"El misterio de la estatua"

Emilia Carrasco Aguilar.



Hacía un día soleado y agradable, pero en casa del Señor Barrows todo estaba oscuro, como si fuera invierno. Antaño fue un famoso arqueólogo, pero se retiró de su oficio en El Cairo después de realizar un gran descubrimiento, y se fue a vivir a una gran mansión en Doncaster, Inglaterra.
Barrows tenía los rasgos típicamente ingleses: sus cabellos eran claros, ya encanecidos, y sus ojos verdes. A pesar de haber dejado el trabajo, sentía curiosidad por las pequeñas cosas cotidianas. Gracias a su fama de gran egiptólogo, en la ciudad se había ganado una buena reputación, como hombre aventurero retirado en la cima de su carrera.
Entre sus más fervientes admiradoras se encontraban tres niñas: Taylor, Emma y Kate, pues soñaban llegar a ser importantes arqueólogas. Casi todas las tardes iban a la casa del señor Barrows y jugaban en los jardines. Desde allí contemplaban, a través de un ventanal, la biblioteca y otras salas llenas de reliquias antiguas, probablemente descubiertas en alguna excavación.
Todos los martes, el señor Barrows acudía a Londres, donde curioseaba en las subastas de objetos antiguos. En el fondo, añoraba Egipto.
Hubo un día en el que las tres niñas jugaban los árboles de su jardín. Era martes y Taylor vio marcharse al señor Barrows.
-Se ha ido. ¿Qué os parece si le pedimos a Mary que nos deje entrar?

-No estoy segura- Kate nunca lo estaba-. Si él se entera, nos buscaremos problemas.
-Por probar, no pasa nada. Deberíamos entrar -concluyó Emma.
Como eran mayoría, acordaron que entrarían. Aparecieron cuando Mary, el ama de llaves, estaba sacando la basura.
-Mary, ¿podríamos visitar la casa del señor Barrows? Puede que sea nuestra única oportunidad.
Mary no se fiaba de las niñas. Sin embargo, tras pensárselo un momento, las dejó pasar.
-Está bien, pero solo cinco minutos, nada más.
El interior de la casona era parecido a la personalidad de su propietario. Disponía de muebles antiguos y elegantes, estatuas egipcias y cuadros de gran valor. Lo primero que hicieron fue entrar en la biblioteca, en donde admiraron los libros que allí reposaban.
-Ya es la hora de marcharos, chicas.
Mary tenía prisa, pues quería aprovechar su tarde libre.
Dejaron sobre la mesa un tomo de Historia del Imperio Romano y se dispusieron a salir. Emma, que era un poco patosa, resbaló y se dio un traspiés. Entonces, desde la mesa cayó una caja, que al abrirse, dispersó por el suelo varias hojas. Cuando las recogieron, se dieron cuenta de que eran cartas, escritas por alguien llamado John Whitecoal, y que contaban pasajes relacionados con los descubrimientos hechos en el año 1985.
Las niñas se quedaron tan absortas, que no notaron la ausencia de Mary. Llevaban allí más tiempo del que debían. De repente apareció el señor Barrows. No sabían qué hacer.
-No os asustéis, pequeñas, no voy a regañaros. -No parecía enfadado-. Y ya que tenéis tanto interés por buscar respuestas, os las daré. Sé que a menudo curioseáis por el jardín.

Se sentaron en el salón, ante una humeante taza de té.
-Era el verano del año 1980 –comenzó el señor Barrows su relato-. El sol abrasador golpeaba sobre nosotros. Whitecoal y yo llevábamos tiempo excavando para encontrar la tumba de un importante faraón, Tutmosis, cuando una repentina tormenta de arena arrasó el campamento. Los trabajadores pensaban que era una maldición, que la momia quería vengarse de nosotros, pues teníamos la intención de entrar en su cámara funeraria. Pero al acabar la tormenta, nos dimos cuenta de que muchas herramientas habían desaparecido, de que muchos de los objetos que ya habíamos descubierto se habían roto con el vendaval. Por desgracia, los patrocinadores de la excavación perdieron toda la esperanza que habían depositado en nosotros. Así que, desilusionados, volvimos a Londres -. Dio un sorbo al té-. Tres años después regresamos a Egipto con el convencimiento de que esa expedición sería la definitiva. Por fin, tras dos años de trabajo, en 1895 encontramos la tumba. Jamás había visto tantos tesoros tan bien conservados…, aunque lo que más me llamó la atención fue una pequeña estatua de la diosa Maat, tallada en oro macizo. A los pocos días, desapareció, y no se supo nada más de ella. Era sospechoso, pues nadie llegó a catalogarla. Me temo que la perdimos para siempre. Y de eso tratan las cartas, pues mi amigo y yo la buscamos desde entonces. Sospecho que la robó alguien de nuestro equipo. El único que podría saber algo era el jefe de la excavación, pero falleció hace poco tiempo -. Dejó la taza y el plato sobre una mesita auxiliar-. Como veis, no es una gran historia, aunque haya tenido muchas consecuencias en mi vida. Seguro que sabéis que un día a la semana voy a una subasta de antigüedades, con la esperanza de dar con ella.
-Comprendemos lo que le supuso perder un objeto tan preciado -habló Taylor, apenada.
-Si quiere, podemos ayudarle a encontrarla- continuó Kate.
-Os lo agradezco –se rió-, pero no creo que logre conseguirla jamás.
Algunos sueños se cumplen. Tiempo después, el señor Barrows encontró la estatua. Como se temía, el jefe de la excavación la había guardado todo ese tiempo. Su familia le explicó que le tenía un gran cariño, y por eso había decidido quedársela hasta el final de su vida. Antes de morir, hizo prometer a sus hijos que se la harían llegar a Barrows. Aquel día, fue uno de los más felices de su vida.
 


"Un viaje eterno por Castilla"

María de los Reyes Junco.



-Podrás vivir con esto.
Fueron las primeras cuatro palabras coherentes que pronunció mi madre desde que mi padre le atizara el primer puñetazo. Y ahí estaba yo, en el raído asiento de copiloto de nuestro escarabajo del 78, encogida y entumecida como sólo deja el frío de las heridas más profundas. Feliz también. Eran sentimientos contradictorios...
Mi madre conducía con una sonrisa. La caja de antidepresivos se había quedado en casa.
En menos tiempo del que pensaba, atravesábamos los secos campos de Castilla. Emprendíamos nuestro eterno viaje por la Meseta, el que nos habíamos prometido.
Bob Marley cantaba "No woman no cry" y la brisa parecía bailar a nuestro alrededor en un dulce color dorado mientras nuestros cabellos se alborotaban. Aquello parecía una película filmada a cámara lenta. No sabíamos adónde íbamos, mi madre y yo, y no queríamos saber de dónde veníamos. Aquel maravilloso presente hecho de campos interminables de trigo y paquetes de galletas comprados en gasolineras perdidas de la mano de Dios, de pagos efectuados con las más penosas calderillas, de canciones que parecían venir desde muy lejos... El presente nos sabía a gloria.
Porque el pasado nos sabía a tierra abonada. Ella frente a la cafetera porque bebía café para evitar dormirse y despertar entre pesadillas, con la garganta tensa en un grito al que respondían con un gruñido, un <<mujer, déjame dormir de una puñetera vez>>, y de vez en cuando, algún que otro golpe. Ella frente a la cafetera, con la mirada hastiada y perdida porque no quería ver sus moratones ni los míos. Ella frente a la cafetera porque tenía prohibido salir de la cocina...
Pero aquel infierno se había acabado. Lo último que recordaba la niña Patricia era el bate de béisbol con el que su padre, preso de la furia, las había despedido arrojándolo hacia ellas. Lo vio volar hacia nunca supo dónde.
-Podrás vivir con esto.
Fueron las palabras con las que Rocío consoló a su vecina.
La noche anterior había hablado con su hija sobre la posibilidad de hacer un viaje eterno por Castilla, entre molinos y olivos polvorientos, para recordar la raza fuerte de la que provenían, para olvidar los cardenales con los que estaban marcadas. La vecina vino con una radio y un casete de ésos que tanto le gustaban a la niña Patricia, y la rota voz de Bob Marley inundó la habitación en la que parecía dormir, aparentemente tranquila, como un ángel.
 

"La selva"

Teresa Reinoso.


La selva era verde. El verde era selva. A pesar del calor húmedo y agobiante, la expedición continuaba. Los mosquitos les acompañaban, siempre fieles; no hubieran sabido qué hacer sin la rutina de sacudírselos de encima.

Continuaban y continuaban... No miraban a derecha ni izquierda, solo caminaban. Las escasas palabras que se cruzaban eran las necesarias para no olvidar aquella facultad que los diferenciaba de los chimpancés que les espiaban, curiosos, a los lados del improvisado sendero.


Al llegar la noche las tiendas parecían montarse solas y el fuego encenderse por sí mismo. Las guardias ya no había que discutirlas: por inercia se despertaban uno tras otro, y vigilaban el improvisado campamento del acecho de las fieras oscuras que pretendían invadirlo. Ni siquiera las pesadillas cambiaban en aquel ciclo de luz y noche instalado entre ellos. Si les hubieran preguntado, no hubiesen sabido contestar si andaban en círculo o con un objetivo fijo. Todo les daba igual...


Hasta que ocurrió. En el fondo, lo habían estado esperando, pero el aburguesamiento al que conduce la rutina les impidió tomar medidas. Cuando se despertaron al amanecer de algún día de cualquier mes de cierto año, Tom se había marchado. Mejor dicho, se había forzado a abandonar ese mundo, el mundo de los vivos. La selva, la locura verde, le había convencido. Al menos, no había malgastado la escasa munición que les quedaba. Colgando como un columpio de una rama le dejaron, esperando que los pájaros y demás animales supieran sacarle mejor provecho que el que aquel grupo le habían encontrado en vida.


Después de aquel suceso, algo comenzó a despertar. No supieron ponerle nombre hasta pasados unos días: se trataba del recelo. De la noche a la mañana, cada cual lograba hacerse con una porción de comida, que vigilaba a todas horas. La munición también se había dividido a partes iguales. La única mujer que formaba parte de lo que en sus inicios fue una expedición, notaba con inquietud cómo una codicia enfermiza brillaba en los ojos de los hombres cada vez que la miraban, en medio de un silencio cada vez más intenso.


Ninguno sabía cuál fue el momento exacto. De hecho, no existió; había sido un cúmulo gradual de pequeñas pullas. El día que los dos líderes se enfrentaron, significó el fin de aquella patrulla. Divididos pero sin querer tomar parte del conflicto, los demás miembros se situaron en torno a aquella pareja que se gruñía y se lanzaba miradas amenazadoras, cuchillo en mano, mientras describían círculos alrededor de un eje imaginario. Quién fue el primero en atacar. Quién el que asestó el golpe final. Nadie lo sabe. Lo importante es que con un nuevo líder y un miembro menos, el grupo siguió caminando.


A los pocos días, el líder reclamó para sí a la mujer. Sin palabras, tan solo con gestos, los demás accedieron. Al fin y al cabo, había vencido en la batalla. Si alguien pensaba en lanzar alguna queja, habría que atreverse a desafiarle, pero él era todavía demasiado joven y fuerte. Parcamente, señaló el lugar donde debían de asentarse para pasar la noche.


Al llegar la mañana, suspendieron la caminata. Tras un par de gruñidos secos, se despertaron y organizaron para ir en busca de víveres. No se sorprendieron cuando uno de ellos regresó sin la munición y con una presa entre los dientes. Tampoco cuando, entre empujones, todos comenzaron a arrancar a mordiscos la carne del crudo animal.


Años después, unos cazadores nativos se encontraban apostados sigilosamente tras unos árboles. El crujir de unas ramas fue el preludio de una imagen que quedó grabada en su mente. Un animal huía, viviendo sus últimos segundos. Detrás de él, un hombre desnudo se abría camino entre la maleza. Intercalando los cuatro extremidades con la marcha bípeda, consiguió darle alcance: de un salto hacia su yugular, mató a la presa. Enseguida se la cargó sobre los hombros, se llevó los puños al pecho y coreó una serie alaridos que hicieron surgir entre la floresta a otros dos individuos: una mujer y un adolescente que se movía como un verdadero animal. El verde los engulló poco tiempo después.


Los nativos no cazaron aquella noche. Volvieron sobre sus pasos tan rápido como pudieron y contaron el lance a toda su aldea.


De generación en generación se ha ido transmitiendo la leyenda de los hombres mono. Los niños no se atreven a aventurarse por la selva. Por suerte, yo no soy un niño indígena. Averiguaré lo que verdaderamente pasó con aquella expedición americana. Encontraré el tesoro que ellos no lograron alcanzar.
 

"Mariposas muertas"

David Fuente.



Sobre la pequeña mesita de noche, en un recipiente lleno de hojas de morera, una familia de gusanos se daba un ostentoso banquete. La mesita, que había soportado estoicamente múltiples objetos a lo largo de su vida, sentía flaquear la madera de sus patas, infestada de termitas.
La cama, húmeda, lloraba entre los pliegues de sus sábanas y había lanzando, en un intento sutil, una caricia a la mesita con el vuelo del edredón. Quería aliviar los suspiros de su eterna compañera o que sintiera, al menos, que estaba dispuesta a acompañarla hasta el final de sus días.
Las paredes se erguían con honrosa robustez, aunque ya algo fatigadas de contener el viento gélido de la calle para asegurar una temperatura apacible en el interior. La pared que daba al Norte estaba especialmente afectada, con una herida que le recorría de arriba abajo y le había provocado pompas de pintura que se deshacían en polvo blanco.
El rodapié recibía, como si de una parodia navideña se tratase, ese polvo. Y tras ese portal nevado que era el pequeño agujero roído en la madera, una destartalada guarida de ratones se encontraba sumida en un absoluto silencio, ya que los roedores la habían abandonado por otra madriguera más acogedora.
La puerta cerraba con dificultad, engordada por la humedad que había absorbido desde que el barniz comenzara a cuartearse. Al pomo de latón lo cubrían unos ronchones de óxido verde que resbalaban por la madera. Se encontraba apenas sujeta a las paredes moribundas, rematada por unas maltrechas jambas, dejando pasar el soplo del viento helador bajo sus pies.
Los muebles habían humanizado la casa, colocando a un hombre antiguo y rancio –vintage, diríase hoy si estuviese limpio–, completamente fuera de nuestro tiempo. Tuvieron que conformarse al principio, debido al precio, con que no usase suavizante para las sábanas ni otros productos que mantuviesen brillante la madera, a pesar de los ardientes lametazos del sol de verano. Pero aquel hombre apenas servía ya para nada; no tenía trabajo, no podía pagar la luz, el agua ni la hipoteca. Lo cierto es que ya no daban nada por él ni a la puerta del vertedero.
Un crujido fue in crescendo y, de pronto, un enorme golpe sacudió el suelo de la casa. Una de las patas de la débil mesilla de noche había sucumbido a la voracidad de las termitas, y yacía apoyada contra la cama, envuelta en su abrazo y sus lágrimas, el cajón desencajado por el dolor. La cama aullaba desde lo más profundo del somier. Mirando al techo, despreciaba sus desgracias. ¡Cuánto le hubiera gustado ser de madera –y no de durísimo hierro- para consumirse junto a la mesita, pues no se le antojaba ningún dolor más punzante que verla perecer lentamente a su lado!.
La casa fue deshumanizada el siguiente verano. El golpe de una bota de cuero negro a media altura de la puerta, hizo saltar la jamba en la que se engarzaba el pestillo. Se abrió de par en par, y el poco oxidado impactó contra el interior de la pared. Sacaron a rastras al hombre antiguo, que lloraba sobre la cama. La mesita de noche, la herida de la pared, la madriguera de ratones abandonada y la cama, crujieron al ver cómo se lo llevaban.
Durante el resto del verano, el roer de las terminas fue el único sonido de la casa. Acercándose el otoño, pendían ya de la pequeña mesita de noche dos lágrimas de seda, en cuyo interior la familia de gusanos se apretaba agradeciendo su calor. Con cada suspiro de la mesita –y eran muchos, puesto que las restantes patas estaban a punto de ceder– las lágrimas de seda pendulaban levemente, acunando a los gusanos de seda. La puerta ruinosa soportaba en el exterior un impoluto cartel de propiedad.
Al llegar el invierno, la mesita se había convertido en un montón de astillas. Los capullos de seda y las mariposas muertas yacían junto a ella. Únicamente la cama se erguía con férrea dignidad, aunque sólo lo hiciese para sujetar aquellas sábanas, que eran ya un mar de lágrimas.
 

"No más que mil palabras"

Beatriz Fernández Moya.



Una imagen no vale más que mil palabras. Ni menos.


Las palabras y las imágenes son entes tan distintos que es imposible situarlos en el mismo plano comparativo. A nadie se le ocurriría decir que una naranja es mucho más valiosa que mil neumáticos, que un tenedor vale más que mil hipopótamos o que una canción tiene más valor que mil piscinas, pues le tomarían por loco. Además, en el hipotético caso de que aceptáramos que las imágenes valen más que las palabras, estaríamos poniendo a todos los artistas plásticos y sus respectivos trabajos -sean buenos o no- por encima de todos los brillantes escritores, nacidos y por nacer, y sus colecciones de novelas, ensayos y colecciones de versos. Si alguno levantara la cabeza, otro gallo cantaría...



Las palabras y las imágenes nos inducen sentimientos, nos pueden hacer llorar, reír, soñar, desear... A veces nos mienten, con verdades a medias, en forma de palabras escogidas para dañar, o de imágenes que dejan mucho espacio a la imaginación. La mayoría de las veces se encargan de traducir y representar nuestros pensamientos, de expresar nuestras ideas. A veces una sola palabra nos evoca multitud de imágenes y recuerdos. A veces una imagen clarifica lo que no somos capaces de expresar con palabras. Por tanto, la palabra es el complemento perfecto de la imagen y viceversa, es su media naranja, su “ni contigo ni sin ti”. La palabra y la imagen son el matrimonio perfecto, un matrimonio en términos de igualdad. Así que, por favor, dejen de emplear esa tópica frase, que sólo crea conflictos innecesarios.

"Me gustan los hombres"

Sara Mehrgut.



Para que negarlo; me gustan los hombres. De ciudad, de campo y del mundo. ¡Todos! Me gustan con veinte, con treinta y cinco, con cincuenta y pico...
Me gusta más el soldado americano que el dulce panadero, pero éste me gusta también.
Me gustan con pantalones pitillo, con el chándal, con corbata estrafalaria, con patillas gigantescas, recién afeitados o cuando te besan en el carrillo y te pica. De uniforme y sin chaqueta, con más melena que yo, cuando usan gafas supermodernas. Me gustan sosos y atrevidos. Altos y bajos, reservados, con voz ronca… Me gustan.

Me gustan en el autobús y me gustan en su despacho. Me gustan en la biblioteca, al mirarlos de reojo, y en el supermercado. Los que pasan por mi ventana y aquellos con los que cruzo la mirada. Me gustan cuando viven el fútbol y cuando me piden una caña. Me gustan los que me abren la puerta y los que no me dirigen la palabra.
Me gustan optimistas como la lechera y dandys, como los que me presentó Austen en sus libros. Me gustan los que se tropiezan. Me gustan mucho cuando cantan. Los artistas buenos y malos, de la derecha o de la izquierda. Me gustan con un Colacao en la mano.
Me gustan con la piel azul y con la mirada clara. Los que cuando al hablar me meten en su cabaña. Con narices largas, con acento bonito y -aunque no lo comprendo- aquellos que ni al expresarse en castellano logro entender. Me gustan los que me hablan de Física Cuántica, los que tartamudean o los que de tan pedantes, ni los escucho. Los de mirada intensa y los que comen más rápido de lo que piensan.
Me gustan si me ruborizo y si me vuelvo borde. Me gustan los que tienen dudas y los que me dan respuestas. Me gustan a un kilómetro o, incluso, mucho más cerca, cuando me susurran detrás de la oreja. Me gustan profesores, hermanos de mis amigas, raperos, sibaritas de cafetería y hasta el niño pijo de la chaqueta amarilla. Me gusta a rabiar el sudanés de la orilla: su silueta negra recortada en el dorado azul, en la espuma.
Y por qué negarlo más:
…Me gustas tú, pero no digas nada.