"Menos solo"

David Fuente.


Agitó la cartera con la esperanza de escuchar el tintineo de algunas monedas en su interior. Molesto por no oírlo, la lanzó con rabia al mar. Se apoyó en una barandilla del muelle para observar como la cartera, llevada por el viento, caía sobre los bloques de hormigón del rompeolas. Se posó en la piedra un instante antes de que la primera sacudida de espuma la sumergiera. Reclinado, recorrió el agua con la mirada. Un buque de carga navegaba a lo lejos, difuminado entre la niebla. El sol, que apenas calentaba, colaba sus rayos por entre una maraña de finas nubes que cubrían un cielo otoñal. Sintió un aroma, el olor de perritos calientes, que le recordó el dolor punzante que llevaba anclado en el estomago durante la última semana. Se dio la vuelta y dirigió la mirada hacía el puesto ambulante. Bajo una lona blanca, un hombre con delantal removía las salchichas que crepitaban en el aceite. El pan ya cortado, la mostaza y el tomate ketchup se apelotonaban sobre una pequeña encimera de cristal. Su estómago se retorció como si fuera a digerirse a sí mismo. Se irguió y sacudió el óxido de la barandilla que había manchado su traje, completamente raído. Sabía que desprendía un olor de miseria que a él mismo le asqueaba.
Con aquel mismo traje se presentó a la entrevista de su primer trabajo. La estabilidad se había quebrado diez años después. Por un momento sonrió. Acababa de pasársele por la cabeza la imagen de él mismo planchando el traje sin tan siquiera enchufar la plancha, porque tenía la corriente cortada. Las cartas de impago se le desparramaban por encima de la mesa. Tres semanas después le arrebataron las llaves de su piso. Aún tuvo una última entrevista laboral: despeinado, barbado, sucio y arrugado estiró la mano para girar el pomo de la oficina, pero al ver sus dedos ennegrecidos, no se atrevió a tocar el dorado tirador. Giró sobre si mismo y se marchó. Comenzó a tiritar por las noches en los portales. Su colchón era el frío y duro mármol. Poco a poco se le hicieron cotidianas las molestias en las rodillas y la espalda. A fin de cuentas, cuando vives pegado a algo acabas por contagiarte y él también había logrado volverse frío y duro.
Solía sentarse en un banco. Allí disolvía sus recuerdos en un cartón de vino que aliviaba algo su tristeza. Tras vaciarlo, completamente desinhibido, daba traspiés hasta donde sus piernas aguantaban. Una tarde, tumbado en el banco, observó el cielo surcado de un lado al otro por las ramas desnudas del parque. Sólo alguna hoja seca aguantaba aún el fuerte viento del otoño. Reparó en una que daba sus últimos aspavientos. Casi le pareció oírla crujir cuando se desprendió y planeó unos metros más allá. Con una sonrisa, de esas que agitan levemente la cabeza al echar un soplo de aire por la nariz, de esas que vienen seguidas del reconocimiento de nuestra propia estupidez, cerró los ojos. Con la brisa acariciando su barba, se durmió.
Le despertó la algarabía de los niños que salen del colegio. Acostumbrado a ellos, permaneció tumbado y sin abrir los ojos. Únicamente paladeó y trago saliva. Dispuesto a volver a sus sueños le distrajo algo que sintió posarse sobre su estómago. Levantó la mirada y, al instante, el niño que le miraba correteó asustado. Llevó la mano hacía un bulto que descansaba sobre su tripa. Tan solo con el tacto, sin siquiera escuchar como crujía entre sus manos, ya había reconocido la tersura del papel de aluminio. Mientras desgarraba el envoltorio se sentó en el banco y, con los ojos abiertos como platos, observó el bermellón casi transparente de varias lonchas de jamón acompañadas por la veta blanca y brillante de su grasa. Sus manos se movían, febriles y agitadas, mientras su boca salivaba. En un instante había dejado a la vista cuatro dedos de aquel delicioso bocadillo. Al masticar, echó un vistazo hacia el niño, que asomaba su cabecita por detrás de un árbol. Le observaba con la inocencia de unos ojos azules entre dos carrillos sonrosados. Su boquita semiabierta dejaba entrever una enorme curiosidad. Por un momento cruzaron sus miradas, pero el muchacho echó de nuevo a correr, con la mochila zarandeándosele a la espalda.

"Cruda realidad"

Beatriz Fernández Moya.




Cada vez hay más jóvenes que llegan a su casa borrachos a altas horas de la madrugada, fin de semana sí y fin de semana también. Y cada vez hay más jóvenes que tienen padres que se creen que sus hijos sólo han bebido un buche de la copa de otro compañero, y que realmente tienen jaqueca por la bruma que envuelve la ciudad o porque les ha sentado mal la cena, por más que a la mañana siguiente no puedan levantarse de la cama a causa de la resaca. ¿No se dan cuenta o no quieren ver?
Tengo una compañera de clase, partidaria del botellón, por supuesto, que quiere estudiar medicina y especializarse en el hígado porque con tantos jóvenes bebiendo, ella prevé que el cáncer de ese órgano va a ser una de las enfermedades del futuro. Choca mucho saber que los jóvenes somos plenamente conscientes del problema y de las consecuencias del alcohol, pero al mismo tiempo no somos capaces de acabar con él. Todo lo contrario: crece el número de adolescentes que admiten que se emborrachan cada fin de semana (49,6%) a la vez que la edad de empezar con estos “divertimentos” disminuye alarmantemente (13,4 años).
Los padres, mientras tanto, prefieren tener una venda sobre los ojos. Sólo el 6,6% de ellos admiten que el consumo de alcohol se encuentra entre las actividades habituales que realiza su hijo los fines de semana, frente al 69% de los adolescentes que practican con frecuencia el botellón. Si intentamos integrar los datos, llegamos a la conclusión de que los padres habitan voluntariamente en un mundo de ignorancia, quizás porque no hay más ciego que el que no quiere ver. Reconocerlo significaría aceptar la cruda realidad de su fracaso educativo.

"Palabras con amor"

Blanca Rodríguez G-Guillamón.



Marisa miró apenada a su abuela. La acercó a la ventana del salón y descorrió las cortinas.
–Hace un buen día. ¿Quieres salir conmigo a la terraza?
La mujer no contestó en el momento. Observó el cielo sin nubes y sonrió. No obstante, su respuesta fue negativa.
–¿Quieres ver la televisión?
Negó una vez más con la cabeza y Marisa se rindió. La dejó sola frente al cristal y regresó a su habitación para airearla, cambió las sábanas y recogió la ropa del día anterior. Luego hizo lo propio con el dormitorio de su abuela. Cuando llamaron a la puerta, se disponía a preparar la comida. Era Alberto, su mejor amigo.
–¿Te vienes a la playa? Juan se ha encargado de reunir a los demás.
–No puedo –se apoyó en el marco de la puerta y se cruzó de brazos –. ¿Has olvidado que no soy tan libre como vosotros?
–¿Lo dices por tu abuela?
Marisa asintió con un gesto mudo y le señaló la caja de congelados que tenía en la mano.
–Tengo que hacer la comida. Así que adiós. Pásalo bien por mí.
–No te enfades. Si quieres me quedo a ayudarte. No me importa perderme un día de playa.
–Sí, qué divertido –murmuró con ironía.
Alberto entró en la vivienda y fue directo a la cocina, ante la mirada de resignación de su amiga.
–¿Con qué te ayudo? ¿Me encargo yo de la ensalada?
–No, mi abuela no come ensalada y yo tampoco. Pero Alberto, no tienes por qué quedarte, te lo digo en serio. No me importa si vais a bañaros; lo que pasa es que me gustaría poder ir con vosotros. Es eso, nada más.
El chico asintió y salió de la cocina.
–Voy a saludar a tu abuela.
–No le gustan las visitas.
Él se encogió de hombros mientras desaparecía y Marisa maldijo por lo bajo su mal genio. Se recogió el pelo en una coleta y se puso manos a la obra. Abrió la caja, sacó los palitos de merluza, encendió la freidora, preparó la mesa, conectó la radio y se distrajo hasta tal punto que no se dio cuenta de que Alberto no regresaba. Su madre la llamó para saber cómo iba todo y le avisó de que aquel día no podrían ir a almorzar ninguno de los dos.
–¡Abuela, mamá y papá no vienen hoy! –gritó.
Aunque no esperaba respuesta, le extrañó oír más ruido del habitual. Parecía que se había abierto una ventana, porque las campanillas de la terraza titilaban por la corriente. Marisa cerró la de la cocina y se acercó para comprobar qué pasaba. Cuando llegó, encontró que la silla de ruedas de su abuela estaba vacía. Asustada, porque ella no se levantaba más que para ir al baño, comenzó a llamarla a voces.
–Estamos aquí, Marisa –contestó Alberto desde la terraza.
–¡Alberto! –recordó de repente.
Salió a la terraza y encontró a su abuela cogida del brazo de su amigo y recogiendo flores. Caminaba lentamente por la falta de costumbre, pero con una mirada de felicidad. Alberto le sonrió a su amiga.
–Tienes una abuela encantadora.
–¿Qué haces? Ella nunca se levanta de su silla y, mucho menos, sale a la terraza.
–Ya ves que sí.
Marisa respiró hondo. Volvió a entrar en la casa y, al poco, volvió a aparecer con una bandeja y comida para los tres. Escuchó, mientras lo dejaba todo en la mesa pequeña, cómo Alberto se dirigía a ella con paciencia.
–¿Quiere que nos sentemos a almorzar aquí afuera? Venga, seguro que le gustará. ¿Hacía usted picnic cuando era más joven? Seguro que era una magnífica cocinera.
La anciana asintió, despacio, y se encaminó hacia su nieta. Se sentó en una de las sillas, cogió la cuchara y la hundió en la sopa. Esperó a que los dos jóvenes se sentasen y comenzó. Alberto le dio una caricia a su amiga y le susurró por lo bajo.
–¿Has probado a decirle las cosas con amor?
Marisa observó a su abuela; no recordaba haberla visto tan contenta en mucho tiempo. La besó en la mejilla, sin recordar la última vez que lo había hecho, y se alegró de no haber bajado a la playa con los demás.
–Hoy estás muy guapa, abuela –le confesó al oído.

"Vida eterna"

Fernando Vílchez.



La parroquia del barrio estaba atestada de gente mientras el funeral seguía su curso. Amigos y familiares, todos se habían reunido para presentar sus respetos al fallecido y a su familia.
León jamás se hubiera imaginado que su tataranieto fuera tan querido.
León aparentaba unos treinta años, pero su mirada era la de un hombre cansado de vivir. Tenía profundas ojeras y una barba descuidada. Tras un pequeño tiempo de reflexión, se levantó y salió de la iglesia, dándoles la espalda a su tataranieto y a Dios.
Aún recordaba cuando llegó a aquel barrio, doscientos años atrás. En aquella época, unas pocas cabañas de madera ocupaban el lugar de los abundantes rascacielos. Se había enamorado de una lugareña, Elisa, con la que había tenido cuatro hijos. Al igual que en sus dieciocho relaciones anteriores, el dolor se le hizo insufrible cuando ella murió con ochenta años y en él aún no habían aparecido las marcas de la edad.
Gracias al dinero acumulado a lo largo de siglos y siglos, se podía considerar en una posición bastante acomodada. Sin embargo no tenía casa, por lo que había reservado una habitación en un hotel del centro.
Una vez allí, permaneció varias horas sentado en la cama. Intentaba recordar los primeros años de su vida, pero las peripecias de su largo vagar por el mundo permanecían en la oscuridad. Sólo era capaz de recordar a partir del siglo XIX. Y aún así, los recuerdos se le amontonaban.
Se echó a llorar. Quería morir, irse de aquel mundo que había conocido hasta la saciedad. Todos los días se miraba en el espejo, esperando ver alguna arruga o cana. Pero su rostro y su cuerpo parecían ajenos al paso de los años.
Había intentado suicidarse en numerosas ocasiones, pero por alguna razón sobrenatural, no lo había conseguido. Estaba claro que Dios no quería que León se marchara. Pero, ¿por qué?...
Fue entonces cuando escuchó un sonido tenue que le hizo volver la cabeza hacia el escritorio. Había una Biblia encima. León la cogió. No creía en Dios no había practicado religión alguna. La verdad, lo bueno y lo malo variaban, según él, dependiendo de las diferentes culturas.
Una página se encontraba marcada. Se limpió las lágrimas y, con curiosidad, comenzó a leer. Se trataba del pasaje de Caín y Abel.
Recordó el asesinato de su hermano, recordó a sus padres, recordó su envidia y su pereza a lo largo de la Historia: Grecia, Roma, la Edad Media, el Renacimiento, la Ilustración y la edad contemporánea.
Un sirviente del hotel le encontró al día siguiente tumbado en cama. Las lágrimas de arrepentimiento aún no se le habían borrado del rostro. A pesar de todo, había muerto en paz.

"Un mensaje del pasado"

Nuria Martínez Labuiga.



-Sé que te va a encantar este regalo. ¡Sigue corriendo!
Se volvió para ver la cara de su amigo, pero no estaba a su lado. Se detuvo en seco junto a una tienda de Swarovski y miró hacia atrás.
-Íñigo, ¡no te pares!
El chico le miró con ojos suplicantes mientras trataba de retener el aire.
Bea fue a cogerle de la mano.
-¿Por qué tenemos que ir corriendo? Hay demasiada gente y el humo de los coches...
-Un último esfuerzo; casi hemos llegado.
El chico continuó junto a ella, esquivando aquella multitud de peatones en San Vicente Mártir. Entraron en la plaza de la Reina, repasando con la mirada todos los aparadores con helados.
-Bea, después de esta locura te invito a un helado.
La chica accedió con un sencillo “sí”.
Llegaron por la calle del Micalet hasta el centro de la Plaza de la Virgen. Al fin, ella se sentó sobre el pretil de la fuente y se quedó mirando la Catedral. Él la imitó.
-¿Estás cansado? -repitió.
El chico asintió, con la mirada fija en aquella maravilla de la arquitectura valenciana, pero con los ojos inevitablemente desenfocados por el cansancio.
-Este es mi regalo, Íñigo: un viaje al siglo XV. No intentes enfocar los ojos, te será útil.
Él se rió, sin entender de qué hablaba, pero Bea se acercó a su oído y comenzó:
-Te llamas Íñigo Otero y naciste en 1.432 -susurró-. Hoy cumples veintidós años. Trabajas con tu padre en un pequeño taller de carpintería, pero esta tarde te ha enviado a agradecerle a la Virgen por este buen año. -Se puso de pie y fue guiándolo con pasos lentos hacia la catedral, mientras su amigo empezaba a visualizar carros con caballos en lugar de coches, y campesinas desaliñadas en lugar de señoras con abrigo y botas de tacón-. Es la primera vez que vienes a la catedral, ¿sabes? -Miró hacia la Puerta de los Apóstoles-. No puedes evitar sorprenderte ante tanta belleza. Lo que más te gusta es el rosetón que corona la puerta y el cimborrio.
-¿El qué?
-El cimborrio: ese prisma que está encima con las vidrieras. -Lo señaló-. Y cada paso te maravilla más. Así es que te haces un firme propósito: aportar algo pequeño a tan gran obra de arte. Primero piensas que podrías hacer un bonito relieve en madera, pero te das cuenta de que solo los mejores artesanos pueden trabajar en una obra tan magna como ésta. No dejarían que uno de tus relieves pasara a la Historia. -Entraron en el edificio sacro-. Así que observas cada rincón de la catedral en busca de una idea. ¿Qué hacer? ¿Cómo aportar?... -Iñigo sonrió divertido, mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad del lugar-. Envidias las figuras de santos talladas por grandes artistas y se te pasa por la cabeza hacer un relieve de una flor en cualquier esquina, cuando nadie mire. -El joven se sorprendió-. Pero desechas la idea, porque no quieres estropear la imaginería. -Respiró tranquilo-. Continuas pensando y, tras dos vueltas y media al interior de la nave principal, te das cuenta de que solo hay un modo de formar parte de la historia de semejante obra maestra: buscas en tu bolsillo un trozo de papel y un lápiz que, de tan usado a penas mide un par de centímetros. Escribes tu nombre, tu oficio y una frase y escondes el papelillo tras uno de los pilares de la Capilla de la Resurrección, deseando que un gran hombre, siglos después, encuentre la nota y se maraville con ella una centésima parte de lo que te has maravillado observando el cimborrio. -Se pararon frente a la capilla nombrada-. Yo creo, Íñigo nacido en el 1986, que eres un gran hombre como el que imaginó aquel joven, así es que ve a buscarlo. Quizás aun continúe allí...
El chico se rió mientras alargaba el brazo por detrás de los pilares.
-¡Aquí hay algo!
Bajó la mano con un papel ennegrecido y arrugado.
-¡Ahí va, es un mensaje del pasado! -exageró para que Iñigo se riera.
El muchacho desdobló con cuidado la nota y leyó el mensaje, escrito con la caligrafía de su amiga:
“Íñigo Otero. Ingeniero. No pierdas nunca la capacidad de soñar.”

"Mi estímulo diario".


Marta Cabañero.





Han pasado unos cuantos años, pero todavía me emociono cada vez que revivo aquellos momentos…
Muy a mi pesar, caminaba por aquellos pasillos. Los hospitales siempre me habían producido una sensación incómoda, mezcla de sentimientos a los que se imponía la soledad. Notaba el rechazo que me producía estar allí. No obstante, me obligué a dar cinco pasos más, hasta la habitación 2012, donde se encontraba Dafne.
Antes de entrar, respiré profundamente. Repasé mi aspecto: la sudadera gris, que era su favorita, mis vaqueros y mis deportivas. Pensé que acudía demasiado informal, pero ella siempre quería aparentar que no pasaba nada. Solo un detalle me podría haber distinguido de los demás transeúntes: un bonito ramo de flores que, por mi timidez, trataba inútilmente de disimular.
Me acerqué a la puerta, que estaba ligeramente entreabierta. Justo cuando iba a golpearla suavemente, escuché una conversación del otro lado.
-Pero, entonces, ¿qué posibilidades nos quedan? -La madre de Dafne bajó la voz-. ¿Es que mi niña ya no se puede recuperar?
-Es difícil. –intuí que el médico tragaba saliva-. Pero aún se puede intentar algo… Estados Unidos. Allí están las mejores clínicas de investigación oncológica.
-Pero, ¿cómo puede ser que no haya ningún donante? –se quejó con impotencia.
-Ha sido mala suerte. Pero para eso existe la medicina, para explorar nuevas posibilidades, de manera que el trasplante no sea un factor tan vinculante. El tratamiento que allí realizan es novedoso. Según las estadísticas, tiene muchas probabilidades de éxito.
Me quedé helado. No podía asimilar lo que estaba oyendo. Dafne, mi mejor amiga, podía… Pensé que aquello no estaba sucediendo. ¡Si apenas un mes antes estaba perfectamente!
Muy a mi pesar, continué escuchando.
-¿Mamá, qué hora es? –preguntó Dafne con voz de sueño.
-Las cinco menos cuarto, cariño. Has dormido diez horas. Salgo fuera un momento para hablar por teléfono, ¿de acuerdo?
Rápidamente, traté de recomponerme. Me sequé los ojos, que se me habían inundado de lágrimas y toqué la puerta.
-¡Hola Alejandro! ¿Cómo estás?
-Bien, gracias. Vengo a ver a Dafne y a traerle unos apuntes. –Intenté sonreír.
-Claro, pasa. Yo vengo en cinco minutos.
Tomé aire y di dos pasos más, hasta que la vi.
Estaba pálida, más que la última vez. A pesar de que parecía tan frágil, me sonreía de oreja a oreja, con aquel brillo en la mirada. Debí de quedarme embobado un buen rato, porque dijo:
-¿Te encuentras bien, Alejandro?
-Sí, si, claro –farfullé-. Esto es para ti. –Le tendí el ramo de flores.
-¡Son preciosas! –me sonrió aún más.
No podía aguantarlo. Aquella conversación era demasiado banal para la situación en la que nos encontrábamos. Sentía que podía morir en cualquier momento, y el corazón se me encogía sólo de pensarlo.
-No me dejes, Dafne –murmuré.
Ella me observó un largo rato con sus grandes ojos.
-Pues claro que no voy a dejarte, tonto.
La agarré de las manos.
-Prométeme que vas a luchar con todas tus fuerzas –me atraganté a mitad de la frase, intentado no ponerme a llorar.
-¿Cuándo he dejado yo de luchar? –preguntó, volviendo a sonreír.
Y así ocurrió.
Dafne no se rindió en ningún momento, ni cuando le decían que cada vez había menos opciones ni cuando le aplicaban los durísimos tratamientos. Gracias a su Ángel de la guarda, que le daba fuerzas una y otra vez, consiguió salvarse.
Ahora tengo a una mujer maravillosa a mi lado.
Aquellos pasillos que con tanto miedo recorrí aquel día, son hoy, curiosamente, mi casa, mi dedicación, pues decidí dedicar todo mi aliento a la medicina, una profesión gratificante, que devuelve la esperanza a la gente, tal y como un día me las devolvió a mí.
 

"Estrés, no gracias"

Belén Meneu.



Últimamente todo se achaca al estrés, un término que surgió hace unos años en los países más desarrollados. Se define el estrés como la ansiedad debida a la saturación por tareas que no te ves capaz de afrontar. Podríamos decir que llega a ser contagioso, pues aquel que lo sufre altera y “acelera” el ritmo de vida de los que le rodean. Existe, además, en muchos ámbitos: académico, laboral, social e, incluso, se le empieza a asignar a los animales. He llegado a oir que hay psicólogos para perros o que un conejo debía reposar porque se encontraba sometido a un gran estrés.
Está claro que el ritmo de vida que llevamos no es igual al de hace unos años. Por un lado, en el trabajo se exige más, sobretodo en los tiempos que corren, pues las empresas quieren conseguir el mismo rendimiento con el menor personal posible. Recuerdo a mi abuelo, que era agricultor, decir que cuando empezó a trabajar recogiendo naranjas debía llenar veinte cajas al día para sacar su jornal, pero que en los años antes de jubilarse, para conseguirlo, debía llenar sesenta cajas. En la actualidad debemos trabajar más para obtener los mismos beneficios y eso requiere más tiempo y energía.
El estrés también lo provoca nuestra forma de vida, especialmente la que llevamos en las ciudades. Nos hemos acostumbrado a estar siempre ocupados. Cuando disponemos de tiempo libre, intentamos aprovecharlo al máximo matriculándonos en el gimnasio, tomando clases de inglés o en cualquier otra actividad que consiga mantenernos activos. No podemos estar quietos y eso impide que nos podamos relajar y disfrutar, por ejemplo, de un sencillo paseo.
Así, el trabajo no es el único causante del estrés, sino que nosotros mismos lo producimos.
Tras una semana agitada llega otra en la que sientes como que te falta algo. Curiosamente, esta patología también existe y tiene nombre: “distrés“. Si el estrés se da cuando una persona se ve sobrecargada y saturada con actividades que no se cree capaz de afrontar, provocando ansiedad y depresión, el distrés aparece cuando no se tienen tareas estimulantes, llevando al individuo a una situación de aburrimiento y frustración. Ese “no hacer nada” ya no cabe en nuestra forma de vida.
¿Cómo conseguir, entonces, que el estrés no domine nuestras vidas y que a su vez el distrés no se apodere de ellas?¿Cómo mantener un equilibrio entre aquello que nos ocupa y el tiempo necesario para dedicarnos a nosotros mismos? Quizá podríamos conseguirlo relajando nuestras metas, siendo más realistas e intentando no exigirnos más de lo que podemos dar.