"Otras princesas"

Lourdes García Trigo.





-¡Oh, mi princesa, la de largos cabellos dorados, la de la pálida tez de porcelana, la de los labios rojos cual carmín! ¡Oh, vos, mi princesa! ¡Lanzad vuestras trenzas de oro para que pueda subir a contemplaros!
A partir de ese momento, todo fueron tropiezos. Pero qué príncipe más extraño, pensaba la princesa. Para qué subir por mi pelo existiendo las escaleras. Qué príncipe más atravesado. Empezó alabando sus ojos -detalle no disgustó a la dama-, pero luego se interesó por las cosas más inverosímiles: quería saber si una bruja maligna o un duende malvado la mantenía secuestrada en la torre. ¡Qué gesto puso el pobre al enterarse que la princesa vivía feliz con sus padres! ¡Qué desesperación al saber que el reino desconocía la magia!
Continuó preguntando si, tal vez, algún dragón rondaba con perversas intenciones hacia su delicada persona. El caballero no parecía entender que la princesa dedicara las mañanas al latín y al piano, y que por las tardes se reuniera con sus amigas para bordar. Le faltó tiempo para deslizar una excusa y pretender salir volando sobre su blanco corcel, cuando la dama aseguró firmemente que en su reino no existían las perdices.
¡Pobre príncipe! No había manera de comprender a las princesas. Había hecho todo lo que pedía el libro y, aún así, no encontraba esposa. Pero, cómo podía amarlas si ellas no entendían lo más elemental… No tendría más remedio que dedicarse a matar dragones.
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"La sesión"

Nuria Martínez Labuiga.





Lourdes seguía dormida cuando llegaron a la sala de espera. Su madre la arropó con cariño y se quedó mirándola mientras mecía suavemente el carrito.
Su marido entró en la sala con un café para ella. Se sentó a su lado y la besó.
-Al final no ha sido tan difícil aparcar.
Trataba de distraer a Sofía cada vez que la veía pensativa; dadas las circunstancias, pensar demasiado jugaba en su contra. En cambio, de vez en cuando se sentaban a solas en el sofá de casa y hablaban sobre la rara enfermedad, las últimas noticias de los médicos, la asociación y todas sus preocupaciones.
La fisioterapeuta no tardó en llamar a Lourdes; era la última paciente de la mañana. Los acompañó hasta la sala de rehabilitación infantil, un lugar pequeño con una camilla, colchonetas y muchos juguetes. Mientras los padres desvestían al bebé sobre la camilla, las alumnas de prácticas sacaron un peluche y un sonajero del armario. Ambas habían estado leyendo sobre la alteración genética que padecía la pequeña y el pronóstico les tenía con un nudo en la garganta: aun con fisioterapia y medicamentos, la esperanza de vida era de dos o, como máximo, tres años.
Se quedaron a un lado de la camilla mientras María, la fisioterapeuta, comenzaba el tratamiento. Completamente inmóviles, como dos juguetes más de aquella sala, miraban a la pequeña de piel sonrosada. Sus movimientos eran lentos, como cansados, y su tenue llanto a penas se escuchaba. Cuando su madre se acercó para acariciarla, la fisio y las alumnas de prácticas solo alcanzaban a preguntarse cómo de grande era el sufrimiento que acarreaba detrás de su sonrisa, y en cuanto el matrimonio se cogió de la mano, solo lograron compadecerse. La pesadumbre iba a impedirles conciliar el sueño al llegar la noche.
María dio por terminada la sesión después de explicar algunos ejercicios a los padres. Se quedó un rato más, rellenando historiales de pacientes, después de despedir a sus alumnas. Pudo ver en sus ojos la conmoción que aquella última niña les había causado. Después de tantos años de trabajo, no era el primer enfermo incurable que trataba y a la fuerza había aprendido a domeñar los sentimientos, para ayudar a los pacientes y sus familias sin que las decisiones del tratamiento se vieran turbadas por el desasosiego. Del mismo modo, solamente pensaba en cada paciente durante el tiempo que duraba la terapia, para que nada influyera sobre los demás enfermos ni sobre su vida personal.
<<Nada de esto se enseña en la Facultad>>, pensó. <<Mañana hablaré con mis alumnas>>.
Acto seguido, y pese a tener fe en que aprendieran a sobrellevarlo, llamó a Sofía y cambió la hora de las visitas para que no coincidiera con su encuentro con las chicas.

"La escritora"

Emilia Carrasco.

El mar infinito se extiende ante mis ojos. El gran contraste entre el azul profundo del agua y el dorado de la arena destaca en este día nuboso. Mis pies rozan las olas levemente y miro al cielo. Se acerca una tormenta. Por si fuera poco, el cuaderno de colores está vacío, pues no encuentro inspiración que me salve de la presión de mi editorial.

Después de tres libros de éxito mundial, escrito para lectores que sólo desean divertirse, me queda aún una cuarta entrega. Caroline tendrá que morir. Si no es ella, su leal compañero o algo que acabe con la maldita secuela. Llevo años escribiendo: al principio vivía todos los días una apasionante aventura, pero los personajes han tomado vida propia y ya no puedo modificar su carácter. Las grandes hazañas se acaban y mi imaginación se ha agotado.

Como una gran novelista que soy, según The Times, el mundo espera el tremendo desenlace. Pero yo no lo veo así. No me gusta matar a aquellos que he creado, alimentado de palabras y cuidado desde que pensé sus nombres. Pero sin sacrificios humanos la novela pierde encanto y público. A la gente lo que le interesa son los pasajes de destrucción.

El frio de la playa me oscurece el alma y me impide pensar con claridad.

En casa nunca he podido escribir. El bullicio de mis hijos me desconcentra, y la constante sonatina de un violín chirriante por parte de mis vecinos del ático, me trastorna. Por eso decidí retirarme a la soledad de Escocia.

España queda muy lejos. Mis hijos ya crecieron: Juan trabaja en Alemania y, si Dios quiere, se casará dentro de un año. Graciano sigue en Sevilla, cuidando de la abuela, pero pronto volará hacia Estados Unidos con mis dos hijas. Sólo quedo yo, relegada a un castillo del siglo XVII a poco más de dos kilómetros del famoso Lago Ness.

Desde aquí exporto cultura a mi país y difundo allí mis palabras. Mi vida nunca fue tranquila, al igual que la de mis personajes. En mis escritos no hay nada falso pues, como suele decirse, incluso en las novelas más disparatadas hay algo de verdad.

Por las noches pienso con paz. Caroline, primer personaje de mi creación, me habla y da consejos. Me quedo despierta, mirando el techo de piedra, preguntándome si algún día conseguiré terminar mi gran obra.

Las ideas vienen y van según les parece. Algunas son demasiado buenas para un libro como éste. Otras, demasiado simples. El misterio es lo que caracteriza la vida de la famosa viajera y arqueóloga. Tal vez se merezca un final corriente: que se jubile y descanse en paz en algún lugar tranquilo y hermoso, tal como hice yo.

Una leve imagen se forma en mi cabeza, justo cuando el viento y los goterones de lluvia comienzan a caer.

Tengo la sensación de que va a ser una gran novela.

"Hechiceros"

Blanca Rodríguez G-Guillamón.


Serena apartó con brusquedad la silla donde, hacía unos minutos, había estado amordazada. Se remangó el vestido y echó a correr hacia una de las esquinas de la habitación. Le sangraba la mejilla derecha por el rayo de Tariq. A pesar de que él era uno de los grandes hechiceros, nunca había tenido buena puntería.
Plano general.
–¡No huyas! ¡No huyas! –gritó el hombre, blandiendo la espada mágica por encima de su cabeza–. Vuelve aquí y lucha.
Serena se lanzó contra el suelo para esquivar una nueva embestida y se apresuró en deshacer las cuerdas de sus muñecas.
Ángulo picado.
¿Cómo se había podido estropear tanto aquel día especial?
Se descalzó los tacones con rabia y rasgó el vestido de novia hasta las rodillas. Una tela suave, impoluta, que había trabajado ella misma para que todo resultara perfecto. Con las manos temblorosas, se recogió el pelo y se quitó los pendientes largos de perlas.
La risa de Tariq acompañaba los destrozos. En su delirio, los rayos de magia oscura se disparaban en todas direcciones. Sabía dónde se ocultaba Serena, pero no quería herirla tan pronto. Serena había sido una hechicera con muchas posibilidades; tenía una sensibilidad que la hacía poderosa, pero había preferido el amor. Se apartó de su ambición, de sus planes de conquistar el mundo, por un joven que a Tariq se le antojaba despreciable.
–¿Ese aprendiz te ha debilitado tanto que eres incapaz de enfrentarte a mí? –se burló el mago–. Antes era una buena oponente.
Plano medio de Tariq en contrapicado.
Serena apretó su colgante de cristal contra el pecho y murmuró una oración de amor. Cuando abrió los ojos, las pupilas se le habían dilatado.
Primerísimo primer plano de Serena.
Había prometido no usar más la magia; deseó una vida normal, pero la amenaza había despertado su instinto de bruja. Toda la magia que había contenido durante ocho años le quemaba en la piel. Se miró las manos y sonrió al descubrir cómo las puntas de sus dedos se habían tornado brillantes.
El calor, la garra de plomo oprimiendo su garganta, el sudor frío. Iba a gritar con toda su magia... y entonces, sabía que se apagaría la risa, los destellos oscuros, las astillas de los destrozos. Sobrevendría la paz y un silencio absoluto. Tariq había subestimado su poder. Había cometido el error de provocarla el mismo día de su boda.
Un primer plano de su sonrisa. Una panorámica vertical desde sus labios y hasta el colgante. Luego un plano americano donde destaca su rostro bañado en luz, y...
–¡Corten!
La actriz suspiró, exhausta, y apoyó la espalda contra la pared. Atendió a las palabras satisfechas del director, a las palmadas de los realizadores, de los técnicos, los cámaras y el productor, y se volvió hacia Tomás, que jugaba con una espada de acero ligero y gomaespuma. Se masajeó las muñecas antes de aceptar la mano de su compañero y levantarse.
–Pareces realmente malo cuando haces de Tariq –dijo.
Tomás se rio y le pasó el brazo por el hombro.
–Tenemos una hora de descanso; ¿te apetece tomar un café conmigo antes de que acabemos el uno con el otro?
La chica puso los brazos en jarras, suspicaz.
–¿Cómo vas a intentar matarme? ¿Rayo de fuego? ¿Sablazo de hielo...?
–A mí no me lo preguntes –se disculpó el actor, sonriente–. Esas cosas solo te las puede contestar Tariq. ¿Y bien? ¿Un café?

"Estoy embarazada"

Beatriz Fernández Moya.


Como en un partido de tenis, las dos palabras rebotaban en las paredes del cada vez más pequeño y asfixiante salón. ESTOY EMBARAZADA. Muerte súbita. Acababan de perder todos los puntos.
Las profundas pupilas de Alejandra seguían clavadas en él. De repente se dio cuenta de todo lo que había cambiado: la adolescente de sonrisa cálida y ojos despiertos había hecho las maletas para reunirse con la niñez en el paraíso de las edades pasadas, y en su lugar había una joven mujer de mirada adulta y cuerpo menudo. Iba a tenerlo. No buscaba ni su permiso ni su aprobación. No quería ayuda. Solo que lo supiese, porque toda la culpa era de ella.
Apartó la mirada. En sus ojos se veía con contundente realidad, sin condescendencia ni piedad, con desprecio. No había lanza que romper a favor de los tiempos pasados. Los recuerdos estaban enterrados bajo un vertedero de botellas de vino a medio beber. La culpa era toda de ella. Sin excusas, sin trampa ni cartón, sin mal perder.
Hacía una decena de años que la madre de Alejandra había muerto. Ella pasó a ser la niñera de su padre, raptado voluntariamente y de manera permanente por el alcohol. Aun así, era más de lo que su cansado y confuso cerebro podía soportar; necesitaba un trago.
Alejandra le pasó la botella, pero antes de que sus dedos rozasen el vidrio, la dejó caer al suelo. Rota ella, roto él en mil pedazos, rota la botella. Las lágrimas de ambos se mezclaron con las lágrimas del vino y se esparcieron como sangre por el suelo del menguante salón. Cambiar o marcharse, esa era la cuestión.
Abrazó a su hija mientras su mente calculaba, con sorprendente agilidad, el número de tragos que necesitaría para asimilar la nueva situación.

"El poder de la Ley"

Javi Taylor.




<<No quiero la muerte del malvado –dice el Señor- sino que cambie de conducta y viva>>. Ez.33-11.
La niebla cubría aquella fría mañana primaveral. El suelo, las ventanas y las paredes del pasillo por el que avanzábamos se encontraban pintados por una fina capa de humedad, y el vaho salía de mi boca formando pequeñas nubecitas que se diluían en la atmósfera. La Milla Verde irradiaba un frío mortal y oprimente.
Pronto, sin embargo, dejaría de sentir frío, calor. Tampoco dolor alguno. Quizás fuese mejor así. Alguien tenía que morir para conservar la seguridad de la nación.
El chirrido de la llave al girar en la cerradura me pilló por sorpresa. Habíamos llegado.
Entramos. Mientras me sentaban en la silla, un señor enchaquetado y de prominente constitución leía la redacción de mis crímenes a un público inexistente. Nadie había venido a acompañarme.
¿Por qué les iba a interesar ver morir a un pobre miserable como yo?
-El individuo John Davidson será ejecutado hoy, a las 09:15 del día cuatro de marzo de 1918, por orden de las autoridades competentes del estado de Texas, por el asesinato de Shara O´Donell y Henry Thompson, y por el ataque a un policía, el dos de octubre de 1917.
Aquel recordatorio inundó mi cabeza, pero esta vez no grité ni llore. Ya no me quedaban lágrimas que derramar.
La noche del dos de octubre nunca se borrará de memoria, ni en esta vida ni en la venidera.
***
La taberna irlandesa siempre se hallaba en bullicio a aquellas horas, así que no había podido conciliar el sueño cuando escuché las dos detonaciones. Me asomé a la ventana, pero no percibí señal alguna de vida. Deduje que la gente, por prudencia o simple indiferencia, tardaría un rato en asomarse.
Por aquel entonces era joven e impetuoso: me vestí a toda prisa y salí a la calle. Corrí hacia la dirección en la que se oyeron los disparos y acabé en una sucia callejuela sin salida. La farola estaba rota, por lo que apenas vi nada. Fue entonces cuando los encontré. Eran dos cadáveres que parecían corresponder a unos jóvenes recién casados. A su alrededor se había formado un amplio charco de sangre.
Pisé algo duro que patinó en el suelo, haciéndome caer de espaldas. Me levanté asustado y con la ropa manchada, para recoger el objeto que me había hecho tropezar. Era un revólver.
Un pitido me sacó del ensimismamiento.
-¡Ponga las manos en alto ahí!
El policía venía a mi encuentro.
Yo, con el revólver en la mano, me sumí en un profundo estado de shock.
-Queda usted dete...
Con los nervios crispados, sin medir lo que hacía, acababa de disparar contra el agente, al que herí en un muslo. Intenté huir, pero de pronto la policía me acorraló. Acabé entre rejas.
El juicio fue rápido. Todas las pruebas apuntaban hacia mí y nada hacía suponer lo contrario.
En diciembre me condujeron a la Milla Verde, en donde esperé el veredicto de mi condena.

***
Los guardias me ataron las muñecas a la silla, haciéndome volver a la realidad.
-La ejecución se llevará a cabo en la silla eléctrica. ¿Quiere el señor Davidson pronunciar unas últimas palabras? En ese caso, creo que podríamos empezar.
¿Qué podía decir? Era el ajusticiado. Ajusticiado por la Ley. ¿Quién podría oponerse a la Ley? Quizá fuese cierto. Quizá fui yo. Entonces, ¿por qué no iban a ejecutarme? Tal vez todo fue una historia que inventé para calmar mi conciencia. Si fuese cierta, habrían encontrado pruebas que demostraran mi inocencia. Sí, alguien me habría visto salir de casa o entrar en el callejón. Me parecía algo tan lejano...
Tanto si lo hice como si no, la escena pertenecía al pasado. Yo era inocente.
Noté el frío de la esponja mojada sobre mi cabeza. Se acercaba el momento. Apreté los puños y cerré los ojos.
-¡Accione la palanca sargento!
Y el sargento cumplió la orden.

"Silencio"

Almudena Molina.



Apaguemos la televisión por un momento, dejemos el teléfono móvil en la habitación y cerremos sesión en el ordenador. Entonces, sólo entonces, podremos mirar nuestro alrededor y escuchar el silencio. El silencio nos grita, pero hasta que no desconectemos toda la tecnología no lo escucharemos.
El silencio nos habla, nos mira desde la armonía que poseen los muebles del salón, desde una sonrisa, desde una poesía. Quiere enseñarnos a pensar y a soñar, quiere que seamos silencio por un momento para que podamos oír la música de la naturaleza. Quiere quitarnos las escamas que llevamos sobre nuestros ojos para que podamos ver de verdad, sin manchas y sin borrones, sin que la imagen esté difuminada.
El silencio nos llama, me llama y te llama. Pero nosotros nos empeñamos en no oírle, ahogamos sus gritos con Internet, pero llegará un día en que no podremos escapar de él. Nos alcanzará y, entonces, nos daremos cuenta que no era un enemigo sino el mejor de los amigos.
¿Sabremos acogerle o encenderemos la televisión, haciendo oídos sordos a su llamada?