"Decimosexto año de sabiduría"

Lourdes Zurita.



Nunca supe a qué sabe la gloria, ni la derrota máxima. Nunca supe si se fijaron en mí por cuerda o testaruda, ni si alguna vez fui el centro de todas las miradas. Nunca supe el valor de mi influencia en otras personas, ni si lo hice todo bien. Si me guié por buenas intenciones o me equivoqué de camino. Nunca supe si funcionó el juego del "me quiere, no me quiere" con la margarita. Nunca supe cuánto pesaba mi alma, si estaba Dios ahí fuera, si estaría orgulloso de mí. Nunca supe si habría otra vida, otro mundo, otras personas detrás de la frontera de la muerte. Nunca supe el número exacto de especies que existen sobre el planeta, ni el de palabras que caben en el Diccionario ni el de los habitantes del mundo.
Nunca supe bien la historia de mi país, ni cada una de sus guerras y tratados de paz. Nunca supe elegir mi museo favorito, ni el nombre de pila de Velázquez ni el de todos sus cuadros aunque, siendo sincera, me hubiese gustado. Nunca supe a qué sabe el café con más de dos cucharadas de azúcar, ni la hora a la que sale el tranvía frente a mi casa.
Nunca supe aguardar más de diez minutos en una sala de espera, ni por qué todos los médicos son tan guapos.
Nunca supe lo que es viajar a Nueva York, Bruselas o Nueva Orleans. Tampoco supe a qué olían la India ni las flores exóticas. Nunca supe si regaba bien las plantas ni si cuando crecían era por las historias que les contaba.
Nunca supe si alguien llegó a oír mis terribles cánticos bajo la ducha, si olió mi pelo al levantarse el viento o si pensó que era una chica demasiado seria. Nunca supe mantener mi mente ordenada, mi alma impasible y mi cuerpo calmado.
Nunca supe cómo superar todos los retos que me proponía, ni cómo aprovechar cada oportunidad que me ofreció el camino. Nunca supe si realmente servía para algo que mereciera la pena: bailar, pintar, escribir… ¡Qué se yo!
Nunca supe lo que era ir en un coche descapotable y que el viento me enredase el pelo mientras lanzaba los brazos al aire durante una puesta de sol. Nunca supe mantenerme firme ante las adversidades, ni agradecer todo lo que ciertas personas hicieron por mí. Nunca supe aguantarme las lágrimas ni ocultar mis sentimientos, al igual que no supe esconderme de mis miedos y no llorarle a mi madre cuando todo se volvía contra mí.
Nunca supe lo que es morir de amor ni a qué saben los besos bajo la lluvia, ni siquiera el significado de un <<te quiero>>. Nunca supe comprender la melancolía ni el sufrimiento del mundo. Nunca supe qué era mejor: hablar o callar cuando no estaba segura de qué decir. Nunca supe expresarme, no ponerme nerviosa cuando me miraban fijamente. Nunca supe comprender el origen de mi mal humor ni resolver mis dudas.
Nunca supe prometerle a alguien la luna, no cegarme al mirar al sol, cumplir el deseo que pedía a una estrella fugaz.
Nunca supe si era buena persona y si la bondad serviría para algo. Quizá tampoco supe interesarme lo suficiente por las cosas, ni si fueron casualidades las que me llevaron a esta situación.
Y ahora, siendo honrada, puedo afirmar que esta vida me ha sabido a poco, pues apenas me queda tiempo antes de mi último suspiro. Así que lo que vengo a deciros es que sepáis apreciar todo los que os rodea, porque es demasiado hermoso como para ignorarlo.
Id, conocedla, experimentadla, vividla... Si en dieciséis años la vida se me ha quedado corta, tened vosotros el valor de descubrirla hasta el final.
 


"Sabor a libertad"

Marta Osuna.


Me escrudiñaban con la mirada, pero aquel fulgor de envidia que relucía en sus ojos ya no me asustaba. Agaché la cabeza, escéptico. No era de extrañar su hostil comportamiento; sentirían como si les estuviera abandonando. Y así era.
Dos guardias se acercaron con un manojo de llaves en la mano. Vestían de uniforme, con el semblante serio. Dijeron pocas palabras y, agarrándome del brazo, me alejaron de allí, haciendo caso omiso de los bufidos y maldiciones de los demás. Miré al suelo, incapaz de volver a ver el mismo recorrido. Que ¿por qué estaba allí?... Eso carecía de interés, no importaban las merecidas razones por las que había entrado sino las escasas que aún me quedaban para salir.
Atravesamos un húmedo pasillo entre tinieblas, iluminado por el escaso y titilante haz de luz de una de las linternas, apenas con batería. A la derecha, puertas de color verde botella hacían que se me erizara el pelo de la nuca. Odiaba el trayecto que habían escogido, pues los recuerdos eran tan dolorosos...
Todos lo llamábamos El Fin. Eran salas de torturas, no solo físicas sino psicológicas. Nos enloquecían. Aprecié las cicatrices de los latigazos en mi espalda y recordé el agua que una vez me echaron para luego darme calambres con cables. A cada nueva infracción nos llevaban allí, decían que era para hacernos recapacitar, pero después de aquello, o nos quitaban el poco juicio que aún conservábamos o nos convertían en animales. Y si no les dábamos lo que querían cada semana, volvíamos a El Fin.
¿Qué querían?... ¿Acaso no es obvio?... Dinero. Por culpa del vil metal estoy en esta cárcel miserable. Dinero. Y yo no lo tenía.
Muchas veces me decía a mí mismo que era lo justo, pero ¿es cierto? ¿Merecemos ser tratados como animales? No estoy seguro, aunque nunca tendré valor para quejarme.
Empecé a marearme. Notaba mi cuerpo pesado y torpe, choqué contra una de las puertas y los guardias se giraron de inmediato, pensando que trataba de resistirme, y gruñeron algo que apenas escuché. Detrás de aquella puerta alguien gritaba. Un joven. Advertí que era español, probablemente acababa de ingresar. Me pregunté por qué ya no sentía pavor ante sus gritos, por qué me había vuelto incapaz de sentir nada.
Me dijeron que un tal Anónimo ofrecía una suma bastante tentadora por mi liberación y, como era de suponer, ellos habían accedido. Lo que significaba que en un par de horas sería libre. Al tratar de racionalizarlo, noté algo en el pecho y las lágrimas me encharcaron los ojos. Extraño, pero cierto. Había un nombre para aquella sensación: esperanza. Aquella palabra era la más suspirada por todos los cuerdos que quedaban en la cárcel.
Llegamos a una sala amplia concurrida de guardias, con varias mesas con sillas alrededor.
-Espérese aquí -dijo uno de los escoltas, haciendo que me sentara.

Lo hice y escondí mi cabeza entre las manos, ocultas bajo los largos mechones de mi cabello castaño. Un pensamiento estúpido pasó por mi mente: cuando saliera, tenía que cortarme el pelo.
Muchos ya estaban locos, otros querían suicidarse, como si la muerte pudiera liberarlos. También había un grupo que creían ser fuertes, pues eran capaces de dar una paliza a cualquiera que se les encarase.

Recordé a Frank, un hombre inglés, fornido y calvo con unos ojos negros como el carbón. Me rompió tres costillas y el brazo porque no accedí a colaborar en uno de sus macabros planes de escapada. Fue asesinado días después; los presos se habían hartado de su testarudez. ¿Quién podría asegurarme que yo no era el siguiente?
Supongo que si no había sucumbido a la locura, era, probablemente, por dos razones. La primera, Laura, mi mujer. Hablábamos pocas veces, escuchaba su voz entrecortada por teléfono y la manera en la que callaba tratando de no llorar, prometiendo que algún día me sacaría de allí. Nunca conseguí encontrar un reproche en sus palabras.
<<Oh, mi querido Mario…>>, repetía al final de cada frase. <<Sé fuerte… Tu hijo te espera>>. Luis, él era mi segunda razón. Cumpliría seis años en noviembre.
-¡González! –me llamó otro de los guardias-. Puedes salir. Ya está todo listo.
Me condujeron al final de la sala. Abrieron la puerta. La luz del sol me cegó durante unos segundos. Distinguí unos coches a la lejanía y dos figuras frente a mí. Irónico, me había obligado durante demasiado tiempo a parecer un hombre sin sentimientos, pero corrí hacia ellas. Con toda certeza juraría que el sabor de mis lágrimas era el sabor de la libertad.
Mientras corría, varias imágenes se cruzaron por mi mente: innumerables deudas y recibos impagados, apilados en mi antiguo escritorio; el amargo alcohol que descendía por mi garganta; un hombre con una gabardina marrón y una sonrisa siniestra mostrándome un maletín de dinero; la mirada preventiva de mi mujer, como si supiera lo que iba a pasar incluso antes de que sucediera; el billete para volar a América del Sur y, por último, la policía.
Arrestado por tráfico de drogas.
- Oh Mario, mi querido Mario –sollozó en mi hombro, apretándome contra ella.
Inspiré el anhelado perfume de su pelo y volvieron los recuerdos: las voces preocupadas de mis padres, sus gritos, sus reprimendas y más tarde, sus llantos y palabras consoladoras. Mi mujer diciendo que todo saldría bien y la voz de Luis en los primeros días, cuando me aseguraba que mamá me echaba de menos.
- ¡Papá! Por fin paras de trabajar -. Me agaché sin dejar de llorar-. Estás muy feo, papá, y muy flaco. Pero no llores; mamá me ha dicho que ya pasó todo -. Y añadió con voz aguda e infantil-. Conseguimos ayuda, ¿verdad, mami?…
Él no era consciente de todo lo que me había ocurrido. Le cogí, elevándolo del suelo y abracé de nuevo a mi esposa.
Por fin, volví a sentir.
 

"Manzanas verdes"

Lola Botija.


Las manzanas son verdes porque pretenden camuflarse cuando, desfloradas, se precipitan a la rociada hierba. Son tontas. Podrían haber escogido otro color; podrían ser rosas y sembrar el árbol de tonos refulgentes, podrían ser de un morado intenso y tornarían en gotas otoñales los manzanos aun cuando la primavera asomase la cabeza. Incluso podrían ser negras para darle un halo misterioso a los árboles que las vieran crecer. Pero eligieron ser verdes, verdes como las hojas del árbol del que penden, verdes como la hierba que las ve morir. Son curiosas las manzanas, ese afán por pasar desapercibidas.

Victoria se acercaba todas las tardes al manzano para ver si alguna fruta pillina se había deslizado desde su madriguera en un intento por conocer un mundo que acabaría con ella. A las pintadas con un verde chillón las seleccionaba con escrúpulo y las guardaba juntas en una cesta de mimbre curtida por el paso de generación a generación, una reliquia. Consideraba a aquellas manzanas que habían caído dignas de sus compotas. Las introducía en el recipiente con mimo maternal y luego las limpiaba de polvo con un pañuelo de hilo blanco.


Al llegar a casa volvía a limpiarlas una a una, con cuidado, con cariño, con la monotonía de alguien que poco tiene que hacer a parte de dicha tarea. Las pelaba, las cortaba y las echaba a calentar para cocinar sus deliciosas compotas, que vendía por un módico precio que hacia engordar la pequeña cajita que, a modo de hucha, tenia encima de su repisa. Mas no era lo único que despachaba, pues elaboraba asimismo ricas mermeladas de arándanos, frambuesas y moras, dulces bizcochos que amenizaban esos rituales de café y merienda en los que las señoras de la alta sociedad despotrican sobre todo lo que se les pone por delante. De vez en cuando, más poco que mucho, hacia tartas para ocasiones especiales: cuando el acontecimiento lo requiere, cuando hay algo que celebrar, cuando la alegría o la aparente felicidad del momento lo demanda... Era entonces cuando verdaderamente se esmeraba, y el hojaldre se fundía con golosas piezas almibaradas rematadas por deliciosa nata de confería, dulces pecaminosos y tremendamente suaves al gusto.

Así Victoria se sustentaba, así Victoria vivía. En una modesta casa en medio de la nada, a una hora de camino del pueblo, en las faldas de la ladera que la vio crecer como maduran las manzanas, hasta volverse firmes, grades y lucidas. Su vida de joven transcurrió entre viajes en busca de frutas furtivas y fogones, no hubo. ¿Para qué? Lo cierto era que las frutas, aunque fascinantes, terminaron por tornarse en algo vacío, insípido e incluso incoloro.
Por eso Victoria cocinaba entre suspiros y silencios profundos, mediante movimientos mecánicos, oxidados. Se remangaba, se atusaba el delantal y batía con fuerza la nata hasta conseguir una pasta más que cremosa, removía con ansia sus mermeladas y amasaba el hojaldre con una fuerza irascible. La vida no podía ser tan perra con la comestible Victoria; sola, apenada, carcomida por el vació ajeno al destino que llamo a su puerta un buen día.
Aquella mañana de luz gritona, la joven Victoria, en uno de sus eternos paseos en busca de hierbas aromáticas, frutas, frutos secos e incluso flores con las que adornar su cabaña, escuchó un ruido extraño, un ruido nuevo. Repaso mentalmente todos los sonidos de animales que conocía y se asustó, pues no conocía ese sonido.
Se acercó con sigilo, al acecho como cazador a su presa, hasta el lugar donde emanaba el ruido. Fue entonces cuando lo reconoció. Era un sonido acuoso, claro, dulce como sus mermeladas y con la densidad de sus compotas. Era una risa. Una risa de bebe. Un bebe pequeño y regordete se retorcía en una cesta tan chica como la suya de las manzanas. A fuerza de sus pataleos, había hecho un gurruño con la manta que le cubría.
Recorrió el entorno con la mirada, pero no había ni rastro de alguien, ni un alma, sólo el rumor del aire en lucha con los árboles. Cogió entonces la cesta, decidida, pero con el cuidado que acompaña al miedo de que una cosa tan diminuta se pueda romper.
Colocó a la criatura cerca de la chimenea de su cabaña. A la tenue luz de la candela se le calentó el corazón y su mirada se fue aclarando al tiempo que la madera se consumía poco a poco, resignada ante el poder del fuego. Victoria miró al crío frunciendo el ceño, de la manera con la que se mira cuando la desconfianza ahoga, cuando la incertidumbre asoma o presiona el corazón. Ese bebé había invadido su vida frutal para darle una nueva dimensión, más humana.
La cría se llamó Violeta, como la flor, como el color, como el nombre de su niña, y creció al calor de un fuego carnal de amor materno, con el olor dulce, casi empalagoso, que inundaba la cabaña a todas horas, y con un sexto sentido para apreciar los regalos de la naturaleza, un olfato selectivo, una mirada de lince, una manos curtidas de arrancar aquello y lo de más allá, de excavar para sembrar nuevas simientes y recolectar. Violeta, a la sombra de su maestra, se convirtió en alumna aventajada, en aprendiz convencida, en ayudante predilecta, en su hija.
Aquella niña fue esa manzana caída del árbol en el momento exacto, en el momento dulce, en el instante elegido, cuando la madurez alcanza, era el tiempo de la recolección, su mejor trabajo, el mejor de los frutos.

"Sobre el arte de cortejar"

Blanca Rodríguez G-Guillamón.


El señor Marcía removió el vino con un ligero movimiento de muñeca.
–Nada de negocios –dijo-. No me hagan que se lo vuelva a recordar.
Había aparecido de repente y los comensales se sobresaltaron. El más anciano se golpeó el pecho para disimular la risa. Al hablar, el señor Marcía había arrancado del sueño al alcalde.
–Tienen suerte de que no les haya escuchado mi señora… Hace un instante me dijo que se lanzará sobre la yugular del siguiente que violente las reglas.
–¡Vamos, Marcía!... ¿Qué sería de usted sin la política? Siéntese un rato con nosotros. Fronda nos está poniendo al día de las últimas decisiones del consejo.
El recién llegado arqueó las cejas y golpeó repetidamente el hombro del narrador.
–De modo que el señor Fronda no está por la labor... Acordamos que sería una cena benéfica, no una sobremesa de trabajo.
Julio Fronda se encogió de hombros y recorrió la línea de sus labios con los dedos.
–Echo la cremallera, lo prometo –habló–. Y ya sabe que soy hombre de honor.
–Eso es, hombre de honor –aprobó Marcía–. Hombre de honor y de buen baile. ¿Por qué no saca a bailar a alguna damisela? He visto que la pista anda escasa de varones.
Los comensales se rieron y los más cercanos lo empujaron para que se levantase de la silla. Marcía insistió y Fronda acabó aceptando. Se sacudió la chaqueta e hizo un gesto con el que exhibió cómicamente los músculos poco desarrollados de sus brazos.
–Nadie se me puede resistir –bromeó.
–¡Ni a la tableta de chocolate que escondes! –se burló uno.
Fronda chistó y se encaminó a la pista de baile.
–No cortejará a ninguna mujer –comentó el anciano–. A este hombre le faltan agallas. Muy inteligente, pero muy poca cosa.
–¡Fernández! –exclamó otro de los presentes con un golpe en la mesa–. ¿Me va a decir que usted a los treinta años era mucho mejor?
–Más elegante.
–Ya. Y más guapo...
–Sabía ganarme a una buena moza. Pero ahora estos críos solo saben espantarlas.
Marcía terminó la copa e hizo un gesto al aire. En seguida, un camarero se aproximó con una nueva botella.
–No creo que fuera tan bueno en esas artes. Usted solo es un cascarrabias pretencioso.
El anciano se cruzó de brazos sobre su prominente barriga y sonrió.
–Yo era un muchacho muy fino, ¿saben? Y las tenía a todas loquitas.
Los abucheos amistosos despertaron la curiosidad de los invitados de la mesa contigua, que se volvieron hacia ellos con la sonrisa de quien espera ser incorporado a la conversación. Marcía, quien lo advirtió, arrastró su silla hacia atrás para no entorpecer el debate. Los comentarios del anciano le hacían reír. La historia de la muchacha salerosa de vestidos largos y el joven de modales impecables le recordaba a las historias que le contaba su padre en su adolescencia.
Cuando el debate estuvo bien sembrado y nadie le prestaba atención, el señor Marcía se levantó y se dirigió a la mesa en la que siete hombres discutían sobre sueldos, desempleo e inflación. Bebió un trago y sonrió al único que se había distraído para mirarlo.
–Nada de negocios, señores –recordó–. Tienen suerte de que no les haya escuchado mi señora; hace un instante acaba de decirme que se lanzará sobre la yugular del siguiente que violente las reglas.
Mientras atendía las protestas de los comensales, Marcía echó un vistazo rápido a la pista de baile. Fronda la recorría en círculos junto a una jovencita de sonrisa brillante.

"Feliz Navidad"

David Fuente.



Me lo contó todo cuando salimos por la puerta de la iglesia, tras habérselo aguantado, a duras penas, durante la misa.
Hacía un frío helador, pero le daba igual porque ardía en desasosiego.
-He matado a Luis.
-¿Le has matado?... -respondí estúpidamente
No podía creérmelo. Yo tampoco tenía ya frío y me pareció que, de golpe, la plaza estaba llena de orejas.
-¡Vamos! -Le empuje hacia un callejón.
Cuando me lo hubo confesado todo, lloró como un niño, como llorábamos por aquellos años.
***
Los agentes de la Guardia Civil hablaron con mucha gente del pueblo mientras buscaban al desaparecido, pero no dieron con el cadáver de un chaval huidizo y alterado, cuyo carácter nervioso irritaba a mi primo.
-Como te vayas de la lengua, te mato –me susurró una tarde.
Yo le temía desde la pelea del año pasado, pero no pude soportar compartir habitación con él; me pasaba las noches despierto y temblando.
Lloré a mis padres a los inicios de cada periodo de fiestas para que no volviésemos al pueblo. Y pasaron diez años hasta que lo hicimos.
Mi primo ya es padre, y cada vez que le estrecho la mano pienso en los huesos de Luis bajo las piedras del monte.
-Feliz Navidad –me dice.
 

"El ático helado"

Sara Mehrgut.



En el puerto se cuenta la historia del ático helado, cómo recibió su nombre y por qué los marineros aún le extrañan. Hablan de Aguaviva, la tabernera de dudosa reputación, del capitán Oliver, la sombra de Peter Pan, y de mí, como no, del perfumado gordito del labial rojo. Y quizás, como la historia se ha relatado tantas veces ha echado raíces en la memoria del pueblo.
Así pues, conociendo lo valioso de los minutos que se escapan y dejando la realidad a vuestra elección, traeré mi nefasto recuerdo a este cuarto y el pasado vivirá mientras los silencios abracen mis palabras.
En ella, como en todos los relatos eternos, hay cosas buenas y malas, blancas y negras, santas y perversas. No obstante, en el corazón del que lo narra jamás hallareis medias tintas.
Me desperté totalmente a oscuras. Aquella noche no había estrellas en el puerto y tan solo el familiar paseo del faro consiguió situarme. Unos tábanos zumbaban pesados, insistentes. El petróleo formaba charcos relucientes de miel fundida en el suelo, bajo el ámbar de los farolillos. Saqué un espejo redondo del bolsillo y vi mi rostro deformado, los rizos brillantes que por aquel entonces bailaban sobre mis hombros. De mis labios no había desaparecido el maquillaje y mis diminutos ojos oscuros se perdían en el reflejo. Luego, incomodo por el frío, fui en busca de una pequeña pensión cuya dirección había anotado antes en la etiqueta de una botella.
A mi espalda despertaba la vida nocturna del astillero, tras diez ventanas resplandecientes que iluminaban como una cascada de luz la hilera negra de los botes; en la puerta reía una pequeña muchacha. Señalaba con un cigarro a una pareja que caminaba a cinco o seis pasos de distancia. Él balaceaba las manos, como si acabara de soltarse del brazo de la altísima mujer que lo seguía, a fin de que no los viesen pasar juntos bajo la viva luz de los globos de la puerta.
El tamaño de aquellos tacones sacudió por instinto mi curiosidad. Despegué mis sudorosos dedos de la botella y la abandone con sus señas. Ya estaban, si no mis pasos, mis intenciones encaminadas hacia aquella taberna.
-¿Qué es lo que haces?... ¿A dónde vas?
No respondí de inmediato. Aquella niña obstaculizaba la entrada. Era tuerta, tenía un rostro blanco y fino y una mirada penetrante. A pesar de que apenas su mentón alcanzaba mis caderas, se trataba ya de una mujer. Luego, como ella repitiera la pregunta, airado, me decidí a contestar:
-Me parece que lo ves bien… Busco calmar mi sed y descansar junto a un fuego.
Dejé que me observara de forma prolongada. No acostumbro a tener paciencia. Mi cabeza latía constante y dolorosa. Tras tres largas caladas y después de un nuevo silencio agregó:
-¿Tienes, acaso, dinero? Soy Aguaviva, la dueña del local.
-¿Dinero?... ¡Claro que tengo dinero!
Al tiempo en que vacié sobre su palma las monedas de mi bolsillo, se abrió la puerta con estruendo. Se trataba de aquel hombre. Blandía sobre su mano una larga navaja y en la comisura de los labios lucia sendas cicatrices alargadas.
-¿Qué sucede? -inquirió el capitán.
-No me extraña que salgas a recibir a nuestro huésped -rio cantarina Aguaviva, y creí ver enrojecer al capitán-
-Viene a disfrutar de mi palacio, quizás de la compañía que yo contemple presentarle. Vuelve a tu barco, Oliver, y no metas tus cuchillos en mis asuntos.
-¿No te habrá mentido? –sondeó acercando sus ávidos dedos a las monedas. Aguaviva cerró el puño y volvió el rostro hacía mis ropas.
-No, señora- me apresuré, para finalizar su examen.
-¡No me llames “señora”! Solo lo advierto una vez; pasa al interior; el capitán Oliver apreciará tu conversación.
Él señaló con la crudeza de su navaja el único ojo con el que la mujer se defendía y, tras permitirme cruzar el umbral de la taberna, se perdió entre las sombras del puerto.
Tras aquella noche se desencadenó el juicio por homicidio más extraño de la región.
Era uno de esos casos relacionados únicamente con pruebas circunstanciales, en los que la ansiedad de los miembros del jurado, al haberse cometido errores evidentes, hace enmudecer la sala. La asesina había sido descubierta con el arma homicida en la mano, una afilada navaja.
Cuando el fiscal presentó el caso, ninguno de los presentes pensó que aquello fuera más allá de un ajuste de cuentas. Aguaviva había hecho justicia ante el hombre que le arrebató la vida a su marido y desfiguró su rostro.
La versión oficial cita cómo llegué a entrar en aquella escandalosa taberna y a consumir con cada trago mi conciencia. Dicen que borracho, a modo de tantos otros, ignoré los gritos y feroces aullidos del capitán en el ático. Enajenados, como siempre subsisten quienes pertenecen más al océano que a la tierra, los marineros no dudan en llamar terremoto al temblor de las paredes. Pero era, allá arriba, mi pulso quien buscaba el cielo a martillazos.
Recuerdo que, al no conseguir terminar la segunda copa, busqué descanso. Su pequeña falda bailaba, abriéndome camino sobre los peldaños. Ella tarareaba una cancioncilla mientras con los dedos de la mano derecha hacía desaparecer y aparecer de nuevo una llave.
-Aquí encontrarás un buen jergón para descansar. Lamento no tener habitaciones; no obstante, el ático es el lugar más cálido y menos ruidoso. -Miraba sus rápidos dedos; la acción era mecánica, precisa. Me entregó la llave.- Lo cierto es -continuó- que creí que buscabas otra cosa en el local y me alegro de haberme equivocado. -No dije nada, estaba cansado y harto de especulaciones, pero ella vacilaba-. ¿De verdad no quieres la compañía del capitán? Tiene cierta fama…
Los ojos de Aguaviva tenían entonces una mirada firme y cruel, como la de un halcón, mientras el resto de su rostro sonreía con cordialidad. Di un portazo y eché la llave.
La ventana era redonda, minúscula, y el viento iba y venía silbando entre las rendijas y las conversaciones del porche.
-Lo lamento -repetía una y otra vez una voz masculina-. No, no es la existencia la que lamento perder, es la ruina de mis proyectos. Pero no quiero hacerte daño. El mar ha cambiado y ya sabes que mi humor lo acompaña. No volverá a suceder–insistía.
-¡Y a mí que mi importa eso! –reconocí la voz de la tabernera-. Igual tú y tus manías mientras no te metas en mis asuntos. Ya me robaste un ojo. La libertad me salió muy cara.
-…pero eres más feliz.
-¡¡Mientras te alejan las olas!! ¡Suéltame! Ya sé qué estás buscando –declaró con sorna-. Él, anhelante, te espera en el ático.
-¿Será cierto?
-¡Corre, malnacido! ¡Corre a su encuentro!
A las palabras de Aguaviva les siguió un silencioso lamento. Oyéronse en las escaleras y corredores los precipitados pasos del capitán. Confieso que el espanto me clavó junto a la puerta mientras el picaporte viraba a la izquierda.
Aunque aturdido y sofocado, tuve sin embargo suficiente presencia de ánimo pare contener la respiración. Como llevaba la mano derecha preparada, un puñetazo sacó al intruso de la sala en el mismo segundo en que se proponía cruzarla.
El capitán se mordió los labios hasta saltársele la sangre. Sufría al no poder dar rienda suelta a su furor. Comprendiendo que en tales circunstancias el ridículo estaría de su parte, ya había empezado a alejarse de la entrada del ático, cuando reflexionando, volvió sobre sus pasos.
Por su frente acababa de cruzarse una nube dejando, en lugar de la razón, las huellas del orgullo ofendido. No había perdido de vista su navaja. Y en el momento en que se abalanzó sobre mí, se la arrebaté de la mano. Luego cayó a mis pies, llevando tras su pecho el golpe mortal de su cuchilla.
-¡No! –gritó Aguaviva, que cayó sobre el rellano-. ¡No! -murmuró asfixiándose, inmóvil.
-¡Adiós mundo!... –gritaba él con sus últimas fuerzas-. Pero… quién... No veo... Mil puntas aceradas me atraviesan el pecho.- Ella cogió su cabeza-. ¡Oh! ¡No me toquéis, no me toquéis!...
Tenía los ojos completamente fuera de las órbitas, la cabeza caída hacia atrás y el cuerpo rígido.
-¿Dónde estoy?... ¿Dónde me encuentro?...

Pálida, cual si una venenosa serpiente hubiera aparecido a sus ojos, dejó caer una mirada helada sobre el desgraciado que agonizaba.
-En el mar, Oliver. Hay tormenta.
-No escucho las olas ni el viento.
-La ventana -musitó sin siquiera mirarme.
No había forma de abrir aquel ventanuco. En ese instante la oscuridad era completa. Los primeros truenos de la tormenta que se avecinaba comenzaban a resonar. Una gruesa nube de refulgentes franjas, como heridas, se extendía de un lado a otro del horizonte.
-¡Inútil! -bramó airada la dueña, martillo en mano.
De un solo golpe todo el cristal se desprendió del marco.
-Aguaviva… Aguaviva… -. El capitán la llamaba en su último aliento-. Sácame a cubierta. Antes de morir deseo sentir el viento del océano.
Luego, intentando incorporarse, gritó con una especie de desesperación:
-Dejadme llegar a la cubierta... ¡No pido la libertad, sólo pido mi vida!
La pequeña relajó el puño, dejando caer el martillo y las lágrimas comenzaron a fluir por su rostro, empapando al navegante. Fue entonces cuando me apoderé de la herramienta y, confundidos con los truenos, los golpes del martillo derribaron la pared Este de aquel ático.
De rodillas y con el arma en la mano, encontré muerta a Aguaviva. No advirtió la luz, como no había advertido el vendaval mientras cubría de besos a su amado. Hasta la aurora vino sin que ella lo advirtiese. Sucumbió de pena en sus brazos.
Les hallaron envueltos en una fina escarcha. Decretaron que ella murió dormida. Helada.