"Por ti, sangría"

Lola Botija.


Hace unos días, en un momento de ternura y amor a los míos, llamé a mi amiga Sangría dispuesta a apoyarle en estos difíciles momentos que atraviesa.
Yo, Coma empedernida que también he pasado por crisis en las que los escritores me apartaron de su lado, construyendo frases interminables que apenas se pueden acabar de leer sin un ahogo, hablé con ella desde la experiencia, aconsejándole que estuviese tranquila pues el tiempo todo lo cura y que tarde o temprano retomaría la buena amistad con los escritores.
Pero ella, cabezota como es, insistía en que los jóvenes no la utilizan, los profesores no la exigen, los escritores la ignoran y siente como el mundo le da la espalda.
Le expliqué que el mundo actual es bastante despistado pero que, de todos modos, comprendía la impotencia por la pérdida de las buenas costumbres; a fin de cuentas ella sabe como embellecer cualquier documento.
De modo que yo, en defensa de mi compañera Sangría, hago un llamamiento para su empleo y conseguir, así entre todos, que salga de este fatídico bache.

"Cariño"

Teresa Reinoso.


Desde hace tiempo vengo observando a una madre y a su hijo, que viven enfrente de mi parada escolar. Mi hora de autobús coincide con su paseo y tengo la sensación de conocerles. Las señoras mayores del barrio, incluso, se acercan a saludarles.

La madre pasa de los setenta años y el hijo rondará los cuarenta y cinco. Él sufre una enfermedad: no sé exactamente cuál, pero sus efectos son manifiestos a simple vista. Aunque puede andar, lo hace trabajosa y torpemente, con el brazo doblado como si fuera un camarero. Además, emite desagradables ruiditos y su mirada refleja que tiene el alma de un chiquillo.


No es una enfermedad agradable, lo reconozco. Los niños pequeños se esconden detrás de sus madres cuando lo ven pasar, aunque él les dedique una mueca que pretende ser una sonrisa. Su madre le coge del brazo bueno y, con mucha suavidad, le insta a seguir caminando.


Me gusta contemplarles cuando salen de casa. Al abrir la puerta, la madre comprueba la temperatura y ayuda a su hijo a bajar los escalones del portal. Es entonces cuando entiendo lo que es el cariño.


Primero, el abrigo. La madre le mete los brazos por las mangas, con gran ternura. A él, con sus torpes miembros le cuesta abrochárselo, pero ella espera pacientemente hasta que lo consigue. Luego van los guantes. Vestir esas temblorosas manos y hacerlo con tanto cariño, se me antoja una obra de arte que se repite diariamente en el invierno, sin que varíe un ápice la dedicación con la que ella lo hace. Una vez abrigado, le coloca el cuello de la camisa, le peina el flequillo y dan comienzo a su paseo mientras el hijo sonríe. Y así, día tras día.


No es necesario llevar música para entretenerse en mi parada. Desde que cojo el autobús hasta que llego a casa, mi pensamiento recorre las calles acompañando a esta madre y a su hijo. Si cada uno de nosotros mostrásemos en nuestros quehaceres el mismo cariño y la misma dedicación que esa mujer frente a su hijo, seríamos mucho más felices al tiempo que hacemos más felices a los que nos rodean. Porque el amor es un bien que actúa en doble dirección: hacia el que lo recibe y hacia el que lo entrega.

"Tu baile"

David Jiménez Sequero.


Escoge un lugar, no importa cuál. Un castillo gigantesco, de fuertes paredes de roca construido en lo alto de una pintoresca colina. O tal vez prefieras un pequeño salón de actos disimulado entre la algarabía y el alboroto de un concurrido bulevar. A lo mejor deseas un día cálido, cuyo sol vigoroso abrace tu cuerpo, o una noche de invierno gélido que cubra las calles y los campos con su ventisca. ¿Lo tienes?...
Ahora elige una época. ¿Qué tal la oscura y supersticiosa Edad Media, en donde la fantasía y lo sobrenatural se confunden con lo real? No hay problema si, en cambio, prefieres algún año de principios del siglo pasado. Eres libre, durante estos instantes, de escurrirte a donde te plazca. ¡Pero hazlo rápido! Porque te están esperando… ¿Y para qué habrían de aguardarte?, te preguntas. Es obvio: tienes un baile, ¿recuerdas? Has pedido la mano de la mujer a la que amas y sus padres te han impuesto una curiosa condición: debes bailar con ella. De ese baile dependerá si te otorgan su mano o te la retiran por siempre.
Recapitulemos: tenemos un lugar, un momento y un porqué para empezar. Todos te aguardan ansiosos al otro lado, del que sólo una gran puerta pesada os separa. No logras oír nada a través de ella; tan solo percibes el latir de tu corazón exaltado. Nada más. ¿Qué tal si la abres? El pomo gira, los goznes y las bisagras rechinan con gravedad y la luz y los colores refulgen a tu alrededor, cegándote: el terciopelo, los tapices, la mantelería, las grandiosas lámparas de araña suspendidas del techo, la decoración más rica y exótica que puedas imaginar. Todo está allí enmarcando aquel escenario: un amplio entarimado claro y reluciente que invita a deslizarse sobre él.
Alzas la vista y le contemplas a ella. No te preocupes por su nombre; no te lo ha dicho aún. Además, nunca lo has necesitado. Te espera de pie en el centro del salón, con un delicado vestido blanco adornado con sutiles encajes de hilo por las mangas que envuelven sus cándidos brazos. Su blanca piel parece más blanca. Sus ojos parecen más claros. ¿Será la luz? Sus labios, del color de las cerezas, ligeramente entreabiertos, disimulan una sonrisa de complicidad. Os miráis y ya nada importa, tan solo vosotros y el baile. Oh, sí... ¡El baile! Deberías dejar tus pensamientos y mover los pies, que has acertado al calzar en unos lustrosos zapatos de charol.
Avanzas hacia ella, atraído por su magnetismo de sílfide, pero te detienes a mitad de camino para realizar una reverencia ante sus padres, que te estudian en silencio antes de asentir levemente. “Devuelves el gesto de la forma más respetuosa posible; es importante empezar bien.
Y ahora sí, llegas a ella y le tiendes la mano. Posa su palma en la tuya como si fuese una pluma. Estupendo. Pero, ¿qué tipo de baile elegís? Un vals, por supuesto. No lo podéis decidir porque antes lo pensaron en vuestro lugar. Ambos aguardáis, mirándoos el uno al otro, esperando a que comience la música. Arrancan un par de notas graves y distraídas, como si buscaran al resto, y entonces se desliza la composición: altos violines y firmes contrabajos emiten el primer compás y tú das el primer paso.
Su cuerpo responde con precisión y agilidad. La cadencia de vuestros movimientos se acompasa como vuestros corazones. Un pie hacia delante, otro hacia atrás. La música os habla. ¿Qué os dice? ¡Bailad, por supuesto! Vosotros respondéis con una vuelta sobre los talones y dejáis que os siga guiando: ¡más despacio, más deprisa! ¡Más separados, más juntos! ¡Cuidado con ese pie, que no va ahí!
Tu corazón se adormece. El de ella palpita por ti. Ahora su respiración se detiene. Tú le insuflas aliento. Mas no os paréis, que queda poco. Sientes que mucha más gente de la que has visto os observa. Apenas distingues sus rostros porque tus ojos no son para ellos. El baile prosigue mientras os fundís con él hasta que se alza todo en un estallido frenético, que os mantiene girando y girando sobre vosotros mismos. La música realiza cabriolas, saltos y virguerías de toda clase. Os lo exige todo. Tras unos segundos, os apartáis cogidos del brazo y, tras el impulso final, ella se lanza hacia ti y tú la recoges. La música se aletarga, y vuestros movimientos la arropan. Y, cuando finalmente martillea la última nota y todo ha acabado, os miráis una vez más, y ella te susurra:
-Tu baile llegó a su fin.

"Impresiones universitarias"

Olga Nafría.


La semana anterior al inicio de las clases, fue crítica. Me asustaba la universidad, supongo que por lo que entraña de novedad; siempre cuesta que la saquen a una de su sitio para volver a empezar: nuevos amigos, otro estilo de enseñar, un ritmo distinto de estudio... Sin embargo, mi miedo se acabó después de la primera clase. Era de Literatura. El profesor hizo una introducción preciosa, presentándonos las cosas que más me interesan y me apasionan. Salí del aula convencida de que la universidad iba gustarme. Ahora es como si llevara allí toda la vida.

Mi facultad se encuentra en el corazón de la ciudad. Es un edificio neogótico del siglo XIX, dividido en dos alas. Cada una de ellas se articula en torno a un patio. A un lado el de Ciencias y al otro el de Letras. Yo pertenezco a este último: estudio Filología.


Sé que es común la opinión de que mi carrera es de las fáciles, y no voy a oponerme. Es asequible aprobar y acabar como filólogo mediocre. Es cierto que hay quien viene a perder el tiempo (como en todas las carrerras, supongo). Sin embargo, también se encuentra gente con amor por las Letras, mucho interés por absorber conocimientos y la aspiración de descubrir al ser humano en profundidad. Para explicarlo, he inventado una metáfora: la Filología es como un buffet libre en el que todos los comensales “pagamos lo mismo” por entrar (es decir, tenemos las mismas asignaturas, horas de clase y lecturas obligatorias). Al finalizar los estudios universitarios, nuestro título valdrá lo mismo, aunque cada alumno habrá “comido lo que ha querido”. Somos libres de decidir hasta dónde queremos profundizar y cuanto más queremos leer, debatir, razonar y descubrir. Los que van más allá de lo puramente obligatorio, son los grandes.
 

Llevo un mes en la universidad y me siento como pez en el agua. Cada mañana entro en el edificio con ilusión y me dirijo al patio de Letras, el claustro alrededor del cual se encuentran las aulas. Tiene bancos de piedra y árboles. Es el lugar ideal para hablar y relajarse con los compañeros. Cuando me siento en uno de esas bancadas, no puedo evitar pensar que hace más de cien años, estudiantes como yo se reunían allí para charlar del futuro con sus colegas.

En el piso de arriba está la biblioteca, un espacio con un toque “harrypotteriano”. Es apasionante navegar entre las innumerables estanterías en busca de títulod mientras los retratos al óleo te observan desde sus marcos.
 

Me gusta mi facultad. Es una mezcla de conferencias literarias, humo de tabaco, acentos de todos los continentes y libros con hojas que amarillean. También hay una cafetería para esparcirse entre clase y clase, pancartas reivindicativas y debates improvisados sobre los temas más variopintos. A veces pienso que, si nos oyera la gente de fuera, pensaría que estamos locos. Pero, qué bien nos lo pasamos.

Cuando salga de aquí, no tengo ni idea de lo que quiero hacer con mi ocupación laboral. Tal vez me dedique dar clase, o quizá no. Lo que tengo claro es que me esperan unos años emocionantes, por lo que este es el momento de aprender y de abrir los ojos al mundo.
 

***
 

Son las nueve de la noche y acabo de finalizar un examen. En los corredores casi desiertos resuenan mis pasos de estudiante de primer curso. Ya ha anochecido. El viento sopla suavemente. Salgo del edificio, pero antes echo una última mirada al patio de Letras: la luna inunda con su luz el claustro sereno y silencioso, la brisa mece las copas arbóreas. Sintiéndome en un escenario de misterio, pienso: “Qué bonita es la universidad”.
 

"Poesía en los periódicos"

Jon Asier Bárcena.

Estaba leyendo el poema que me envían casi diariamente desde la página web poemas del alma, cuando me vino una idea: ¿por qué no dedicarán los periódicos y los semanales media o incluso una página de sus ediciones a la poesía?
Los periódicos utilizan muchas páginas para dar noticias, como antaño. Sin embargo, hoy tenemos internet y un sin fin de informativos: la mayoría de la información que nos llega a través del diario suele estar obsoleta, por lo que escogemos de entre sus páginas aquellas secciones como opinión y algunas entrevistas. Para su supervivencia es vital que los medios escritos de información contengan algunos apartados de los que los audiovisuales siempre carecerán.
Los poemas que deben publicar no tienen que ser necesariamente “clásicos” ni, tampoco, de autores desconocidos. Es mejor que mezclen ambos y, de ser posible, que nombren el título del poemario del cual proceden. Así, nuevos poetas serán dados a conocer y los antiguos serán rememorados.
Esta página que propongo puede ayudar a periódicos de lenguas minoritarias, que venden pocos ejemplares. El Berria, a modo de ejemplo, nunca lo compro porque la información la ofrece más brevemente y en una lengua que me resulta difícil de manejar. No obstante, si apareciese un poema y algún relato en euskera, seguramente lo compraría de cuando en cuando.
Siendo realistas, quien escribe poesía no espera ganar dinero. Al ser ésta una forma de hacerse publicidad, seguro que ofrecerá sus poemas gratuitamente. Aunque al pensar en los rapsodas inmortales, quizás Bécquer salga de su tumba para reclamar los royalties de sus rimas...
 

"El héroe"

Rocío Fernández Soler.


Se llama Dady, tiene veinticinco años y trabaja trece horas al día: de ocho de la mañana a nueve de la noche, sin descanso. En su “contrato laboral” no se incluye tiempo para comer ni para dormir la siesta y, por supuesto, no conoce la palabra “vacaciones”. En su trabajo ni si quiera cuenta con una silla en la que sentarse. Además, no para de moverse; vende pañuelos en un semáforo.
Lo más asombroso es su sonrisa. Nunca le he visto triste, nunca ha tenido para mí ni para nadie una mala contestación, siempre saca alguna broma. Pero muchas personas le cierran la ventanilla cuando le ven acercarse o hacen oídos sordos a sus golpecitos en la ventana. Lo ignoran como si no existiera, como si lo que hay al otro lado del cristal no fuera una persona. Es más, algunos le insultan y le dicen que se vaya a su país, que qué hace aquí vendiendo pañuelos. Me gustaría que esas personas reflexionaran sobre cómo deberían de encontrarse Dady en su país para que haya sido capaz de atravesar el Estrecho sin comida ni agua, empapado por la lluvia fría y en peligro de morir ahogado. ¿Cómo serían sus condiciones de vida en África para que esté agradecido con lo que tiene en España?
¿De dónde saca la fuerza para tener siempre una buena cara? ¿Cómo hace para no perder la sonrisa, incluso frente a aquellos que lo miran mal? ¿Cómo es capaz de sentirse afortunado con lo poco que posee? Para él, una sola persona que le sonría basta para sentirse importante dentro de su pequeñez y así aguantar una hora más de pie, bajo el sol del agosto sevillano con una sonrisa resplandeciente.
A todas las personas que lo critican o que no lo consideran digno, quería decirles que tienen frente a él a un héroe.