"Sal y limón"

Lourdes García Trigo.


Se sienta frente a mí y la dejo hablar mientras sirvo en la barra. Así me entretengo las noches de los jueves. Raya el cristal de la copa con sus largas uñas negras.
¿Es que no ves lo fácil que es?, me dice. Y se balancea en la silla. Les invito a copas y me entregan hasta su alma. Hago como que los escucho, y así los clasifico mejor. Tengo la despensa muy ordenada.
¿Y cómo los preparas?, le pregunto a veces para entrar en su monólogo. ¡Oh!, me responde, cuando tengo mucha hambre los hago sólo a la plancha, con algo de sal y limón. Pero con salsa de champiñones están muy bien. Y hervidos con una pastillita de Avecrem.
La verdad, hunde la nariz larga en el vaso, no entiendo a la bruja del bosque y su manía de comer niños. La pobre ha tenido que hacer una casa entera de dulce. Como lo oyes. Con lo fácil que es venir aquí y presentarse. Los adultos se entregan ellos solos. ¡Ay!, se relame, ¡qué gusto!
Echa hacia atrás la cabeza y ríe. Disimulo el miedo secando vasos. Su risa cristalina parece hasta inocente.

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"No puedo"

Beatriz Fernández Moya.


No puedo escribirte, porque no queda tinta en el cartucho de mi impresora a color. No puedo ir a comprar un recambio, porque es domingo y los empleados no suelen trabajar por gusto en su único día de descanso. No puedo coger un autobús que me lleve a un lugar donde sea sábado, porque todos los caminos me conducen a ti. No puedo no estar a tu lado.
No puedo decirte que te quiero tanto que no puedo decírtelo. No puedo llegar al portal de tu casa y enmudecer. No puedo pedirte que me ames porque no puedo hacerte en todo momento feliz. No puedo estar a tu altura. No puedo ser como te mereces porque no puedo ser como no soy. No puedo luchar por conseguirte, porque no puedo conseguirte y perseguir mas metas. No puedo soñarte ni hacerte realidad.
No puedo hacerte feliz, porque la línea de tu felicidad discurre perpendicular a la mía, y aquel momento en que se cruzaron está cada vez más lejano en el tiempo. No puedo revivir ese recuerdo, porque es tan dulce que me empalaga hasta su propia mención. No puedo hacerme a la idea de no recordar el color exacto de tus ojos, el olor de tu perfume o el tacto de tu mejilla. No puedo abrazarte porque tu olor se confundiría con el de mi colonia, y la suavidad de tus pómulos es esfumaría entre mis manos ásperas. No puedo besarte porque, por un instante, se apagaría la luz de tus ojos y mi corazón moriría congelado, en completa oscuridad.
No puedo ir a nuestra primera cita; al verme sentirías una profunda decepción. No puedo permitir que sepas que tu admirador secreto soy yo. No puedo llamarte para cancelarla, porque me asusta que lo que tengo que decir, te entristezca.
No puedo reconciliarme contigo porque nunca nos hemos enfadado. No puedo echarte de menos si no estás. No puedo escribirte una carta porque no queda tinta en el cartucho de mi impresora a color.
 

"Voces"

Sara Mehrgut.



Mis lánguidos pasos se orientaron desde el portal en dirección al trabajo. Era un martes insípido. Anhelaba el medio día y su siesta y, sobre todo, mi almohada. En mis ojos, una cándida persiana pedía protagonismo ante la ventolera que azotaba el paseo.
Sin embargo, la mañana andaba ajetreada: muchos coches y los cafés en las terrazas. Toda mi atención se concentraba en abrir los ojos en el momentito justo, para evitar el choque con la olorosa entrega del repostero, con el niño que va a clase de mala gana o con una bicicleta. Ausente, como un maniquí… Eran los efectos de una claustrofóbica noche como la pasada.
Quizás estuviese enfermo… Al peinarme con las manos el cabello, percibí helados mis nudillos. Las palmas, las venas, la piel, pedían ser enguantadas. Mi mirada se empañó en su último pestañeo y sonreí con una mueca torcida. No más lágrimas, me supliqué tragando saliva: el cupo familiar estaba más que rebosado.
Cerré de nuevo los ojos al llegar al cruce. Concentrado en disipar el incipiente dolor de cabeza, escuché un lamento. Era un grito suave, casi silencioso pero agónico. Al momento, alarmado, miré a mí alrededor. Diríase que me comí con la vista todo lo que tenía a mi alcance, provocando que el resto de peatones que esperaban al semáforo me observaran con curiosidad. En algún sitio había leído que no descansar bien podía producirte alucinaciones...
Volví a escuchar el lamento, un agudo lloro, lejano, y entonces me convencí de que salía de mi mismo. Tenso y expectante, empapé mis labios resecos. Una niña con la naricita muy chata se rió de mis espasmos; su madre le atusó el brazo para que siguiera sus tacones a través del paso de cebra.
Sin más dilaciones me detuve frente a la puerta del edificio plateado, consciente de que, fuera lo que fuese aquello que provocaba mi cortocircuito mental, allí no iba a encontrar a nadie en quien confiar si algo marchaba mal en mi cabeza. Asomé la vista a través del ventanuco de cristal que rodea la puerta y, reparando en la afluencia del recibidor, me ajusté la corbata y entré.

Al sentarme en mi despacho, creí que volvían las voces. La palabra <<C-A-F-E-I-N-A>>, con cada una de sus letras, bailó sobre mi escritorio. Al punto me levanté y volví a ponerme la americana para salir de la oficina. Un golpe sordo sobre los zapatos me descubrió el interfono. Acababa de caer de uno de mis bolsillos. Me apoyé en el marco de la puerta y me lo acerqué con pulso tembloroso a la oreja. Mi mujer cantaba... Tras nuestra primera noche en vela por la fiebre y los lloros del pequeño, ella aún entonaba una animada nana.
 


"El canto del cisne"

Emilia Carrasco.



Faltaban cinco minutos para que empezase. Lo había hecho otras veces, pero esta ocasión era especial.
El teatro se llenaba. Entre bastidores, todo el mundo andaba ajetreado, pensando si el concierto sería un éxito o no.
Giulietta recordó la leyenda sobre el canto del cisne: el último sonido que se puede percibir de un cisne que agoniza, es un leve canto, casi imperceptible pero hermoso. Eso mismo le ocurría a ella: desde que el médico descubrió que tenía un problema en las cuerdas vocales y que tendría que dejar de cantar, su vida se asemejaba a la de un cisne en peligro de muerte.
Por tanto, aquella sería su última función. Recordó cómo había descubierto su talento. Fue su profesora de música, una mujer muy sabia. Como tutora, le aconsejó empezar a dar clases para trabajar sus cualidades.
-Podrías tener un gran futuro en la música, Giulietta –solía repetirle.
-La música no es lo mío- insistía ella.
Todos los días, igual, la misma lucha, pero su madre la apuntó al Conservatorio, a pesar de las quejas de Giulietta.
Las clases de piano le resultaban muy aburridas, ya que aquel instrumento era difícil de manejar con maestría.
Un día, de camino al Conservatorio, escuchó por la calle a una señora que se puso a cantar. Se acercó a ella y, venciendo su timidez, le preguntó:
-Disculpe… ¿Podría decirme donde ha aprendido a cantar así?
-Recibo clases de canto, pequeña. Toma el número de teléfono de mi profesora, por si estás interesada. Se llama Anna.
Acto seguido, Giulietta se encontró sola en mitad de la calle.
Así empezó todo... Los miércoles, de siete a nueve de la tarde acudía a las clases de la señorita Anna, donde aprendió a “colocar la voz”, además de un precioso repertorio.
Un buen día, Anna, sorprendida de la rápida evolución de su alumna, le ofreció debutar en uno de los mejores teatros de la ciudad, el mismo donde iba a actuar por última vez.
Las cosas habían cambiado. Las luces, gastadas por el tiempo, daban un aspecto triste a la sala. Parecía que ya no existía interés por la música...
-¡Giulietta!
Volvió a la realidad. No lo había olvidado. Su marido, sus cuatro hijas y sus tres nietos estarían allí para verla y apoyarla. Sabía que necesitaba ánimos.
-Mucha suerte. abuela –dijeron Ricardo, Lucas y la pequeña Tessa, entregándole un pequeño ramo de narcisos.
Poco después, el telón comenzó a alzarse. Le reconfortaba cantar para un auditorio abarrotado. El decorado estaba listo y los cantantes preparados. Nunca hubiera creído que aquellos hermosos sonidos brotarían de su boca con tanta elegancia y energía. El público sabía que Giulietta disfrutaba sobre el escenario.
Aquella noche fue perfecta. La mejor desde hacía tiempo. Al terminar, la gente aplaudía en pie y sin cesar. Le hicieron entrega de una placa conmemorativa y de una enorme caja de bombones. Las felicitaciones se multiplicaban una y otra vez: el alcalde, el dueño del teatro, las ayudantes…, mucha gente a la que no conocía. Estaba claro; no había decepcionado al público.
Sabía que no se volvería a repetir, pero en medio de tantas alegrías, ese pensamiento se desvaneció. Ahora solo pensaba en Anna, y en lo agradecida que estaba a su empeño por hacerle volar.
 

"Oro y claveles"

David Fuente.



La caseta del jardín siempre había estado atestada de cosas; ya se sabe, de esos utensilios que una piensa que quizás puedan ser útiles en un futuro, pero que al final acaban abarrotándolo todo. La caseta era un ejemplo de esa extraña afición por acumular. A fin de cuentas, todo aquello lo habíamos comprado, así que estábamos en nuestro derecho de dejar que se pudriese allí dentro, fuese lo que fuese.
En el pueblo casi todo el mundo tenía cuanto necesitaba - aunque algunos necesitaban menos cosas que nosotros-. Es cierto que podríamos habernos ahorrado una importante cantidad de dinero comprando buena maquinaria de forma colectiva, pero tratar con los vecinos nos resultaba demasiado incómodo, además de que a nosotros, en particular, no nos resultaba tan provechoso como a otros. Mejor que cada cual resolviese sus problemas por su cuenta.
Yo siempre soñé con un tesoro. Mi marido me llamaba ingenua, aunque él jugaba a la lotería. Para mí, aquel sueño tenia fundamento. Nuestra casa era una vivienda señorial, de aquellos tiempos en los que allí existían señores –nosotros, que teníamos jardinero, ahora éramos lo más parecido a la aristocracia–. Según parece por el escudo de armas, perteneció a una familia adinerada, no recuerdo el apellido. El caso es que me dio por pensar que quizás aquellos señores que habitaron la casa durante cuatrocientos años, en algún momento habrían guardado algo de oro bajo el suelo, enterrado en las cuadras o por el antiguo entablado del desván.
En aquella época en la que mi marido aún ganaba un buen sueldo, alquilé a escondidas un detector de metales. Podría haber contratado a un profesional, pero encontraba incómodo que aquel hombre desenterrase dos kilos de oro delante de mí, para después pagarle cuatrocientos euros por su labor. Además, el alquiler de la máquina suponía cien euros, así que me ahorraba la diferencia si no había nada. Para sueldos ya teníamos bastante con el del jardinero, que no iba a encontrar oro sino malas hierbas, aunque estoy segura de que alguna vez cortó más de un clavel para esa novia suya. Mi marido hace ya mucho que ni me compra ni me roba claveles.
Me pasé todo un día recorriendo la casa con la máquina. Cuando mi esposo llegó del trabajo y me sorprendió rastreando el hall, ni se inmutó. Él no conoce ni un solo producto de limpieza, ni ningún aparato doméstico, así que, quien sabe, quizás pensó que era una aspiradora ultra-silenciosa, aquella que tantas veces le pedí.
El detector de metales me dio más de una alegría, pero de esas pequeñas: parpadeaba la lucecita y pitaba con frecuencia en algún punto. Entonces mi corazón seguía su compás, disparándose cuando el oro ya parecía estar bajo mis pies. Los agujeros en el jardín eran fácilmente excusables, pensaba, lo difícil sería explicarle a mi marido las baldosas rotas en la cocina. Le dije que se me había caído el martillo. <<Y a dónde ibas con el martillo>>. Le contesté que estaba ordenando la caseta del jardín -excusa eterna, pues una siempre puede estar ordenando la caseta del jardín-, que saqué el martillo, que lo vi sucio, que vine a limpiarlo y de repente noté una araña en mi mano, que di un grito y lo solté, y que rompió las baldosas. Él miraba los agujeros algo incrédulo. <<Madre mía, más que soltarlo, parece que lo has lanzado desde el cielo…>>.
Debajo del alicatado había un enorme clavo oxidado. En vez de ser cilíndrico, tenía cuatro caras planas: estaba hecho de forja. Era del mismo tipo que los del portón. No estaba mal, un clavo antiguo –seguro que mi marido lo guardaría en la caseta–, pero no era oro. Ni siquiera valía lo que las baldosas.
No encontré ningún metal precioso, esa es la verdad, pero estuve entretenida. Creo que entendí un poco esa emoción de la lotería: ay, que ahora sí; ay, que ahora sí... Pura ilusión, justo lo opuesto al logro de otras metas, pero oye, algo es algo. Y sobre todo, me sacó de la monotonía de acicalar el caserón. Si antes era antiguo, ahora me resultaba viejo. Sin tesoro escondido, perdía toda su gracia; vaya señores fueron aquellos que tenían riquezas y nada de oro escondido por ninguna parte.
Despedí al jardinero. ¡Ya valía de robarnos los claveles! No íbamos a andar costeando sus amores. Así que me entretuve podando aquí y allá, durante unos meses, el tiempo que tardó mi marido en ver que el jardín estaba degenerando y que no había sido buena idea despedir al chico.
Para entonces tuvimos que mudarnos. La empresa quebró y el caserón era un lujo...
La verdad es que me adapté con ganas al piso en Madrid. Pero desde hace unos meses hay una cosa que me reconcome y no me deja dormir, que me arde por dentro como me ardía el pecho cuando sujetaba aquella máquina que silbaba la melodía del oro. Y es que nunca rastreé dentro de la caseta, no pude. ¡Cómo iba a hacerlo! Sacar afuera todas las cosas me habría supuesto toda una tarde, mucho sudor y otras veinticuatro horas de alquiler. Pero estoy segura de que aquellos seis metros cuadrados, además de estar abarrotados de cosas, escondían muchas más bajo la tierra. El dinero llama al dinero, dicen, y aquella caseta había sido un imán que atraía herramientas nuevas, costosas e inútiles.
No tengo Permiso de conducir y no pienso pedirle a mi marido que me lleve. El taxi hasta el pueblo son setenta euros, más otros setenta de vuelta, más los cien de la máquina y lo que pueda suponer un allanamiento de morada... Quizás pueda pagar al jardinero -delincuente habitual roba claveles- para que me recoja el oro, aunque ese pícaro seguro que se lo queda y me dice que no encontró nada. Definitivamente, hay cosas que debe hacerlas una misma. Cada cual debe resolver sus problemas.
La empresa ahora también cierra aquí, en Madrid. Mi marido ha comprado lotería. He arrancado furtivamente un clavel del jardín público de debajo de casa y me lo he regalado a mi misma. A los dos días, sus pétalos retorcidos yacen sobre la mesilla de noche. Tengo las muñecas cansadas, aquí no hay lavavajillas. Ay, la vida, ¡cómo se agita! Mi marido me ha sugerido que quizás sea necesario que yo busque un empleo. Buscar... Otra vez ese “pi-pi” ilusorio. Y después, quién sabe... Mientras tanto me araña el interior de la cabeza, como si fuera una oruga con convulsiones, la obsesión de haber dejado olvidada, bajo la caseta, una gigantesca fortuna.

"La inspiración del escritor"

Suyay Chiappino.



Nos esperan grandes éxitos. Pero, ¿los buscamos? ¿los ansiamos? Cuanto necesitamos está al alcance de nuestra mano. Es cuestión de tomar la iniciativa e ir a por nuestros objetivos.
¿Dónde esta nuestro lugar? En el mundo hay un espacio para todos, aunque muchas veces muramos asfixiados, ahogados entre tanta gente. ¿Dónde se esconde la humanidad entre todas esas personas?
Pero no voy a escribir sobre ideas inconexas. Quiero hablar acerca de la inspiración de un escritor. De dónde viene. A dónde va. Cómo se mantiene viva…
Un escritor sin inspiración es como un maniquí desnudo, como respirar hidrógeno en lugar de oxígeno, como un zapato sin su pareja, lo mismo que un calcetín solitario, como un bebé sin el pecho de su madre, como una fuente vacía. ¿Quién lo dice? Yo, que escribo, puedo afirmarlo. La inspiración son las ansias de compartir, de contar, de escribir, de escupir sobre el papel todas esas manchitas negras que van formando un mensaje con contenido, con sentido, con forma, que van expresando una idea, el conjunto que lo es todo en un instante. Si se desvanece alguno de sus elementos, ya no nos queda nada. Un papel en blanco y el cursor con su incansable parpadeo.
Escribir es compartir una visión, un ideal, un pensamiento. Plasmarlo, dibujarlo, eternizarlo. Es permitir que todo lector entre en nuestra mente, vea el mundo a través de nuestros ojos y comprenda alguna idea esencial de nuestra cabeza, capaz de haber inventado un mundo, una historia, un momento, una fantasía. Nuestro escrito puede ser una crítica o puede regalar colores nuevos que dan vida a criaturas antes inimaginables, que llenan de riqueza el tiempo de lectura. Puede resultar una tarea amarga si el trabajo final es cruento. Pero también puede ser una creación bonita.
Si pretendemos opinar, más vale que sea con fundamento. Para hablar hay que saber. O tal vez no, pues las palabras valen el instante en el que existen. Después desaparecen. Hay mensajes, sin embargo, que quedan grabados en la memoria, que nos marcan definitivamente.
Estamos hablando de escribir, no de parlotear. De instruir con coherencia. Así es que al escritor que desee realizar esta misión, solo le queda servirse de su inspiración, alargar la mano firme para retenerla con mimo. Y si la deja escapar, si la pierde entre tanto ruido…, quedará condenado a un silencio sepulcral.

"El cisne"

Sara Mehrgut.



La noche fue triste y húmeda en aquella urbe de calles desiertas. Jorge, que más tarde no estaría, se sentía paseando por Nueva York. Aquellas noches, el bar del Apolín Hotel lo único que negaba era el aire y él salía a caminar por las peligrosas callejuelas de la zona, para respirar. Se apoyaba en su corpulencia y así vencía al miedo y disfrutaba de la soledad, del silencio interrumpido, de la luz ambarina de las farolas, del olor a una mezcla de lirios y alcantarillas… Sí: Nueva York también olía a lirios.
El recuerdo, sin embargo, se fue disipando en su memoria. Después de cincuenta años, ya no es la Gran Manzana la que escuchaba al pasar.
El aire venia oloroso y dulce en Galway. Él volvía de trabajar y una extraña brisa le llevaba hacia delante. Hoy el maletín no pesaba y parecía que le empujase hacia el horizonte, que era una mancha parda y descarnada, un mar baldío. Cuando la última luz desapareció se escuchó un “gong” y Jorge, al mirar a través de las sombras, sintió un poderoso escalofrío y le invadió la incertidumbre. El frío aumentaba por momentos y empezó a caer una nieve fina como el polvo, de manera que no tardó en cubrirse todo de blanco.
Otro espasmo penetró en sus articulaciones. Soltó el maletín, que permaneció por unos segundos suspendido en el aire. Al punto, cayó mudo sobre el manto claro. El anciano se sobresaltó, pero dado que fue algo momentáneo, pensó que le habían traicionado los ojos de tanto forzarlos en la bruma. A continuación siguió andando hasta que una nueva sensación le perturbó. No hizo falta que descendiese la mirada para percibir que le faltaba el zapato derecho.
El viejo estaba sitiado por una blancura exquisita, <<casi palpable>>, pensó mientras se agachaba para alcanzar el mocasín. Pero no estaba ahí. ¿Cuándo lo perdió? No tenía más remedio que retroceder para buscarlo. Pese a todo la nieve no está tan fría, caviló mientras avanzaba en dirección contraria. A cada paso el calcetín se le entibiaba. Mientras el pie parecía percibir intensas vaharadas de calor seco, en los labios y en la punta de la nariz el viento le regalaba un beso de humedad. Una caricia almibarada.
Continuó andando hacia lo que presuponía que era el camino al trabajo, pero se trataba de un sendero mejor. Por primera vez no se sentía fatigado al tomar esta dirección. En su interior un canto alegre y rítmico crecía conforme avanzaba. Se sabía envuelto por la música, por la vitalidad y el jolgorio oculto del instante.
Abrió los ojos. Desconocía por cuánto tiempo habían permanecido cerrados. Los párpados, en vez de vencer la oscuridad se revelaban como velos blancos. Pestañeó con intensidad hasta que descubrió diferencias: en el exterior comenzaban a distinguirse otros tonos: sobre un halo marfil, el color verde, plateado y azul predominaban. También encontró topos rosas esparcidos por el paisaje. La intensa emoción que le produjo esa belleza fue casi dolorosa. Lo reconoció al instante: la bahía de Galway es hermosa hasta romperte los ojos.
Frente al borde de la ensenada reinaba una atmósfera de melancolía. Jorge apreció como la nostalgia comenzaba a invadirle. No obstante, desconocía qué era aquello que extrañaba, porque ya no recordaba nada. Aun así, no desaparecía la sensación de vaporoso desamparo.
Escuchó un chapoteo y el tañido de unas campanas graves. Mecánicamente se terminó de descalzar y se hundió hasta las rodillas en el agua helada.
Supo que los príncipes de la bahía se deslizaban cerca de él. Sin aviso, todo se torno más nítido y pudo ver cómo las majestuosas criaturas se acercaban a él. Su sombra plateada golpeaba como un puñal en las aguas.
Iba a morir. No; ya estaba muerto.

"Corazón"

Lourdes García Trigo.



Miró a todos lados antes de escapar. Si su madre se enteraba, lo castigaría todo el verano. ¡Pero hacía tan buen tiempo y los deberes eran tan aburridos...! No lo pensó más: se puso las zapatillas y corrió hacia el jardín. Fue tan deprisa, tan sin mirar por no encontrar los ojos de su madre, que tropezó con el escalón. Lo asustó un ruido brusco, como de cristales rotos. Pensaba que sólo se había raspado las rodillas, pero al levantarse su corazón se desparramó en mil trocitos.
De vuelta al estudio, extendió los pedazos sobre la mesa. Con paciencia, los fue uniendo con cola hasta que formaron una sola pieza. No tuvo mucha pericia ensamblando el nuevo corazón, de manera que cuando intentó colocarlo de nuevo en su sitio, no había manera de encajarlo. Su madre le apañó un tarro de cristal y se lo colgó al cuello con una guita.
Un corazón tan transparente le creó problemas. En el instituto no podía acercarse a ninguna niña que le gustara; el pobre intentaba no ruborizarse pero su corazón se encendía, bombeaba ruidoso, se iluminaba...
En el trabajo tuvo varios altercados con el jefe. Era un empleado discreto pero cuando no estaba de acuerdo con él, el corazón se le salía del tarro, morado, azul, verde de enfado, gritando inconveniencias a diestro y siniestro. Lo he intentado guardar en un bote oscuro -se excusaba, azorado- pero se vuelve triste y deja de latir; el médico me recomendó que no lo volviera a hacer.
De todos modos no le tenían en cuenta sus rabietas. En el fondo era un corazón bueno y tierno. Se reía con las travesuras de sus hijos. Por las noches, su mujer lo colocaba en la mesilla y él le susurraba lindezas al oído.
Un día se cansó de latir y decidió echarse a dormir. Me muero, dijo entonces su dueño. Y se murió. A él lo enterraron en el panteón familiar, pero el corazón, quebrado de tristeza, se resistía a salir del tarro. A sus hijos les dio apuro tirarlo y lo dejaron sobre la repisa de la chimenea. Sus nietos, a escondidas, lo usan de sonajero.
http://cascarasdefruta.blogspot.com

"Bailando bajo la lluvia"

María Teresa López Cerdán.


Igual va siendo hora de que empecemos a respetarnos unos a otros, que dejemos de hablar de izquierdas y de derechas, de diferenciar entre ricos y pobres pues, a fin de cuentas, todos somos iguales.
Mi opinión no vale más que la tuya. Y viceversa.
Nos quejamos a todas horas y no es mucho lo que hacemos por cambiar lo que nos rodea. Y las pocas veces que nos disponemos a cambiar, lo hacemos con hipocresía. No me excluyo; yo también, porque somos humanos y si funcionamos así es porque nos hemos acomodado.
Es hora de esforzarse y de mirar al frente, de construir un futuro. Y si lo hacemos juntos, será mucho mejor. ¿No creen?
Estoy cansada de que no nos ayudemos. Está comprobado que así no conseguimos nada.Verdad solo hay una y lo de la relatividad es una excusa que ya empieza a pasarse de moda. Hay que ser objetivos y fuertes, que la nube que tenemos encima no es pequeña.
Ha llegado la hora de pensar, mucho y bien. A nadie le gusta lo que hay, pero si lo miras con una sonrisa, es más llevadero.
No hay que resguardarse de la tormenta, sino aprender a bailar bajo la lluvia. Y si bailamos todos a la vez, puede que dejemos algo digno de ser contado a lo largo de la Historia.
Hagamos esta Historia juntos, como seres humanos, no como enemigos ideológicos. Lo digo de verdad, de corazón. No es tan utópico que podamos trabajar codo con codo por construir algo que merezca la pena.

"Mañana"

Berta Ferrer.



Desde la ventana se veía el mar. A ratos verde y cristalino; otras veces azul y opaco, como un manto espeso, insondable. Los días de lluvia, cuando llegaba septiembre, se enfurecía. Despedía al verano con olas que se embravecían al compás del viento iracundo y echaban espumarajos al chocar contra las rocas de la costa. Mi madre nos preparaba -a mis hermanos y a mí- vasos de leche con miel y nos acurrucábamos junto al cristal para contemplar el cielo que se deshacía sobre el mar. Eran tardes de sueños inacabables: barcos que naufragaban, tesoros escondidos bajo la arena, mensajes ilegibles encerrados en botellas de vidrio...
Pasaba la tormenta y volábamos por las escaleras, empujándonos los unos a los otros, impacientes por salir al fresco del exterior. <<Coged las chaquetas, no os vayáis a resfriar, por el amor de Dios>>, gritaba mamá desde la cocina, los brazos cruzados y siempre la misma cantinela entre los labios. <<Y que no se despiste vuestra hermana>>. Y yo me enfurruñaba y escapaba fingiendo odiarla, por tratarme como a la niña pequeña que aún era.
Al llegar a la playa, olvidábamos los zapatos en un punto elegido al azar y corríamos descalzos por la arena, que se hundía húmeda bajo nuestros pies. Rescatábamos entonces las historias que habíamos inventado y jugábamos con desenfreno hasta perder el aliento. Caíamos rendidos y nos tumbábamos a contemplar el cielo gris que convertía el mar en ónice. Respirábamos salitre y escuchábamos las olas romper a nuestros pies. Reíamos de cansancio, empapados de felicidad.
Cuando las campanas de alguna iglesia cercana nos avisaban de que se acercaba la hora de cenar, arriábamos velas y nos precipitábamos a la bocana del puerto. Mi hermano mayor me cogía de la mano y tiraba de mí, con delicadeza a pesar de que fruncía el ceño y se quejaba de que me rezagaba, de que íbamos a llegar tarde. Pero siempre lográbamos sentarnos en el muelle, cortos de aliento y con las piernas colgando sobre el agua turbia, a tiempo para ver cómo el faro se encendía con las últimas luces de la tarde.
Con los ojos puestos en el foco de luz, que bañaba las aguas con intermitencia, contábamos mentalmente hasta diez; a veces, hasta veinte. Solía ser yo la primera en avistar la silueta a lo lejos, todavía un insignificante punto en la lejanía. Me tragaba el grito de emoción y dejaba que otro me señalara con entusiasmo la figura que se iba acercando desde el horizonte anaranjado.
-¿Lo ves, Ni? Ya llega.
Conteníamos el aliento mientras el barco pesquero avanzaba hacia el puerto y maniobraba con lentitud para encontrar su sitio entre tantos navíos.
Desde el muelle se escuchaban las voces de los pescadores que vociferaban con alegría por el fin de la jornada. Desembarcaban de un salto y nos miraban de reojo, preguntándose qué hacían unos críos como nosotros allí parados, observándolos con tanto interés.
Descendía el último marinero y repicaban de nuevo las campanas de la iglesia. Era hora de volver a casa, pero nos demorábamos unos segundos más, con la vista clavada en el mar que comenzaba a diluirse entre las sombras de la noche. Regresábamos en silencio y cabizbajos hasta nuestra puerta, donde inconscientemente nos colocábamos en círculo y nos sonreíamos unos a otros. Era un pacto mudo entre hermanos. Luego, subíamos la escalera a saltos, creando el mismo alboroto que cuando nos habíamos ido. Nuestra madre nos esperaba junto a la ventana, con los brazos cruzados sobre el regazo y los ojos melancólicos perdidos en la oscuridad del exterior. Corríamos hasta ella y nos sentábamos a sus pies. La aturdíamos contándole las aventuras de la tarde, hasta que yo, nombrada portavoz por ser la más pequeña, le susurraba en el oído la frase que traía ensayada desde la playa:
-Mañana, mamá... Mañana vuelve a llover y llega el barco que estamos esperando.- Y me abrazaba con fuerza a su cuello–. Mañana, ya lo verás, papá cenará con nosotros.
A ella se le iluminaba el rostro y la noche se llenaba de historias inacabables; barcos que naufragaban, tesoros escondidos bajo la arena, mensajes encerrados en botellas de vidrio...

"Rojo"

Beatriz Fernández Moya.



No era más que una mancha escarlata que se extendía sobre una superficie de un blanco perlado. De mi vientre brotaba el rojo, un rojo espeso, doloroso, infeccioso y consumidor. Un rojo que dolía mirar. Un rojo hipnotizante. Un rojo que me subía a los ojos y me hacía ver todas las cosas de color rojo. Un rojo antiguo, como el de las cortinas de terciopelo de los teatros barrocos, pero a la vez un rojo nuevo, como el que mana de una herida recién abierta. Un rojo que arrasaba con rojo, un rojo devastador.
En mi mente solo cabía el rojo, y mis ideas de vivos y variados colores habían escapado para rebotar, cual enjambre de insectos, sobre las paredes del iglú. Mis manos estaban rojas y mi corazón empezaba a sentir la falta de rojo en su interior.
Rápidamente, como un relámpago en un cielo tormentoso, el rojo terminó de comerse al indefenso blanco, y derritió por completo las paredes de mi guarida. Mis coloreadas ideas se dispersaron en la negrura de la noche y mi último aliento se escapó con ellas. Mi cuerpo, ahora de color burdeos, quedó a la intemperie para deleite de los carnívoros del Ártico.

"Una epidemia que pasa inadvertida"

Blanca Rodríguez G-Guillamón.




Sospechad si algún amigo os quiere regalar un iPhone, un Smartphone o cualquier otro dispositivo móvil con posibilidad de conectarse a Internet. Tal vez su intención no sea tan bondadosa, pues lo que realmente pretenda es deshacerse de ti.

Me urge referirme a este asunto, ya que por su causa se rompen muchas relaciones. Ya saben, la tecnología es poder, pero un poder que si no aprendemos a controlarlo puede acabar con nosotros.


Hacía días que hablaba con la pared. Una pared que respiraba, que tenía ojos y boca, y pensaba y oía, pero que ya no escucha. Pensaba con el mecanismo de la red, un reloj de mensajes, luces y sonidos, y sonreía con labios electrónicos. Ya le advertí que escribiría sobre él y se rió. Le aseguré que no diría nada que pudiera gustarle, pero no sé si realmente me creyó.

Esta epidemia pasa inadvertida. No sé cuándo hizo enfermar a mi amigo, pero recibí su oleada con dureza al empezar a hablar con la máquina delante de mí. Se hizo dependiente de ese “mundo secundario”. Sus conversaciones llegaron a reducirse a monosílabos.
Apenas comienza con un brote, inducido por la curiosidad o el aburrimiento, y acaba atrapándote la tela de araña virtual que es Internet. Al principio resulta un juego divertido, además de útil. Escribes un mensaje y te contestan al instante. No hay distancias, no hay frenos, no necesitas esfuerzo ni actividad física, no hace falta desactivar la pereza ni componer una buena cara. Estás “ahí”, en un sitio que no ve nadie pero donde todos te sienten y pueden comunicarse contigo.
Es el juego del poder porque controlas tu entorno. Pero si dejas que se desate, te engulle. No tiene piedad porque no tiene alma ni corazón. Y te persigue. No puedes deshacerte de él porque va contigo, en el bolsillo, en la mochila, en el bolso... Eres tú quien lo hace parte de ti. Eres tú quien lo libera o lo reprime. Quizá ni siquiera sea una elección consciente, pero ocurre.
El <<pasas de mí>> se convirtió en la frase del mes. No había momento en el que no se lo dijera a mi amigo. Él sonreía y decía que no. A veces era suficiente para que dejase de navegar con el móvil, otras apenas se inmutaba. Pero, fuese como fuese, esta última semana tengo que reconocer que ha hecho un gran esfuerzo y está mejorando. Aunque aún se sienta incompleto si no consulta cada media hora el móvil, ha entendido que esa actitud es molesta. O, por lo menos, espero que lo haya hecho.
¿Os gustaría estar hablando con alguien que sólo tiene ojos, boca y pensamiento para Internet? A mí, desde luego que no.

"Regreso a mi pasado"

María del Rosario Fuster.


Una tarde mi madre estaba con mis dos hermanos pequeños, ayudándoles con los deberes, cuando dijo:
-Hay que revisar las plasticolas.
Es una frase cualquiera, pero la diferencia está en su última palabra: “plasticolas”. Así es como se llama en Argentina al pegamento.
Fue ese guiño léxico el que me hizo retroceder diez años para volver a sentirme a pocos meses de dejar mi país de origen, cuando íbamos a empezar de cero en otro, casi desconocido.
Hace más de cinco décadas, mi abuelo paterno emigró a la Argentina en busca de un futuro mejor. Tenía veinte años. Como él, hubo muchos. Algunos países de Europa estaban pasando por años de dictadura y antes sufrieron una guerra, con muertes, hambre y un futuro incierto. Muchos ciudadanos, si querían vivir con dignidad, debían abandonarlo todo y buscar un sitio nuevo donde empezar.
Mi abuelo Juan José nació en Madrid, la ciudad que iba a ser nuestro destino.
Toda mi familia cercana, por aquel entonces, conocía España, pero a excepción de él y de otra abuela, nadie había estado allí. Existían mil fotografías, historias, regalos, edificios… España era como “la tierra prometida”. Aparecía en películas, series, libros… Muy pocos podían darse el lujo de visitarla, ya que los billetes de avión tenían un alto precio.
Mis padres, mis hermanos y yo lo haríamos. Viajaríamos a aquel maravilloso lugar de nuestros orígenes, pero no sería un viaje de placer sino un trayecto de ida repleto de incógnitas.
Recuerdo esos últimos meses en Argentina como un tiempo para aferrarse a todo, pues sabíamos que nos iríamos y al final sólo quedarían los recuerdos.
Creo que nunca visité a tantas personas como esas semanas. Fue como juntar Navidad, Reyes, cumpleaños y santos. Abundaban los regalos, los abrazos y la comida. Fue una verdadera locura.
Contábamos los días que nos quedaban y a quien aún no habíamos visto.
En cuanto a las maletas, no recuerdo qué había dentro exactamente. Ropa, juguetes, libros… Supongo que todo aquello que dibuja los contornos de una vida.
Yo llevaba a mi oso de peluche, Teddy, mi fiel compañero de cada noche.
Mis hermanos y yo éramos niños, de diez, ocho, cuatro y un año. No entendíamos muy bien por qué nos marchábamos, ya que para nosotros todo era perfecto allí. Años después fui consciente de la burbuja en la que nuestros padres nos criaron, pues no sabíamos que el motivo de aquella partida era que mi padre no tenía trabajo y que la crisis Argentina no terminaría pronto. A día de hoy, todavía sigue.
El día de la despedida fue el momento más duro de toda mi vida. Vinieron todos al aeropuerto y nadie dejó de llorar.
Nos esperaban doce horas de viaje, desesperación, aburrimiento, tristeza y alegría. Nuestro padre nos aguardaba al otro lado del océano. Cuando le vimos, nuestro corazón se inundó de felicidad.
Ahora estábamos todos juntos y cada uno de los hermanos nos hemos embarcado en otro viaje, el de nuestra vida en España.
 

"Hola, me llamo egoísmo"

María Teresa López Cerdán.




Me llamo María Teresa, tengo 18 años recién cumplidos, vivo en un pequeño pueblo de la provincia de Alicante, llamado Albatera, y el año que viene emprendo el camino hacia mi futuro: dejo mi casa para marcharme a la capital y cursar en la Universidad Complutense de Madrid la carrera de Periodismo.
Cada día que pasa, leo en las noticias algo parecido a esto: <<El fin del periodismo está cerca>> o <<Las profesiones que recogen mayor número de parados son del ámbito informativo>>. Muchas son las personas que me han aconsejado un futuro distinto, que ellos consideran mejor y que yo no pongo en duda que lo sea, porque vivir hoy del periodismo es algo sumamente laborioso. Sin embargo, tengo dos cosas a mi favor: ganas de cambiar el mundo y fuerzas para hacerlo.
Demasiadas veces he necesitado consultar en distintas fuentes una misma noticia para decidir cuál es la que se acerca a la realidad, ¿Les parece esto normal? En sus orígenes el trabajo de un buen periodista consistía en informar, con la verdad por delante y a pesar de conseguirse -todo sea dicho- unos cuantos enemigos. Ahora lo importante es fundir tus noticias con una pizca de lo que los ciudadanos quieren leer y con otra de lo que los ciudadanos “deben” creer.
Combinemos tres factores: morbo, dinero y política. ¡Premio! Acabas de conseguir una noticia que será publicada allá donde desees. Pues yo lo siento, pero no estoy dispuesta.
El periodismo se encuentra sumido en esta profunda crisis debido al afán de lucrarse antes que de informar con la verdad, que ya no es el objetivo de un periodista, al menos no de uno que realmente quiera serlo.
 

"Relato de amor a una madre"

David Fuente.



Mi padre siempre fue un hombre elegante, de caminar honroso como –según él- todo director de orquesta debía ser. Me enseñó lo que era la dignidad desde muy pequeño.
Rondaba yo los siete años cuando, estando a solas con él -el día después de un excelente concierto y mientras la sirvienta recogía el primer plato– tomó la cuchara del postre, semiabrió la boca y, tras arrojar un hilo de vaho con suma clase, colocó la concavidad del cubierto en la punta de su nariz. Así, con la barbilla altiva y la cuchara colgando, me miró sobre el hombro y me dijo:
-¿Ves, hijo? Este debe ser el semblante de un caballero.
Yo le miraba atónito. Comprendí en aquel mismo instante el modo en que los grandes directores de orquesta como él habían educado su rotunda pose: con un hieratismo propio de alguien imperturbable.
Cogí la cuchara algo tembloroso y me vi en ella reflejado, aunque a la inversa. Empañé la pulidísima superficie de un soplido que emanó desde mi infantil tráquea, y acompañé a mi padre en su pose de prohombre. Así pasábamos varios minutos al día, hablando sobre temas transcendentes, más centrados por aquella época en la postura que en los argumentos.
Aunque en mi madurez hubo quien me sugirió que de ahí partían mis carencias, nunca durante la infancia eché de menos la educación de una madre. No había conocido a aquella que colmaba de besos a mi amigos y, ante la tozudez con la que veía que les insistía en no salir de casa sin jersey, tampoco se me antojó necesario. ¡Qué equivocado estaba!…
Tuvimos una sirvienta mulata a la que mi padre había mandado obedecerme. Yo, que no entendía del todo por qué aquella mujerona debía ceñirse a mis caprichos, me limité a apreciar sus labores domésticas. Ella fue mi primera referencia femenina. Quizás debió haberme instruido –aunque mi padre era reacio a que desgranase conocimientos de aquella mujer– en que había ciertas cosas que en nuestra casa considerábamos normales, pero que las mujeres del mundo no entenderían. Si mi padre hubiese permitido que la mulata me ilustrara sobre los misterios del amor, el semblante perfecto que portaba a mis diecisiete años –fruto del intenso trabajo con la cuchara de postre– y que a tantas mujeres fue capaz conquistar en un simple golpe de vista, hubiese sido más productivo tras esa primera impresión.
<<El pulcro camarero de ese restaurante con tanta clase que hacía esquina en la calle Anzueta, colocaba el merengue sobre la mesa. Ella llevaba toda la comida elogiando mis virtudes y yo quise mostrarle de qué manera me había convertido en ese hombre del que ella se había enamorado. A razón de mi desconocimiento, nunca habría imaginado la carcajada que ella espetaría en mi rostro al explicarle y escenificarle cómo mi padre me enseñó a comportarme de aquella forma. Con la cuchara aún oscilando en mi nariz, salió corriendo del restaurante entre risas. Yo me giré avergonzado a certificar que se marchaba. Mientras la cuchara se precipitaba hacia el suelo, culpé a mi padre y a la mulata por todos mis fracasos>>.
Temo a las mujeres desde entonces. Aquella cita (aunque yo no lo sabía cuando comenzaba) iba a construir un precedente –ya fuese como inspiración exitosa o como fantasma que merodease sobre todas las demás- y resultó conformarse como un pánico que me hacía temblar ante la posibilidad del fracaso. Y esto, inevitablemente, terminó haciendo fracasar todas las futuras citas.
Tanto me hundieron mis meteduras de pata, que la última mujer –sin saber yo con qué extraña brujería había adivinado mi pasado- me espetó que no estaba allí para hacer de madre. ¿Ya ni un mísero desayuno, aunque sólo sea de zumo de naranja, café y un pequeño bollo, traen las mujeres de hoy a la cama? El portazo hizo vibrar la casa.
Alejado de mi despreocupación juvenil, me encontré tirado sobre las sabanas. No podía entenderlo... ¿Por qué te fuiste, mamá? ¿Por qué me pariste para dejarme solo en este mundo, sin esa mano femenina que me enseñase el camino?

"Personas especiales"

Marina Mármol.



No es bueno juzgar a una persona antes de tratarla. De partida desconocemos cuál es su visión del mundo, el significado que le da a la vida, los recuerdos que añora o aquellos sentimientos de los que dispone. Sólo tras unas largas conversaciones podremos desentrañar el misterio de sus palabras, de sus gestos, de sus miradas... Conviene recordar que los humanos somos seres sociales que necesitamos de los otros. La personalidad se construye gracias a ese trato en sociedad, por el cual podemos evaluar con justicia a aquel con quien hablamos.
Lo realmente difícil, pues, sería tratar de conocer a una persona sin contar con el lenguaje; es decir, sirviéndonos sólo de objetos, obras materiales. Me refiero, por ejemplo, a un cuadro, un texto, una fotografía, una obra de cine, un diseño arquitectónico... A través de estas obras de arte se edifican sentimientos en plenitud: amor, añoranza, esperanza, soledad, tristeza, alegría… Esto es lo que se ha llamado, desde el principio de los tiempos, ser un artista, una persona capaz de transformar la materia en algo no perceptible para todos.
En el ámbito de la arquitectura, los profesionales ofrecen rasgos de su carácter en los edificios que dibujan, en su manera de tratar el espacio. Las piedras dejan de ser inanimadas para dar voz a la formación, los afanes y el pensamiento del artista. Por eso, cada obra es un mundo que representa a su creador.

Los pintores buscan plasmar sus pensamientos y su concepción del mundo en el lienzo. Los escritores, compartir un universo para que los lectores lleguemos a ser personajes de él. Los artistas del cine y del teatro, un impacto visual distinto al de los fotógrafos y diseñadores. Todos ellos pretenden "hablar" de forma distinta, sin limitarse a mostrar cómo son en una conversación.

Los artistas son habitantes de otro mundo. Son personas speciales. A muchos los creemos locos, pero en realidad es en esa locura aparente donde se encuentra toda la complejidad de sí mismos, de su forma de vivir y de su concepción del mundo. Es fantástico apreciar ese don que reafirma nuestra condición de seres racionales.
Es cierto que todas las personas tienen "sentido del arte", porque todos somos capaces de percibir, sentir y demostrar sentimientos, aunque no de la forma en que lo hacen los maestros. Ser artista es tener un regalo que no puede poseer cualquiera. A la vez conlleva un gran sacrificio, ya que continuamente están sometidos a críticas, rechazados por una sociedad ignorante e injusta.
En ocasiones no apreciamos qué maravilloso es intentar descifrar el mensaje que transmite otra persona, ver la forma en que concibe la vida, aclarar la explosión de esas ideas que transmite su obra para, al final, llegar al fondo de su significado, porque no hay nada mejor que encontrar a una persona que nos ofrece su genialidad sin pedirnos nada a cambio.

"El arte"

Beatriz Fernández Moya.



El arte se crea, pero no se destruye sino que se transforma. Algo tan cotidiano como una vivienda, un hogar romano de hace dos mil años, por ejemplo, es ahora motivo de admiración para la mayoría de nosotros. Poco importa que el paso del tiempo lo haya convertido en ruinas.
El arte es el instrumento con el que el ser humano consigue materializar sus ideas. Es arte lo que modelamos con las manos. Es arte lo que conseguimos plasmar en un lienzo con la mezcla de una paleta de colores. Son arte las palabras de un escritor o los versos de un poeta. Es arte cada nota musical que sale de una guitarra, de un piano o de un saxofón. Es arte cada pequeño detalle que conseguimos captar en una fotografía.
El arte es personal e intransferible. Nunca debemos subestimar, ni juzgar, la capacidad para el arte de otra persona, porque nunca sabremos si aquel cuadro que nos parece ridículo, trata de expresar una idea tan compleja que no somos capaces de entenderla. Tal vez llegue un día en que ese cuadro nos sirva de consuelo, de inspiración, nos abra los ojos o nos haga sonreír.
El arte es vida. Y cada situación por la que podamos pasar ha tenido para otros -y tendrá para nosotros- cabida en el arte. Por eso el arte, es sobre todo, esperanza.

"El hotel de los horrores"

María Álvarez Romero.




Tanto el cielo como sus ojos estallaron en llamas. Sólo un espasmo fue necesario para que todos sus músculos y tendones se transformasen en piedra. Un grito mudo inundó su boca cuando su cuerpo se arqueó por el dolor. Los oídos perdieron su función bajo el latido ensordecedor del corazón, promesa de otra noche de sufrimiento.
Retorcido por el tormento, sintió cómo las tirantes cuerdas de la gravedad pretendían devolverlo a su posición. No obstante, su cuerpo parecía negarse a ser devorado por las sábanas y sucumbir de nuevo al castigo de la inmovilidad.
Inmovilidad. Miedo mudo resumido en una palabra con suficiente poder como para dejarle sin respiración. Su historia estaba siendo escrita por manos ajenas; las cuerdas de la marioneta a las que entonces estaba prendido su cuerpo fueron manipuladas más allá de su consentimiento. Y, sin embargo, la angustia le impedía razonar el por qué de aquella situación, el motivo de vivir preso.
No escuchó los pasos, tampoco sintió el espasmo de su cuerpo ante la reacción del tratamiento, pero sí fue consciente de cómo la luz de su alrededor se tornaba blanca y su organismo sucumbía hasta perderse entre las sábanas y el colchón.
Pocos minutos duró el infierno, los necesarios para que los sueros medicinales lamiesen sus heridas y derritiesen la tensión de sus ligamentos. Tan sólo pronunció dos palabras, en forma de pregunta, antes de que le liberaran de la prisión de su cuerpo y se entregara -una vez más- al mundo del sueño asistido:
<<¿Cuánto queda?>>