"Días de felicidad"

Emilia Carrasco. 


Dora soñaba encontrar algo importante. Solía pasear por las aburridas playas de Cerdeña, la hermosa isla italiana, buscando objetos antiguos. Sin embargo, sólo hallaba piedras y conchas.
Vivía con su abuela Rafaela, pues había comenzado a estudiar fuera de la península, lejos de sus padres. Estaba acostumbrada a estar sin ellos, pero algunas veces los echaba de menos.
Ir a la playa se había convertido en una rutina, pero un día, al comprender que su búsqueda no daría frutos, decidió cambiar de destino.

***
Siempre que acudía a aquel lugar encontraba algo interesante y lo llevaba al anticuario, para ganar algo de dinero. Era un bosque en lo alto de una pequeña montaña, a las afueras de Cagliari. Los mayores decían que aquel bosque era tan antiguo como la propia isla. Dora nunca lo creyó, pues aunque los árboles eran altos resultaba inverosímil que tuvieran miles de años.
-Dora, no son esos mismos árboles los que llevan aquí tanto tiempo –se reía su abuela-, sino los hijos de sus hijos, sus sucesores. Así es cómo pervive la esencia del bosque.
Aquel bosque le despertaba en la abuela buenos recuerdos, pues a la sombra de los almendros jugaba con su familia…
Hubo un día distinto. Estaba lloviendo, pero cuando llegó al lindero del bosque escampó. Algunos rayos del sol caían sobre la tierra a través de las ramas. Tras mucho caminar, Dora divisó algo brillante entre la maleza. Era un collar recubierto de un polvo incrustado, señal de que era mucho más antiguo de lo habitual.
Al llegar a casa de la abuela accionó una abertura en el collar. Contenía la fotografía de un hombre y una mujer. Se fijó en las vestiduras: el sombrero y el cabello de la dama se fundían en un toque incierto, pues la imagen en blanco y negro estaba muy deteriorada. El hombre vestía uniforme militar. En el envés descubrió una fecha: 1942. Databa de la Segunda Guerra Mundial. Aquellos rostros le resultaban familiares, pero no sabía por qué.
Bajó las escaleras para mostrar el collar y la foto a su abuela, que se encontraba entre fogones. Preparaba un postre para sus reuniones semanales con Angélica y Luisa.
-Abuela, mira lo que he encontrado.
-Mis amigos no han llegado aún... Si traer alguna roca en la que ves cosas antiguas, te advierto que no tengo tanta imaginación como tú.

-No, esta vez es algo que puede interesarte.
Dora fue a entregarle sus descubrimientos cuando llamaron a la puerta. Era Angélica.
-Buenas tardes a las dos… ¿Os he interrumpido?
-No, no... Pasa y mira lo que descubrió mi nieta. ¿No es bonito?

Angélica se estremeció. Rafaela y Dora no se esperaban semejante reacción.
-¿Qué te ocurre, Angélica?-preguntó Dora.

Habló lentamente.
-Dora, ¿no encuentras algo familiar en esta foto? Esta muchacha es mi madre… El soldado, mi querido padre. Ella siempre llevaba encima el collar, hasta que un día lo perdió –buscó a Dora con los ojos-. ¿Dónde lo encontraste?
-En el bosque, oculto entre la maleza. No sabía que eran familiares tuyos.
-Dios mío… Si me lo dieras, lo cuidaría como se merece.
-Es tuyo; siempre lo será. Toma -se lo entregó-. Tu madre era muy hermosa.
-Muchas gracias –se apretó el collar al pecho y suspiró-. La próxima vez, en recompensa, espero que encuentres un tesoro valioso e importante.
Acabó el día con una reunión de amigos en la que se tomaron los dulces de la abuela a la luz del atardecer.
 

"Diente de tiburón"

María Teresa López.



Se llamaba Hugo y aquel verano tenía cuatro años.

Su piel era de color del chocolate. Bueno no, en realidad era café con leche, pero con más de café que de leche. Su padre sí que era del color del chocolate; su madre, café con leche, aunque menos café que Hugo.


El pequeño apenas medía medio metro. Tenía ese pelo rizado propio de los africanos, que se asemeja un estropajo de cocina. Estaba muy delgado, aunque sus espaldas eran bastante anchas en comparación con el resto del cuerpo. Bueno, todo esto son detalles sin importancia cuando te fijas en sus ojos y su sonrisa. Esos ojos son capaces de sumergirte en el mar infinito de las ganas de vivir, como esa sonrisa picarona que resaltaba en su carita. Hugo transmitía tanta paz, que al mirarlo se te olvidaba el resto del mundo.


El problema de Hugo era el aburrimiento al que se encontraba sometido día tras día. Vivía en una ciudad costera de España. Sus padres trabajan en el paseo marítimo. Su mamá se dedicaba a hacer trenzas, sobretodo a las turistas inglesas y noruegas. Su papá vendía DVDs pirata de las películas del momento y los últimos CDs del mercado. Así que el pequeño se sentaba en la barandilla y miraba el mar. Se preguntaba por qué tenía que quedarse con sus padres en el paseo, si él quería bajar a la playa.


Un quince de agosto todo cambió. Apareció Elena, una muchacha de Madrid, de dieciocho años y con el corazón más grande que su altura, que ya es decir porque jugaba al baloncesto. Tenía un cuerpo atlético, los rasgos marcados, el pelo largísimo -liso y castaño- además de una boca bastante grande, para que su sonrisa pudiera verse a distancia.


Aquel día Elena fue al quiosco a comprarse un helado para no morir de calor. Entonces lo vio. Hugo estaba a su lado, mirándola embelesado. Ella le preguntó que si también quería un helado y la respuesta del pequeño fue irse corriendo hacia su mamá. Ella compró dos polos de limón y fue donde la madre. Le dijo que su hijo era el niño más bonito del mundo. Para ser café con leche (más café que leche), se le vio colorado ante los piropos de la chica antes de sonreír y esconder la cara. La mujer le dijo algo en un idioma que la madrileña no entendió, pero cuando el niño le cogió el helado y le dio las gracias intuyó de qué se trataba.


Al día siguiente la jugadora de baloncesto volvió para ver a Hugo y le preguntó si le gustaría bajar a la playa con ella, pues seguro que estaba aburrido de ver a sus padres trabajar. Hugo le dio la mano.
Así pasó el verano: Hugo y Elena se comieron muchos polos de limón, se mancharon de crema solar, construyeron castillos de arena y los destruyeron entre carcajadas, tomaron el sol y la sombra, pasearon por la orilla, pescaron cangrejos y camarones, se hicieron muchas fotos, hicieron rebotar piedras en el agua, aunque lo que más les gustaba era cuando se metían en el mar y Elena buceaba, salvo la mano que sacaba a la superficie, haciendo el tiburón. Ella le perseguía hasta que lo alcanzaba, lo cogía por el pie, le hacia cosquillas y lo lanzaba al aire.


El verano acabó. Llegó septiembre y, con él, el punto y seguido a una amistad. La última mañana antes de volver a Madrid, Elena fue al paseo marítimo y caminó al quiosco en el que conoció a Hugo. Esta vez no venía a llevárselo a pasear sino a despedirse. Hugo, al verla, corrió hacia ella y la abrazó. Después le dio la mano y se dispuso a bajar a la playa mientras le decía adiós a su mamá. Elena le dijo que no podrían jugar más al tiburón. Al ver la cara de desilusión del pequeño, no pudo evitar llorar y reír a la vez. Lo llevó hasta su madre y le dio las gracias por haberle dejado vivir un mes junto al niño.


Cuando Elena se marchaba escuchó que la llamaban. Se dio la vuelta y se encontró con el padre de Hugo, con el que nunca había hablado. Su cara no era muy amigable, pero le cogió la mano y le dio un cordón negro que llevaba atado un triángulo blanco. Elena le preguntó qué era aquello. <<Es un diente de tiburón. No lo pierdas y así recordarás el verano que has pasado con mi hijo. Yo siempre le hablaré de la jugadora de baloncesto a la que lo mejor que se le daba era jugar a hacerle feliz>>.
 

"Réquiem por la Ciencia española"

Jon Asier Bárcena.



-¿A dónde se han ido los apasionados del pasado?

-Al retiro. Descansan orgullosos tras haber dado a conocer el potencial de este gran país. Descansan porque, acontezca lo que acontezca, lo suyo ya está en los libros y nadie lo podrá cambiar.


-¿A dónde se han ido los apasionados del presente?


-Al infierno. Es un infierno querer investigar y no poder. Es un infierno que en plena carrera científica, cuando puedes competir con los grandes de Europa, te expulsen por vivir en un país de gobernantes egoístas. Y es mayor infierno si estás en una investigación avanzada contra el SIDA.


-¿A dónde se han ido los apasionados del futuro?


-Al exilio. El que tiene dinero, a los dieciocho; el que no lo tiene, antes de los treinta. Se van porque aquí no se facilita el relevo generacional con tanta amortización de plazas. Se van porque saben que estas mismas Universidades, que generaron buenos doctores, han perdido su calidad educativa. Se van con el alma en pena, con el drama de abandonar a su familia, a sus amigos, a sus colegas, porque en España no pueden dar cumplimiento a su pasión: dedicarse a la Ciencia.
 

"Uno más uno"

Beatriz Fernández Moya.



<<Hija, a veces, la vida es doblemente injusta>>, me dijiste entonces, <<te quita lo que más quieres y no te da la posibilidad de luchar para recuperarlo>>. Ahora te observo mientras las luces de la televisión te iluminan con intermitentes flashes, y aprendo a conocer todo lo que nunca me has contado de ti.
Sé que la mayor parte del tiempo evitas mirarlos, porque cuando lo haces te hipnotizan de tal manera que las horas pasan y, al cabo de un rato, te encuentras con la vista fija en la oscuridad. Mientras tanto cavilas, recuerdas, acaso buscas una explicación. Pero no la hay y ambos lo sabemos. La vida es caprichosa; tiene en sus manos el poder de satisfacer todos sus antojos.
Puede que la última vez que habláramos fuera en su funeral. Tal vez porque ya no nos queda nada que decir. El hueco que ambos tenemos en el pecho no se puede llenar con palabras.
Creo que hasta entonces había tenido claro el concepto de uno más uno. Pero pasa el tiempo y, cuanto más te observo, menos capaz me veo de entenderlo. Día a día he comprobado que para ti uno más uno representa un dolor infinito, que se atenúa a ratos pero nunca desaparece. Uno más uno representa una carga mucho más grande del doble de la que solías llevar. Uno más uno es igual a soledad. Uno más uno significa que portas dos alianzas en el dedo, la tuya y la suya, y que tu amor por ella durará mucho más de lo que la muerte ha tardado en separaros. Y te admiro por ello.
 

"Llueve sobre mojado"

Beatriz Fernández Moya.



Hoy, igual que ayer, que antes de ayer y que todos los días que alcanzo a recordar, llueve sobre mojado. Por eso, he salido de casa sin paraguas y con unas chanclas de colores, que en sus tiras llevan grabado un “I love summer”.
He pisado todos los charcos que me he encontrado en el camino y he llegado a tu casa empapada pero sonriendo. He dado cinco timbrazos, imitando la musiquilla de los anuncios de McDonalds, y me he sentado en el escalón a esperarte.
Has tardado en abrir, pero eso da lo mismo aunque llevo demasiado tiempo calada hasta los huesos. No te dado un beso, simplemente te he devuelto tu sudadera de Oxford, la que me regalaste hace millones de años y que usaba para dormir. Me resulta ridículo que, en algún momento, llegara a pensar que tenerla tan cerca me ayudaría a soñar contigo.
Tus ojos ofrecen una explicación, pero tus labios permanecen sellados. Lo sabes: tú no puedes cambiar y yo ya he gastado las setenta veces siete oportunidades que tenía para ofrecerte.
 

"La mañana"

"La mañana"
BERTA FERRER


Desde la ventana se veía el mar. A ratos verde y cristalino; otras veces azul y opaco, como un manto espeso, insondable. Los días de lluvia, cuando llegaba septiembre, se enfurecía. Despedía al verano con olas que se embravecían al compás del viento iracundo y echaban espumarajos al chocar contra las rocas de la costa. Mi madre nos preparaba a mis hermanos y a mívasos de leche con miel y nos acurrucábamos junto al cristal para contemplar el cielo que se deshacía sobre el mar. Eran tardes de sueños inacabables: barcos que naufragaban, tesoros escondidos bajo la arena, mensajes ilegibles encerrados en botellas de vidrio...

Pasaba la tormenta y volábamos por las escaleras, empujándonos los unos a los otros, impacientes por salir al fresco del exterior. <<Coged las chaquetas, no os vayáis a resfriar, por el amor de Dios>>, gritaba mamá desde la cocina, los brazos cruzados y siempre la misma cantinela entre los labios. <<Y que no se despiste vuestra hermana>>. Y yo me enfurruñaba y escapaba fingiendo odiarla, por tratarme como a la niña pequeña que aún era.

Al llegar a la playa, olvidábamos los zapatos en un punto elegido al azar y corríamos descalzos por la arena, que se hundía húmeda bajo nuestros pies. Rescatábamos entonces las historias que habíamos inventado y jugábamos con desenfreno hasta perder el aliento. Caíamos rendidos y nos tumbábamos a contemplar el cielo gris que convertía el mar en ónice. Respirábamos salitre y escuchábamos las olas romper a nuestros pies. Reíamos de cansancio, empapados de felicidad.
Cuando las campanas de alguna iglesia cercana nos avisaban de que se acercaba la hora de cenar, arriábamos velas y nos precipitábamos a la bocana del puerto. Mi hermano mayor me cogía de la mano y tiraba de mí, con delicadeza a pesar de que fruncía el ceño y se quejaba de que me rezagaba, de que íbamos a llegar tarde. Pero siempre lográbamos sentarnos en el muelle, cortos de aliento y con las piernas colgando sobre el agua turbia, a tiempo para ver cómo el faro se encendía con las últimas luces de la tarde.

Con los ojos puestos en el foco de luz, que bañaba las aguas con intermitencia, contábamos mentalmente hasta diez; a veces, hasta veinte. Solía ser yo la primera en avistar la silueta a lo lejos, todavía un insignificante punto en la lejanía. Me tragaba el grito de emoción y dejaba que otro me señalara con entusiasmo la figura que se iba acercando desde el horizonte anaranjado.
¿Lo ves, Ni? Ya llega.


Conteníamos el aliento mientras el barco pesquero avanzaba hacia el puerto y maniobraba con lentitud para encontrar su sitio entre tantos navíos.
Desde el muelle se escuchaban las voces de los pescadores que vociferaban con alegría por el fin de la jornada. Desembarcaban de un salto y nos miraban de reojo, preguntándose qué hacían unos críos como nosotros allí parados, observándolos con tanto interés.

Descendía el último marinero y repicaban de nuevo las campanas de la iglesia. Era hora de volver a casa, pero nos demorábamos unos segundos más, con la vista clavada en el mar que comenzaba a diluirse entre las sombras de la noche. Regresábamos en silencio y cabizbajos hasta nuestra puerta, donde inconscientemente nos colocábamos en círculo y nos sonreíamos unos a otros. Era un pacto mudo entre hermanos. Luego, subíamos la escalera a saltos, creando el mismo alboroto que cuando nos habíamos ido. Nuestra madre nos esperaba junto a la ventana, con los brazos cruzados sobre el regazo y los ojos melancólicos perdidos en la oscuridad del exterior. Corríamos hasta ella y nos sentábamos a sus pies. La aturdíamos contándole las aventuras de la tarde, hasta que yo, nombrada portavoz por ser la más pequeña, le susurraba en el oído la frase que traía ensayada desde la playa:
Mañana, mamá... Mañana vuelve a llover y llega el barco que estamos esperando.Y me abrazaba con fuerza a su cuello–. Mañana, ya lo verás, papá cenará con nosotros.

A ella se le iluminaba el rostro y la noche se llenaba de historias inacabables; barcos que naufragaban, tesoros escondidos bajo la arena, mensajes encerrados en botellas de vidrio... 

"Primavera"

Lourdes García Trigo.



<<Tengo dos días, sólo dos días, dos días...>>, se repetía la frase una y otra vez, a modo de jaculatoria. Llevaba semanas soñando en esa textura sedosa, en los brillantes colores, en las miradas de envidia que recibiría. En lo que vería recorriendo el mundo entero. Porque ataviada de tal manera sus ojos verían de un modo distinto. Estaba segura.
Se hallaba tan ensimismada volando, tan coqueta admirándose en los charcos, que no vio que se nublaba el cielo. Gruesos goterones cayeron sobre sus delicadas alas de la mariposa y la derribaron contra el suelo. Al despertar, no podía moverse. Las alas y las patitas estaban aplastadas, no sabía el porqué. Casi le costaba respirar. Agobiada, miró a todos lados, buscando una cara amiga. Gritaba y pataleaba sin cesar.
Despacito, esquivando las ramas, caminaba una hormiga cabezuda, negra como el carbón. Miró con lástima a la mariposa. Con ternura, intentó explicarle que tenía sobre sus alas una montaña de hojas empapadas en agua, <<¡tan pesadas! !Y aunque trajera a todo mi hormiguero>>, continuó, <<nos resultaría imposible rescatarte!>>. La hormiga, con la cabeza gacha, siguió caminando hasta que desapareció entre el follaje.
La mariposa intentó mover las alas una vez más, hasta convencerse de que era imposible. Si hubiera tenido lágrimas, se habría echado a llorar. ¡Nadie podía entenderla! Apenas había empezado a vivir y se le acababan los días. Ni posarse en las flores, ni alegrar la primavera, ni reproducirse... Se estremeció. Su paso por la tierra apenas sería un soplo.
***
La hormiga regresó por la mañana. Demasiado tarde. Decenas de insectos rodeaban el lugar, afanándose por devorar los restos coloreados de la mariposa.

Publicado en http://cascarasdefruta.blogspot.com