeres del barrio por su belleza, por más que su principal virtud residiera en el amor que sentía hacia su único hijo, Paolo.

Paolo nació fruto de un amor propia de las mejores historias románticas que había leído su madre. Desde la infancia, fue un niño amado que ocupaba cada segundo de la vida de su progenitora.


Hasta que un día el tiempo se congeló.
 

Paolo sufrió un accidente: un coche que iba a más velocidad de la permitida en una zona escolar, lo atropelló. Pronto las sirenas llenaron aquel espacio de la ciudad. Paolo estaba en coma, sin esperanza de que le quedase mucho tiempo.
 

Su madre se derrumbó. Ya no sentía que era necesaria en el mundo porque su único hijo estaba a punto de morir.

Estaba sola en una sala del hospital, cuando una mano le rozó el hombro. Era una mujer mayor que se encargaba de buscar órganos para realizar trasplantes. Paolo podía seguir llenando de vida el mundo.
Aquellas palabras le hicieron entender que el corazón, los pulmones, el bazo, los ojos y los riñones de su hijo podrían ser útiles en el cuerpo de otros pacientes. <<Podrás sentir, cada vez que pienses en las personas que Paolo ha ayudado, que no has perdido a tu hijo del todo>>.
 

"Inmune"

Elena Echániz.



Los cálculos y las palabras caían continuamente sobre el papel, garabateados uniformemente. El sudor le resbalaba por la frente. Alberto era consciente de que lo estaba consiguiendo. En el laboratorio, totalmente desordenado, destacaba un viejo microscopio. Junto a la máquina de aumentos había un una caja de cristal que contenía un insecto que luchaba por sobrevivir.

Encima de la mesa había un bote con soja junto a un aerosol de insecticida. Rubik, su querido gato pardo, ronroneaba entre sus piernas. La ventana abierta, además de dejar paso a la brillante luz del sol, permitía ventilar la estancia.


Alberto dejó de escribir. Con una jeringuilla muy fina y gran concentración se preparó para pinchar al insecto y extraerle una pequeña cantidad de hemolinfa para analizarla. Aunque el bicho no se movía, el pulso le temblaba y las gafas se le resbalaban hasta la punta de la nariz. En cuanto consiguió penetrar la aguja bajo el caparazón del invertebrado y sacarle el fluido, puso una diminuta gota de aquel líquido entre dos portas. Movió la rosca del microscopio y se dispuso a observarla, no sin antes colocarse de nuevo las gafas con un eficaz movimiento de su dedo meñique.


Un latigazo de júbilo y emoción recorrió cada célula de su cuerpo. ¡Lo había conseguido! Aquel era el primer insecto inmune a todos los insecticidas: podría acabar con toda una plantación. Incluso con toda una cosecha.


No cabía en sí de gozo. Ilusionado se dirigió a la puerta para llamar a sus colegas, pero le detuvo un maullido rabioso: pisando la cola de Rubik.


─¡Lo siento! -le dijo al gato-. Ahora mismo vuelvo.
 

Rubik tiraba con fuerza para liberarse de la suela de su distraido dueño. Cuando Alberto levantó el zapato, el gato salió disparado hacia atrás y chocó contra la mesa en la que se encontraban todos los apuntes y recipientes de cristal. La caja que contenía al insecto cayó al suelo y se rompió. El bicho, al sentirse libre agitó las alas, echó a volar hacia la ventana, salió al vacío y desapareció entre los árboles.

Alberto vaciló. Había hojas de papel esparcidas por el suelo «¡Mis apuntes!», pensó. Enseguida descubrió, con horror, que su diminuto “conejillo de indias” había desaparecido. Justo detrás del viejo microscopio, ahora roto sobre el suelo, pudo ver cómo su gato se balanceaba con un corte en el estómago que sangraba abundantemente. Lo cogió en brazos y lo puso sobre la mesa. Mientras le quitaba los cristales que tenía incrustados en la herida con ayuda de unas pinzas, no dejaba de pensar en las consecuencias de la huída de aquel insecto modificado. Era un arma letal contra la agricultura. Alzó la cabeza, pensativo, a la vez que preocupado y se dijo: «¿Y ahora, qué?».


"Dieciocho"

Teresa Reinoso.



-¿Te imaginas…?

-¿El qué?


-¿Que de mayores hiciéramos algo tan importante que pasáramos a la Historia?


-¿Te refieres a ser como Napoleón o madame Curie y qué los niños nos estudiaran en el cole?


-¡Efectivamente! Date cuenta de que pasar a la Historia es como no morir nunca... Por mucho tiempo que pase, siempre estarás en el pensamiento de alguien.


-¿Y qué podríamos hacer para pasar a la Historia?


-No lo sé… Tal vez descubrir y viajar a un planeta; o conquistar un país…


-O hallar una medicina que salve a mucha gente; o una nueva forma de ver el mundo…


-Eso es… Algo grande, muy grande…


Estaban tumbadas en la hierba mientras perdían la mirada en el techo azul del cielo. La hierba les hacía cosquillas y unas hormigas se entretenían con el recorrido de los dedos de sus pies. La brisa les acariciaba la nariz y les desordenaba el pelo.


A medida que el sol terminaba de describir su diurno recorrido, soñaban imposibles quimeras. Los exámenes estaban a la vuelta de la esquina y el verano se les presentaba como un cuaderno a estrenar, en el que con sus dieciocho años escribirían unas vacaciones inolvidables.
Laura y Merche eran amigas desde siempre. Compartían innumerables trastadas, sueños, éxitos y fracasos, pequeñas peleas y reconciliaciones definitivas. No podían imaginarse la una sin la otra y, sin embargo, la vida llamaba a su puerta para empujarles desde la suave protección de la adolescencia a la intemperie de la vida adulta.


Sin embargo, en ese momento disfrutaban de aquellos instantes en los que el mundo parecía detenerse para escuchar la conversación que mantenían.


-Laura, ¿qué crees que será de nosotras?


-¿Te refieres a cuando seamos mayores?


-Sí.


A Merche le encantaban las historias que inventaba Laura, en las que convertía a ambas en heroínas, políticos, médicos o, simplemente, ejemplares madres de familia.


-Te casarás con Paco y tendréis muchos hijos. Él sacará con nota su ingeniería y trabajará para la NASA. Tú crearás una empresa de moda que revolucionará el mercado textil y marcarás las tendencias del futuro. Viviréis en una preciosa mansión en Versalles y os invitarán a bailes te recordarán a los de “Orgullo y Prejuicio”…


Merche reía divertida. No le disgustaba la idea de casarse con Paco y tener muchos niños con él, pero no se creía capaz de diseñar nada que mereciese la pena.


-Y tú, ¿que harás?


-Me haré arqueóloga y viajaré por el mundo para sumergirme en los secretos de civilizaciones desaparecidas. Resolveré encriptados códigos y deslumbraré a la Ciencia con mis descubrimientos.


-No has includio a Andrés en tus planes.


Laura se sonrojó.


-Andrés, claro... Debo buscarle un hueco en mi vida… ¡Ya está! Será el encargado de llevar mis maletas por los aeropuertos.


En el ocaso del día y en el cenit de su amistad, sus carcajadas parecieron volar hacia el espacio.


"Muchachito de costumbres"

Nuria Martínez Labuiga.


De entre todas las especias, escogió la pimienta negra. El tarro de cristal se encontraba en la estantería más alta y, al intentar alcanzarlo, cayó al suelo. Junto a los cristales rotos las semillas se esparcieron por toda la cocina. Fue a tomar la escoba y el recogedor cuando le alertó un llanto. Se trataba de su hermano pequeño, que se había despertado con aquel estrépito.
Se acercó para calmarlo, pero no fue capaz. Abrió de par en par el ventanal y los visillos comenzaron a ondear suavemente. Acercó la cuna a la corriente de aire, pero el bebé continuó su rabieta. Entonces el teléfono comenzó a sonar. Dio a su hermanito un beso en la mejilla y acudió a cogerlo.
- Sí, mamá... No, aun no he limpiado los baños... ¿Eugenio? No, no está llorando... Te habrás equivocado con la radio,que la tengo puesta... Vale, mami. Hasta luego.
Colgó y se acercó al niño. Lo tomó en brazos para mirarlo y remirarlo.
-¿Qué te pasa?
Aquel plañido agudo le taladraba las sienes. Con mucho cuidado lo tumbó de nuevo y le acarició la coronilla mientras entonaba una nana y balanceaba dulcemente el moisés. Antes de terminar la canción, percibió un olor a quemado.
-¡La bechamel!
Se apresuró a retirar el cazo del fuego y a punto estuvo de resbalar con la pimienta. Apagó el gas y se puso a barrer, maldiciendo los desesperantes gritos del bebé hasta que, de pronto, se hizo el silencio. Miró hacia el salón: ni un sollozo, ni un hipido; nada. Se acercó hasta la cuna sin hacer ruido. El viento había llevado hasta ella el vuelo de los visillos, que el niño amarraba fuertemente con sus pequeños dedos, del mismo modo que acostumbraba a hacerlo con la peluda toquilla del invierno.
Hacía calor, tanto que la gente no salía de sus casas. Pero aquel pequeño ya era un muchachito de costumbres.

"Como dos gotas de agua"

Rosa García Macías.



Llover no es sólo que caiga agua de las nubes, que todo se inunde de gotas y haya que equiparse con botas de goma, una cazadora, un paraguas y un arco iris en el bolsillo.

Llover no es sólo que haya que resguardarse bajo el alero de un tejado, o que el día esté tan gris que amenace una explosión de oscuridad sin estrellas.
 

Llover no es sólo que huela a húmedo, como a perfume, y la piel se nos ponga de gallina, ni tampoco es sólo una canción deprimente de un grupo que ya no se escucha.
Llover es estar calado hasta el alma, anhelando una hoguera. Es tener un ojo blanco y el otro negro, comer sin apetito y dormir, dormir, dormir...

Llover es sentir ganas de llorar, acurrucarse bajo una manta y desear ver alguna película de esas que inyectan azúcar hasta en las amígdalas, retener alguna frase de esas que se apuntan en una libreta.


Llover es ser lluvia y caer despacio sobre las ventanas. Ser una gota que corre detrás de otra gota.


Llover es estar sin mí. Llover es estar sin ti.

"De Madrid al cielo pasando por Barcelona"

Cristina Orts.



La gaviota entró en la ciudad desde el mar, con las primeras luces de la mañana. Ante ella se erguían las cuatro torres de la Sagrada Familia, desafiando las alturas desde el corazón de Barcelona. En el interior de la urbe, aunque el ave no fuese consciente, podía perderse en su inmensidad luminosa. Y es que Barcelona suena a gaviotas que, como esta, surcan el aire.
Barcelona es una música en catalán, hablado por niños y abuelos en las faldas del Tibidabo.
A medida que deshizo su vuelo en mil acrobacias, el día se fue desarrollando bajo sus alas.
El paseo por Las Ramblas, con su aire pintoresco y festivo que convierte la acera en un carnaval; los dulces en La Boquería, aunque no se caracterice por sus baratos precios; el puerto Olímpico alanceado de mástiles y con sus velas blancas desplegadas al viento del Mediterráneo; las carreras en bici por el parque Güell, en donde los niños juegan al escondite con los lagartos de piedra y otros animales de vivos colores que parecen sacados de un libro de cuentos.
Barcelona obliga a un éxtasis ante la fachada de la casa Batlló, misteriosa y fantasmal; disfrutar con el juego de luces de las fuentes de Montjuïc -mágicas, según dicen-; rendirse al silencio sacro que domina La Mercè; a relajar la vista ante los atardeceres que coronan en cada ocaso La Barceloneta.
La ciudad obliga a buscar un extravagante rincón por el barrio Gótico; a contemplar a los fieles cuando se dirigen a la Esglèsia de Santa María del Mar; sortear las altas palmeras dispuestas a lo largo de la Avenida de la Diagonal, que divide la ciudad en dos mitades; competir por ver quién aguanta más tiempo mirando al famoso Colón, que señala la lejana América con su índice; mezclarse con la marea humana que recorre el Passeig de Gracia y embeberse de los escaparates de las tiendas.
La tarde declina y unos jóvenes la aprovechan para tomar un helado en Plaza Cataluña, en donde los <skaters> se retan en ágiles maniobras mientras suena de fondo, casi en susurros, el tímido murmullo del agua de las fuentes.
Y cuando parece que ya no le queda más por ver, la Torre Agbar se prende en azules y rojos sobre la noche.
Entre el aire húmedo del mar y bajo la bóveda cuajada de estrellas, la gaviota decide volver, abandonar la urbe donde todos se despiden con un “que vagi tot molt be”. Busca un resquicio donde pasar la noche, tal vez entre las montañas, pero no puede resistirse y surca el Arc de Triomf, como si fuese un general que regresa victorioso de una campaña militar.
Atrás queda la ciudad de Gaudí, Picasso y Miró; y una sensación extraña, mezcla de anhelo y melancolía. Y es que dicen que: “De Madrid al cielo...”, pero el ave agrega “... pasando por Barcelona”.
 

"Por ti, sangría"

Lola Botija.


Hace unos días, en un momento de ternura y amor a los míos, llamé a mi amiga Sangría dispuesta a apoyarle en estos difíciles momentos que atraviesa.
Yo, Coma empedernida que también he pasado por crisis en las que los escritores me apartaron de su lado, construyendo frases interminables que apenas se pueden acabar de leer sin un ahogo, hablé con ella desde la experiencia, aconsejándole que estuviese tranquila pues el tiempo todo lo cura y que tarde o temprano retomaría la buena amistad con los escritores.
Pero ella, cabezota como es, insistía en que los jóvenes no la utilizan, los profesores no la exigen, los escritores la ignoran y siente como el mundo le da la espalda.
Le expliqué que el mundo actual es bastante despistado pero que, de todos modos, comprendía la impotencia por la pérdida de las buenas costumbres; a fin de cuentas ella sabe como embellecer cualquier documento.
De modo que yo, en defensa de mi compañera Sangría, hago un llamamiento para su empleo y conseguir, así entre todos, que salga de este fatídico bache.

"Cariño"

Teresa Reinoso.


Desde hace tiempo vengo observando a una madre y a su hijo, que viven enfrente de mi parada escolar. Mi hora de autobús coincide con su paseo y tengo la sensación de conocerles. Las señoras mayores del barrio, incluso, se acercan a saludarles.

La madre pasa de los setenta años y el hijo rondará los cuarenta y cinco. Él sufre una enfermedad: no sé exactamente cuál, pero sus efectos son manifiestos a simple vista. Aunque puede andar, lo hace trabajosa y torpemente, con el brazo doblado como si fuera un camarero. Además, emite desagradables ruiditos y su mirada refleja que tiene el alma de un chiquillo.


No es una enfermedad agradable, lo reconozco. Los niños pequeños se esconden detrás de sus madres cuando lo ven pasar, aunque él les dedique una mueca que pretende ser una sonrisa. Su madre le coge del brazo bueno y, con mucha suavidad, le insta a seguir caminando.


Me gusta contemplarles cuando salen de casa. Al abrir la puerta, la madre comprueba la temperatura y ayuda a su hijo a bajar los escalones del portal. Es entonces cuando entiendo lo que es el cariño.


Primero, el abrigo. La madre le mete los brazos por las mangas, con gran ternura. A él, con sus torpes miembros le cuesta abrochárselo, pero ella espera pacientemente hasta que lo consigue. Luego van los guantes. Vestir esas temblorosas manos y hacerlo con tanto cariño, se me antoja una obra de arte que se repite diariamente en el invierno, sin que varíe un ápice la dedicación con la que ella lo hace. Una vez abrigado, le coloca el cuello de la camisa, le peina el flequillo y dan comienzo a su paseo mientras el hijo sonríe. Y así, día tras día.


No es necesario llevar música para entretenerse en mi parada. Desde que cojo el autobús hasta que llego a casa, mi pensamiento recorre las calles acompañando a esta madre y a su hijo. Si cada uno de nosotros mostrásemos en nuestros quehaceres el mismo cariño y la misma dedicación que esa mujer frente a su hijo, seríamos mucho más felices al tiempo que hacemos más felices a los que nos rodean. Porque el amor es un bien que actúa en doble dirección: hacia el que lo recibe y hacia el que lo entrega.

"Tu baile"

David Jiménez Sequero.


Escoge un lugar, no importa cuál. Un castillo gigantesco, de fuertes paredes de roca construido en lo alto de una pintoresca colina. O tal vez prefieras un pequeño salón de actos disimulado entre la algarabía y el alboroto de un concurrido bulevar. A lo mejor deseas un día cálido, cuyo sol vigoroso abrace tu cuerpo, o una noche de invierno gélido que cubra las calles y los campos con su ventisca. ¿Lo tienes?...
Ahora elige una época. ¿Qué tal la oscura y supersticiosa Edad Media, en donde la fantasía y lo sobrenatural se confunden con lo real? No hay problema si, en cambio, prefieres algún año de principios del siglo pasado. Eres libre, durante estos instantes, de escurrirte a donde te plazca. ¡Pero hazlo rápido! Porque te están esperando… ¿Y para qué habrían de aguardarte?, te preguntas. Es obvio: tienes un baile, ¿recuerdas? Has pedido la mano de la mujer a la que amas y sus padres te han impuesto una curiosa condición: debes bailar con ella. De ese baile dependerá si te otorgan su mano o te la retiran por siempre.
Recapitulemos: tenemos un lugar, un momento y un porqué para empezar. Todos te aguardan ansiosos al otro lado, del que sólo una gran puerta pesada os separa. No logras oír nada a través de ella; tan solo percibes el latir de tu corazón exaltado. Nada más. ¿Qué tal si la abres? El pomo gira, los goznes y las bisagras rechinan con gravedad y la luz y los colores refulgen a tu alrededor, cegándote: el terciopelo, los tapices, la mantelería, las grandiosas lámparas de araña suspendidas del techo, la decoración más rica y exótica que puedas imaginar. Todo está allí enmarcando aquel escenario: un amplio entarimado claro y reluciente que invita a deslizarse sobre él.
Alzas la vista y le contemplas a ella. No te preocupes por su nombre; no te lo ha dicho aún. Además, nunca lo has necesitado. Te espera de pie en el centro del salón, con un delicado vestido blanco adornado con sutiles encajes de hilo por las mangas que envuelven sus cándidos brazos. Su blanca piel parece más blanca. Sus ojos parecen más claros. ¿Será la luz? Sus labios, del color de las cerezas, ligeramente entreabiertos, disimulan una sonrisa de complicidad. Os miráis y ya nada importa, tan solo vosotros y el baile. Oh, sí... ¡El baile! Deberías dejar tus pensamientos y mover los pies, que has acertado al calzar en unos lustrosos zapatos de charol.
Avanzas hacia ella, atraído por su magnetismo de sílfide, pero te detienes a mitad de camino para realizar una reverencia ante sus padres, que te estudian en silencio antes de asentir levemente. “Devuelves el gesto de la forma más respetuosa posible; es importante empezar bien.
Y ahora sí, llegas a ella y le tiendes la mano. Posa su palma en la tuya como si fuese una pluma. Estupendo. Pero, ¿qué tipo de baile elegís? Un vals, por supuesto. No lo podéis decidir porque antes lo pensaron en vuestro lugar. Ambos aguardáis, mirándoos el uno al otro, esperando a que comience la música. Arrancan un par de notas graves y distraídas, como si buscaran al resto, y entonces se desliza la composición: altos violines y firmes contrabajos emiten el primer compás y tú das el primer paso.
Su cuerpo responde con precisión y agilidad. La cadencia de vuestros movimientos se acompasa como vuestros corazones. Un pie hacia delante, otro hacia atrás. La música os habla. ¿Qué os dice? ¡Bailad, por supuesto! Vosotros respondéis con una vuelta sobre los talones y dejáis que os siga guiando: ¡más despacio, más deprisa! ¡Más separados, más juntos! ¡Cuidado con ese pie, que no va ahí!
Tu corazón se adormece. El de ella palpita por ti. Ahora su respiración se detiene. Tú le insuflas aliento. Mas no os paréis, que queda poco. Sientes que mucha más gente de la que has visto os observa. Apenas distingues sus rostros porque tus ojos no son para ellos. El baile prosigue mientras os fundís con él hasta que se alza todo en un estallido frenético, que os mantiene girando y girando sobre vosotros mismos. La música realiza cabriolas, saltos y virguerías de toda clase. Os lo exige todo. Tras unos segundos, os apartáis cogidos del brazo y, tras el impulso final, ella se lanza hacia ti y tú la recoges. La música se aletarga, y vuestros movimientos la arropan. Y, cuando finalmente martillea la última nota y todo ha acabado, os miráis una vez más, y ella te susurra:
-Tu baile llegó a su fin.

"Impresiones universitarias"

Olga Nafría.


La semana anterior al inicio de las clases, fue crítica. Me asustaba la universidad, supongo que por lo que entraña de novedad; siempre cuesta que la saquen a una de su sitio para volver a empezar: nuevos amigos, otro estilo de enseñar, un ritmo distinto de estudio... Sin embargo, mi miedo se acabó después de la primera clase. Era de Literatura. El profesor hizo una introducción preciosa, presentándonos las cosas que más me interesan y me apasionan. Salí del aula convencida de que la universidad iba gustarme. Ahora es como si llevara allí toda la vida.

Mi facultad se encuentra en el corazón de la ciudad. Es un edificio neogótico del siglo XIX, dividido en dos alas. Cada una de ellas se articula en torno a un patio. A un lado el de Ciencias y al otro el de Letras. Yo pertenezco a este último: estudio Filología.


Sé que es común la opinión de que mi carrera es de las fáciles, y no voy a oponerme. Es asequible aprobar y acabar como filólogo mediocre. Es cierto que hay quien viene a perder el tiempo (como en todas las carrerras, supongo). Sin embargo, también se encuentra gente con amor por las Letras, mucho interés por absorber conocimientos y la aspiración de descubrir al ser humano en profundidad. Para explicarlo, he inventado una metáfora: la Filología es como un buffet libre en el que todos los comensales “pagamos lo mismo” por entrar (es decir, tenemos las mismas asignaturas, horas de clase y lecturas obligatorias). Al finalizar los estudios universitarios, nuestro título valdrá lo mismo, aunque cada alumno habrá “comido lo que ha querido”. Somos libres de decidir hasta dónde queremos profundizar y cuanto más queremos leer, debatir, razonar y descubrir. Los que van más allá de lo puramente obligatorio, son los grandes.
 

Llevo un mes en la universidad y me siento como pez en el agua. Cada mañana entro en el edificio con ilusión y me dirijo al patio de Letras, el claustro alrededor del cual se encuentran las aulas. Tiene bancos de piedra y árboles. Es el lugar ideal para hablar y relajarse con los compañeros. Cuando me siento en uno de esas bancadas, no puedo evitar pensar que hace más de cien años, estudiantes como yo se reunían allí para charlar del futuro con sus colegas.

En el piso de arriba está la biblioteca, un espacio con un toque “harrypotteriano”. Es apasionante navegar entre las innumerables estanterías en busca de títulod mientras los retratos al óleo te observan desde sus marcos.
 

Me gusta mi facultad. Es una mezcla de conferencias literarias, humo de tabaco, acentos de todos los continentes y libros con hojas que amarillean. También hay una cafetería para esparcirse entre clase y clase, pancartas reivindicativas y debates improvisados sobre los temas más variopintos. A veces pienso que, si nos oyera la gente de fuera, pensaría que estamos locos. Pero, qué bien nos lo pasamos.

Cuando salga de aquí, no tengo ni idea de lo que quiero hacer con mi ocupación laboral. Tal vez me dedique dar clase, o quizá no. Lo que tengo claro es que me esperan unos años emocionantes, por lo que este es el momento de aprender y de abrir los ojos al mundo.
 

***
 

Son las nueve de la noche y acabo de finalizar un examen. En los corredores casi desiertos resuenan mis pasos de estudiante de primer curso. Ya ha anochecido. El viento sopla suavemente. Salgo del edificio, pero antes echo una última mirada al patio de Letras: la luna inunda con su luz el claustro sereno y silencioso, la brisa mece las copas arbóreas. Sintiéndome en un escenario de misterio, pienso: “Qué bonita es la universidad”.
 

"Poesía en los periódicos"

Jon Asier Bárcena.

Estaba leyendo el poema que me envían casi diariamente desde la página web poemas del alma, cuando me vino una idea: ¿por qué no dedicarán los periódicos y los semanales media o incluso una página de sus ediciones a la poesía?
Los periódicos utilizan muchas páginas para dar noticias, como antaño. Sin embargo, hoy tenemos internet y un sin fin de informativos: la mayoría de la información que nos llega a través del diario suele estar obsoleta, por lo que escogemos de entre sus páginas aquellas secciones como opinión y algunas entrevistas. Para su supervivencia es vital que los medios escritos de información contengan algunos apartados de los que los audiovisuales siempre carecerán.
Los poemas que deben publicar no tienen que ser necesariamente “clásicos” ni, tampoco, de autores desconocidos. Es mejor que mezclen ambos y, de ser posible, que nombren el título del poemario del cual proceden. Así, nuevos poetas serán dados a conocer y los antiguos serán rememorados.
Esta página que propongo puede ayudar a periódicos de lenguas minoritarias, que venden pocos ejemplares. El Berria, a modo de ejemplo, nunca lo compro porque la información la ofrece más brevemente y en una lengua que me resulta difícil de manejar. No obstante, si apareciese un poema y algún relato en euskera, seguramente lo compraría de cuando en cuando.
Siendo realistas, quien escribe poesía no espera ganar dinero. Al ser ésta una forma de hacerse publicidad, seguro que ofrecerá sus poemas gratuitamente. Aunque al pensar en los rapsodas inmortales, quizás Bécquer salga de su tumba para reclamar los royalties de sus rimas...
 

"El héroe"

Rocío Fernández Soler.


Se llama Dady, tiene veinticinco años y trabaja trece horas al día: de ocho de la mañana a nueve de la noche, sin descanso. En su “contrato laboral” no se incluye tiempo para comer ni para dormir la siesta y, por supuesto, no conoce la palabra “vacaciones”. En su trabajo ni si quiera cuenta con una silla en la que sentarse. Además, no para de moverse; vende pañuelos en un semáforo.
Lo más asombroso es su sonrisa. Nunca le he visto triste, nunca ha tenido para mí ni para nadie una mala contestación, siempre saca alguna broma. Pero muchas personas le cierran la ventanilla cuando le ven acercarse o hacen oídos sordos a sus golpecitos en la ventana. Lo ignoran como si no existiera, como si lo que hay al otro lado del cristal no fuera una persona. Es más, algunos le insultan y le dicen que se vaya a su país, que qué hace aquí vendiendo pañuelos. Me gustaría que esas personas reflexionaran sobre cómo deberían de encontrarse Dady en su país para que haya sido capaz de atravesar el Estrecho sin comida ni agua, empapado por la lluvia fría y en peligro de morir ahogado. ¿Cómo serían sus condiciones de vida en África para que esté agradecido con lo que tiene en España?
¿De dónde saca la fuerza para tener siempre una buena cara? ¿Cómo hace para no perder la sonrisa, incluso frente a aquellos que lo miran mal? ¿Cómo es capaz de sentirse afortunado con lo poco que posee? Para él, una sola persona que le sonría basta para sentirse importante dentro de su pequeñez y así aguantar una hora más de pie, bajo el sol del agosto sevillano con una sonrisa resplandeciente.
A todas las personas que lo critican o que no lo consideran digno, quería decirles que tienen frente a él a un héroe.

"El diecisiete"

Sara Mehrgut.




El número diecisiete miró hacia atrás y no vio a nadie. Sonrió. No llevaba nada mal la carrera, pero aun quedaba un largo tramo. El viento había aparecido para animar y lo impulsaba con fuerza hacia el horizonte.
Era la primera vez que Jorge se decidía a correr. El resto de los años participaba distribuyendo botellines de agua en la meta. Se trataba de un día muy reconfortante. Cómo camarero estaba habituado a servir a las personas, pero no había nada como recibir ese “gracias” entre jadeos que procuraban formar una sonrisa. La anterior temporada se preguntó qué impulsaba a dibujar muecas risueñas a esos vecinos que desayunaban siempre con el ceño fruncido.
Y aquí estaba Jorge, que no fue nunca un deportista, sintiéndose triunfador. Tenía la garganta seca y cada bocanada de aire le arañaba las entrañas. Sopesó unos segundos la situación y resolvió que podía parar un poco y continuar andando. Se sujetó la cabeza mareada con ambas manos; le ardían las orejas.
Al rato, volvió a comprobar que no tenía nadie en la cola y por miedo a perder el buen ritmo, echó de nuevo a correr.
Cualquier otro se habría alegrado al ver la bajada que dibujaba el sendero, pero el diecisiete, poniendo cabeza, se acordó de lo que supondría para sus rodillas y fue frenando. Cuando tropezó juzgó que su mal sino estaba escrito y no lo podía evitar por mucha atención que pusiese en el camino. Cayó de bruces y, amoldado a la pendiente, regaló una estruendosa risotada al monte. Había levantado tanto polvo que no veía nada. Escuchaba a las piedras que corrían mas rápidas que él. La cabecera de la carrera debía encontrarse muy lejos.
Sin animo de incorporarse, se acordó de ella. Cuando le dijo que este año participaría en la marcha, como era confiada le prometió recibirle en la meta. El diecisiete evocó su sonrisa, la ilusión que ella ponía en todo. Por ese motivo se levanto y siguió descendiendo.
Llegaron –al principio desde muy lejos- sonidos de risas, y a continuación, en todas las direcciones, tamborilereos y batir de palmas. Cada vez se oían más cerca. Rodeó la antigua fabrica de algodón y le sorprendió toda una multitud que celebraba la llegada de los deportistas.
Cruzó la meta. Era el último, pero eso no importaba. Ahí estaba su nieta que entre vítores se colgó de su espalda.
El numero diecisiete, en un valiente sprint, cojeó hasta alcanzar el puesto de refrescos. Allí le dedicó una enorme sonrisa al voluntario que lo atendía.

"La playa de San Juan"

Sara Mehrgut.


Templada y riente (como lo son las del verano de la turística playa de San Juan) resplandecía la madrugada de aquel diez de julio: las siete acababan de sonar a lo lejos, justo cuando ella pasaba por el puesto de churros, que aun permanecía cerrado; y a esa hora, con paso firme y rutinario, los pies morenos de Carmen le conducían a las orillas del mediterráneo.
Comenzó a cantar.
"Amenábar, Amenábar,
moro de la morería,
el día que tu naciste
grandes señales había."

Había llegado al mar. A pesar de los horrendos edificios que se erigían a su espalda, a pesar de los cuidados jardines que bordeaban la playa y de las trasformaciones que había sufrido desde que era pequeña, el lugar poseía toda la prestancia y solemnidad que le corresponde al litorial mediterráneo. El clamor del agua espantaba una y otra vez a una bandada de gaviotas. Carmen, agitando los brazos, las imitaba. Al rato comenzó a pasear por orilla, cuya arena se esponjaba a su paso.
"Cuando tú naciste, moro,
la luna estaba crecida.
Estaba la mar en calma,
la luna estaba crecida;
moro que en tal signo nace,
no debe decir mentira."


De pronto se encontró una montañita de conchas que el mar no ha conseguido arrastrar. Estás apresaban un papel que bailaba con la brisa marítima. Era un billete de Monopoly. En un instante la imagen de sus hermanos jugando con ella y la pandilla nublo su vista. Habían pasado ya quince años desde esas partidas que olían a salitre, protector solar y plátanos para merendar.
Siguió caminando con el billete entrelazado entre los dedos, pero había cesado su canción.

Se dio la vuelta y con pasos lentos se encaminó de nuevo rumbo a la ciudad, deteniéndose a cada momento y volviéndose para mirar la mar. Buscaba la palmera en la que se reunió con aquella misma madrugada. No podía creer que el muchacho que tanto le gustaba acabara de declararle, hace unas horas, su amor y menos que ella le hubiera rechazado con tanta torpeza y brusquedad. Por primera vez en su vida experimentaba el dolor de haber provocado, sin la menor intención, un sufrimiento cruel e inmerecido.
La conciencia no le concedía tregua; además, una vez que se marchó del arenal, tuvo la impresión de que para siempre había perdido algo muy querido y cercano que nunca volvería a encontrar. Que aquellos instantes no se repetirían.
Al llegar al paseo se detuvo pensativa. Quería encontrar la razón de su miedo. Ella siempre le había querido, pues todo encajaba si él se encontraba a su lado. Con total sinceridad se confesó a sí misma que se había dejado llevar por una frialdad juiciosa, un temor lleno de otros. Le aterrorizaba el fracaso porque ya no era una niña. Se reconoció a sí misma que le avergonzaba la profesión de aquel muchacho; no entraba en sus planes casarse con el dueño de un chiringuito playero. Pero, a pesar de todo, luchaba contra su incapacidad para captar la belleza en toda su profundidad, por más que aquella belleza se le hubiese enredado al corazón. Era el suyo un caso de vejez prematura fruto de su educación encorsetada, de la lucha meticulosa que había librado por alcanzar el éxito y de la vida desarraigada que había llevado de una ciudad a otra.
Desde el paseo se internó despacio, con desgana, por las calles de la ciudad. Allí, a través de los primeros chalets que el sol comenzaba a calentar, sintió que también se caldeaba su corazón.
Le entraron enormes deseos de recuperar lo que había perdido.
Carmen volvió sobre sus pasos. Le aguijoneaban los recuerdos y quiso disuadirlos cantando:
"Amenábar, Amenábar,
moro de la morería.
El moro que los labraba
cien doblas ganaba al día
y el día que no los labra
otras tantas se perdía."

Se dirigió rauda hacia el chiringuito. El sol comenzaba a picar y la arena se tranformaba en un brasero que la obligaba dar saltitos mientras el corazón le latía con fuerza y las manos le sudaban. Se detuvo en seco. Las gaviotas fueron las únicas en percatarse de su estúpido baile sobre la arena. Con un gesto de desaliento y un profundo suspiro decidió su camino.
Entonces él la llamó.

"Valladolid"

Sara Mehrgut.




“Hubiéramos podido ser los dueños del ancho mundo
y no somos más que unos granos de trigo en la ancha castilla.”
Bartolomé Bennassar

Me presentan en Bellas Artes a uno que también es de Valladolid. Como somos los únicos pucelanos de la clase, mis amigas piensan que me gustará conocerlo. Al principio, sí. Habla de los buenos artistas de nuestra ciudad (escritores, imagineros, pintores...) y yo asiento. De los enormes cielos que caen desde los edificios hasta los campos de labranza, y aplaudo. De la elegancia de los ciudadanos cuando pasean por las calles comerciales, y sonrío.
Con el éxito de sus primeras intervenciones, el muchacho se me crece y asegura que siempre viviría en Valladolid. ¡Qué empeño, Dios mío, de no desear ningún otro horizonte en la vida!... Por si aquello no fuera suficiente, el amor a la patria chica le hace embalarse:
-Te aseguro que Valladolid es la ciudad perfecta.
Ah, no. De eso ni hablar, guapo. No creo que la capital castellanoleonesa, haya aspirado nunca al grado de la perfección, como si esta categoría fuese deseable para alguna urbe. ¿O es que a los lugares no los singularizan también sus defectos? Además, no hay nada mas divertido que reírse del orgullo vallisoletano desde dentro.
Si te paseas entre otras juventudes castellanas, observarás que el desprecio a mi ciudad es absoluto. Uno de los famosos gritos de guerra en cualquier fiesta es "¡Pucelano el que no bote!". Con este potente gañido, se inicia el jolgorio y comienzan a dar saltos como locos.
Se trata de un rencor centenario hacia la capital de la Comunidad Autónoma, como si les hubiésemos robado algo. En uno de nuestros simpatiquísimos gestos, afirmamos: "envidia", y nos damos la vuelta airosos. Porque los vallisoletanos somos prodigiosamente agradables: con el tiempo, incluso, nos hemos acostumbrado a que nos reciban como a un ladrón en las tiendas.
-¿Quieres algo?
-No. Nada. Sólo estoy mirando.
No sé si será la dulzura de la voz de la dependienta, su tono poco inquisitivo o la manera en que su mirada te repasa de los pies a la cabeza, pero algo en tus entrañas comienza a bramar: <<¡Corre, Forrest, corre!>>.
Por fortuna hablamos bien, sin acentos, vanagloriándonos de nuestra vocalización y riendo presuntuosos las gracias de los del norte, que parece que cantan, o del audaz acento sureño, que ni se entiende.
Defendemos el "la dije... " con verdadero ímpetu ¡Se da más información! Tengo amigas que, seguro, escribirán su tesis defendiendo este error gramatical tan estupendo.
Hoy, mi conciudadano me comenta lo horriblemente “frescas” que son las charras en comparación con las vallisoletanas (será que se quiere ganar algún punto en mi opinión sobre él).
-¡Cosas de Salamanca!
-Ciertamente -le respondí, sonriéndome de su injusticia-, porque fuera de Pucela no hay nadie decente; puedes estar seguro de que al cruzar la frontera, todas las mujeres son insufriblemente fáciles. Es decir, las mujeres de otros pagos no son mujeres.
Al rato, como ya no hay conversación, surge el tema del tiempo. En esta ocasión ya no puede entretenerse con sus dulces comparaciones y yo respiro tranquila, confirmándole que el de hoy es un día inmejorable. Apenas he terminado la frase cuando soy consciente de mi craso error, pues no sólo la solana hace de un día una maravilla. La grata compañía, erre que erre...
-Con este bochorno, lástima no tengan playa como en...
-¿Valladolid? ¿En serio echas de menos ese trozo de arena a las orillas de tan cristalinas aguas?
La hora libre ha terminado. Él se ríe.
-Menudo carácter. Se ve a kilómetros que eres vallisoletana.
Llegado a este punto... ¿Protestar? ¡Qué va! Es hora de ir a clase y me levanto.
Sí, yo soy vallisoletana.