"Voces"

Sara Mehrgut.



Mis lánguidos pasos se orientaron desde el portal en dirección al trabajo. Era un martes insípido. Anhelaba el medio día y su siesta y, sobre todo, mi almohada. En mis ojos, una cándida persiana pedía protagonismo ante la ventolera que azotaba el paseo.
Sin embargo, la mañana andaba ajetreada: muchos coches y los cafés en las terrazas. Toda mi atención se concentraba en abrir los ojos en el momentito justo, para evitar el choque con la olorosa entrega del repostero, con el niño que va a clase de mala gana o con una bicicleta. Ausente, como un maniquí… Eran los efectos de una claustrofóbica noche como la pasada.
Quizás estuviese enfermo… Al peinarme con las manos el cabello, percibí helados mis nudillos. Las palmas, las venas, la piel, pedían ser enguantadas. Mi mirada se empañó en su último pestañeo y sonreí con una mueca torcida. No más lágrimas, me supliqué tragando saliva: el cupo familiar estaba más que rebosado.
Cerré de nuevo los ojos al llegar al cruce. Concentrado en disipar el incipiente dolor de cabeza, escuché un lamento. Era un grito suave, casi silencioso pero agónico. Al momento, alarmado, miré a mí alrededor. Diríase que me comí con la vista todo lo que tenía a mi alcance, provocando que el resto de peatones que esperaban al semáforo me observaran con curiosidad. En algún sitio había leído que no descansar bien podía producirte alucinaciones...
Volví a escuchar el lamento, un agudo lloro, lejano, y entonces me convencí de que salía de mi mismo. Tenso y expectante, empapé mis labios resecos. Una niña con la naricita muy chata se rió de mis espasmos; su madre le atusó el brazo para que siguiera sus tacones a través del paso de cebra.
Sin más dilaciones me detuve frente a la puerta del edificio plateado, consciente de que, fuera lo que fuese aquello que provocaba mi cortocircuito mental, allí no iba a encontrar a nadie en quien confiar si algo marchaba mal en mi cabeza. Asomé la vista a través del ventanuco de cristal que rodea la puerta y, reparando en la afluencia del recibidor, me ajusté la corbata y entré.

Al sentarme en mi despacho, creí que volvían las voces. La palabra <<C-A-F-E-I-N-A>>, con cada una de sus letras, bailó sobre mi escritorio. Al punto me levanté y volví a ponerme la americana para salir de la oficina. Un golpe sordo sobre los zapatos me descubrió el interfono. Acababa de caer de uno de mis bolsillos. Me apoyé en el marco de la puerta y me lo acerqué con pulso tembloroso a la oreja. Mi mujer cantaba... Tras nuestra primera noche en vela por la fiebre y los lloros del pequeño, ella aún entonaba una animada nana.
 


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