"La selva"

Teresa Reinoso.


La selva era verde. El verde era selva. A pesar del calor húmedo y agobiante, la expedición continuaba. Los mosquitos les acompañaban, siempre fieles; no hubieran sabido qué hacer sin la rutina de sacudírselos de encima.

Continuaban y continuaban... No miraban a derecha ni izquierda, solo caminaban. Las escasas palabras que se cruzaban eran las necesarias para no olvidar aquella facultad que los diferenciaba de los chimpancés que les espiaban, curiosos, a los lados del improvisado sendero.


Al llegar la noche las tiendas parecían montarse solas y el fuego encenderse por sí mismo. Las guardias ya no había que discutirlas: por inercia se despertaban uno tras otro, y vigilaban el improvisado campamento del acecho de las fieras oscuras que pretendían invadirlo. Ni siquiera las pesadillas cambiaban en aquel ciclo de luz y noche instalado entre ellos. Si les hubieran preguntado, no hubiesen sabido contestar si andaban en círculo o con un objetivo fijo. Todo les daba igual...


Hasta que ocurrió. En el fondo, lo habían estado esperando, pero el aburguesamiento al que conduce la rutina les impidió tomar medidas. Cuando se despertaron al amanecer de algún día de cualquier mes de cierto año, Tom se había marchado. Mejor dicho, se había forzado a abandonar ese mundo, el mundo de los vivos. La selva, la locura verde, le había convencido. Al menos, no había malgastado la escasa munición que les quedaba. Colgando como un columpio de una rama le dejaron, esperando que los pájaros y demás animales supieran sacarle mejor provecho que el que aquel grupo le habían encontrado en vida.


Después de aquel suceso, algo comenzó a despertar. No supieron ponerle nombre hasta pasados unos días: se trataba del recelo. De la noche a la mañana, cada cual lograba hacerse con una porción de comida, que vigilaba a todas horas. La munición también se había dividido a partes iguales. La única mujer que formaba parte de lo que en sus inicios fue una expedición, notaba con inquietud cómo una codicia enfermiza brillaba en los ojos de los hombres cada vez que la miraban, en medio de un silencio cada vez más intenso.


Ninguno sabía cuál fue el momento exacto. De hecho, no existió; había sido un cúmulo gradual de pequeñas pullas. El día que los dos líderes se enfrentaron, significó el fin de aquella patrulla. Divididos pero sin querer tomar parte del conflicto, los demás miembros se situaron en torno a aquella pareja que se gruñía y se lanzaba miradas amenazadoras, cuchillo en mano, mientras describían círculos alrededor de un eje imaginario. Quién fue el primero en atacar. Quién el que asestó el golpe final. Nadie lo sabe. Lo importante es que con un nuevo líder y un miembro menos, el grupo siguió caminando.


A los pocos días, el líder reclamó para sí a la mujer. Sin palabras, tan solo con gestos, los demás accedieron. Al fin y al cabo, había vencido en la batalla. Si alguien pensaba en lanzar alguna queja, habría que atreverse a desafiarle, pero él era todavía demasiado joven y fuerte. Parcamente, señaló el lugar donde debían de asentarse para pasar la noche.


Al llegar la mañana, suspendieron la caminata. Tras un par de gruñidos secos, se despertaron y organizaron para ir en busca de víveres. No se sorprendieron cuando uno de ellos regresó sin la munición y con una presa entre los dientes. Tampoco cuando, entre empujones, todos comenzaron a arrancar a mordiscos la carne del crudo animal.


Años después, unos cazadores nativos se encontraban apostados sigilosamente tras unos árboles. El crujir de unas ramas fue el preludio de una imagen que quedó grabada en su mente. Un animal huía, viviendo sus últimos segundos. Detrás de él, un hombre desnudo se abría camino entre la maleza. Intercalando los cuatro extremidades con la marcha bípeda, consiguió darle alcance: de un salto hacia su yugular, mató a la presa. Enseguida se la cargó sobre los hombros, se llevó los puños al pecho y coreó una serie alaridos que hicieron surgir entre la floresta a otros dos individuos: una mujer y un adolescente que se movía como un verdadero animal. El verde los engulló poco tiempo después.


Los nativos no cazaron aquella noche. Volvieron sobre sus pasos tan rápido como pudieron y contaron el lance a toda su aldea.


De generación en generación se ha ido transmitiendo la leyenda de los hombres mono. Los niños no se atreven a aventurarse por la selva. Por suerte, yo no soy un niño indígena. Averiguaré lo que verdaderamente pasó con aquella expedición americana. Encontraré el tesoro que ellos no lograron alcanzar.
 
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