"Cura de humildad"

José María Jiménez Vacas.



Levi Holthstein había pasado los diez últimos años de su vida inmerso en la escritura de la que consideraba la gran novela de su tiempo. Los resultados de tan magna labor había sido un divorcio, problemas de insomnio y una grave úlcera de estómago.
Hombre disciplinado, Holthstein sabía que la clave del triunfo de todo buen escritor es la perseverancia y un estricto horario de trabajo. Todo ello, sumado a su enfermizo perfeccionismo y a una ambición desmesurada, que él atribuía a la genética (su padre había traducido a más de treinta idiomas los sermones del rabino Grossman), lastraron el avance de su obra. También sabía que escribir es un ejercicio esencialmente doloroso. Y a él, como a todo buen judío, le encantaba sufrir.
En aquellos diez años experimentó un deterioro físico alarmante que, si bien mermó sus fuerzas, jamás arruinó su ilusión. Días antes de concluir su novela, pensó con cierta ironía que el libro se había alimentado de su vitalidad, como un parásito, y que ahora había más de su ser en las páginas del mismo que en su maltrecho cuerpo.
Al escribir la palabra “Fin”, sintió pesar, un extraño vacío que trató de llenar con una copa de vino. Por desgracia, el vacío continuó y Holthstein, convencido de su teoría, se sirvió otro vaso. Cuando la botella quedó más vacía que su espíritu descubrió que, tal vez, estaba equivocado. Era un sentimiento habitual, pensó, el de juzgar que tu vida carece de significado cuando crees que has acabado aquello para lo que naciste. Cervantes lo sintió cuando acabó la página postrera de “El Quijote”. Joyce, al ponerle punto y final a “Ulises” (aunque no recordaba haber visto un solo punto en todo el último capítulo de la novela del escritor irlandés). No debía preocuparse, aunque como judío era recomendable hacerlo, puede que hasta un gesto moralmente obligado.
Minutos antes –tal vez, minutos después– de su aventura con la botella, recibió la llamada de su compañero, el profesor Isaac Krakowsky. Le necesitaba para impartir una conferencia en la universidad: “La crisis existencial del hombre contemporáneo. Decadencia o evolución”, cuestión sobre la que Holthstein había escrito a menudo en el periódico para el que trabajaba. Naturalmente, aceptó, movido por la euforia de casi un litro de vino.
Como buen intelectual, pensó que sería un error arreglarse para la ocasión. Bastaba con su vieja chaqueta a cuadros, gastada por los codos, y su deshilachada corbata negra, la única que guardaba en su armario y que vestía con regularidad, tal y como aconsejaba su padre a los fieles que se congregaban en la sinagoga, hace ya muchos años. Su atractivo semítico haría el resto.
Lo único que disgustaba a Holthstein de aquella parafernalia era pasar una noche fuera de casa. Nada le desagradaba más que hospedarse en un hotel. No se consideraba hipocondríaco, pero le preocupaban los gérmenes que se concentraban en esos lugares: en la moqueta, en las sábanas, en el colchón. Sin embargo, su espíritu emprendedor acabó por convencerle de que en peores lugares había pernoctado.
Por supuesto, se llevó su manuscrito. Lo primero que hizo al llegar a la habitación, fue guardarlo en la pequeña caja fuerte del armario. Después de asegurarse varias veces que funcionaba correctamente el sistema de seguridad –nunca se fió de las apariencias– se marchó precipitadamente a la universidad. Pensó peinarse y arreglarse la barba y sus pobladas cejas, pero por desgracia este pensamiento le llegó tarde; para entonces, se encontraba ante un inmenso auditorio.
Como cabía esperar, su intervención resultó un éxito. No recordaba haber sido arropado jamás por tanta gente. Su padre siempre le recomendó modestia, incluso en los triunfos sonados, pero la cuestión era que su padre jamás había tenido un solo motivo para vanagloriarse. Holthstein saludó emocionado, lloró como un colegial ante las ovaciones del público entregado y fue agasajado por innumerables individuos, muchos de ellos importantes (o eso afirmaban), que no dudaban en reclamar sus servicios para otros actos culturales en prensa, radio y televisión. Ahora ya no necesitaba conjeturar sobre la felicidad que los israelitas habían sentido al alcanzar la Tierra Prometida: Holthstein ya la conocía. En verdad la vida es un valle de lágrimas, pero a veces Yahvé te mira a la cara y te sonríe.
Al día siguiente, abandonó la ciudad y regresó a su retiro en su casa de campo. Debía enviar el libro a sus editores lo antes posible. Si su conferencia había gustado, la novela iba a suponer su consagración definitiva. Ni siquiera el rabino Grossman había alcanzado aquellas cotas de excelencia.
Entonces recapacitó y un escalofrío recorrió su espalda con terrible intensidad, como si una navaja le desgarrase la columna. ¿¡Dónde estaba el libro!? Miró en su escritorio, arrancó los cajones, los vació sobre su cama, removió cada balda de su estantería, rebuscó entre la ropa, en los armarios, en la cómoda, en la alacena... Revisó todos y cada uno de sus maletines. Acabó en un estado de pánico febril, pero al mismo tiempo intentó sosegarse. No había duda de que la novela se encontraba en la casa. Volvió a mirar en los cajones, entre sus mantas, rasgó el colchón, levantó parte del suelo, abrió pequeños agujeros en las paredes en zonas que le parecían huecas... Nada. Rompió a llorar en el inmenso caos en que se había convertido su casa.
Una pavorosa idea asomó a su mente. Intentó apartarla, pero era imposible. Qué estúpido había sido... ¡El libro permanecía en la caja fuerte del hotel!. Antes de continuar maldiciéndose, corrió al teléfono, mas en su ataque de locura había roto los cables. Estaba aislado en su cabaña y nadie pasaría por allí hasta el día siguiente, cuando el jardinero llegara, como todos los martes, en su vieja furgoneta.
Cuando al fin abrió la puerta de la habitación del hotel, dos días más tarde, descubrió que su obra había desaparecido. No quedaba nada, como si nunca hubiera estado allí. Lo que más le sorprendió fue su propia reacción. Lejos de montar un escándalo, de rasgarse las vestiduras o gritar a los cuatro vientos, agachó la cabeza y abandonó el lugar. Era la resignación, como si ya no le quedaran más lágrimas que derramar. Había perdido su libro, su vida. No había nada más que decir. Entonces comprendió lo que Moisés debió sentir cuando desobedeció a Yahvé y Éste le castigó, condenándole a no ver jamás la Tierra Prometida.
La luz de Holthstein se apagó. No intentó escribir otra novela, menos aún reproducir la ya perdida. Se limitó a cumplir su deber con el periódico en el que trabajaba, colaborando de vez en cuando en la redacción de artículos de opinión, pequeños destellos de lo que una vez fue. Su cabeza estaba demasiado ocupada en entender el sentido de su vida.
 

"Tabaco"

Aloma Riera.


He descubierto a un asesino, pero nadie quiere creerme.
Llevo años observando todos sus movimientos, vigilando de cerca sus pasos, presenciando impotente cómo acaba con cada una de sus víctimas. Vivo con la esperanza de que alguien más vea lo que yo.
Varias veces he intentado compartir mis descubrimientos con los de mi alrededor, pero creen que desvarío y me tachan de loco. Yo les advierto e intento protegerlos -incluso en contra de su voluntad- pero todo es en vano; cuanto más lo repito, más se empeñan en contradecir mis teorías. Tarde o temprano contemplo horrorizado cómo el asesino actúa de nuevo.
Las noches las paso en blanco, dominado por el terror, la incertidumbre y la impotencia. Terror ante las atrocidades de las que he sido testigo; incertidumbre ante la pregunta de cuál será la siguiente víctima; impotencia por cada persona que veo caer sin que yo pueda evitarlo. Lo he intentado todo, pero nadie quiere escucharme. Paso los días sufriendo, viendo como la gente cercana a mí se expone al riesgo de caer en sus manos, pasando por alto todas mis advertencias.
Él se disfraza de amigo, interpreta el papel de aliado para volverlos contra mí. Se gana su confianza y yo quedo fuera de juego. Mientras ellos se entregan a él con los ojos cerrados a la realidad, percibo -más allá de su máscara- toda su cruenta maldad.
Al ver el triste final de tantas vidas, me invade el dolor y el sufrimiento. ¿Qué más puedo hacer para impedirlo? Tal vez no dependa de mí sino de ellos, que tienen la respuesta delante de los ojos pero no quieren verla. Y yo no puedo abrir los ojos por ellos.
No hay dolor más grande que ver cómo alguien sufre sin poder evitarlo. Nunca creí en el destino pero sí es cierto que hay personas que con sus decisiones predestinan el final de su vida.
Hecha un vistazo por la ventana. Quizás tú puedas ayudarme a cazar al asesino. Contradiciendo toda lógica, camina por la calle con naturalidad, sin esconderse, pues todos le conocen y le tienen como amigo. Podrás distinguirle fácilmente: luce traje blanco y sombrero anaranjado. En una esquina de la camisa se lee una pequeña inscripción: “Tabaco”.

"Y mañana, ¿qué?"

Belén Meneu.



Estoy en 2º de Bachillerato y este es mi último curso en el colegio, un año donde mi vida académica es una constante carrera hacia una meta llamada PAU (Pruebas de Acceso a la Universidad, antigua Selectividad). Una vez cruzada esa línea, ¿cómo saber qué camino debo seguir, qué estudios me conviene cursar?
Es cierto que la información que hoy nos ofrecen a los escolares es mucho mayor que la que recibían nuestros padres cuando afrontaron esta decisión. Tenemos conocimiento de, prácticamente, todas las carreras y universidades gracias a numerosas charlas, jornadas de puertas abiertas y prácticas relacionadas con los estudios acordes a nuestra elección de rama en bachillerato. No obstante, aunque gozamos de muchísimo más asesoramiento que hace años, el abanico de estudios que podemos cursar ha crecido considerablemente, con grados como Ingeniería de la Energía o Ingeniería de la Organización, pues se requieren personas que cubran las nuevas necesidades del mercado laboral, que van a la par de muchos cambios sociales. También deberíamos sumar a la lista de posibilidades los ciclos de Formación Profesional, pues hoy más que nunca, con la crisis que afecta a los empleos clásicos, son necesarios trabajadores especializados en aquello que la formación profesional ofrece.
Todo sumado hace que nuestra disyuntiva sea aun mayor, pues aunque tengo amigos que saben desde pequeños lo que quieren estudiar, como si hubiesen nacido con una vocación bien marcada, son la inmensa mayoría los que no lo tienen claro. Es más, yo me encuentro entre ellos.
Durante los últimos años pensé estudiar Arquitectura, pero hace unos meses me di cuenta de que lo que de verdad me gusta son los negocios, interactuar con el resto de personas que formamos el mercado. Así, de un día para otro, pasé de querer matricularme en un grado completamente técnico a desear cursar uno relacionado con las ciencias sociales, al que se le conoce por “International Business”.
Son muchas las dudas que tenemos los jóvenes que nos enfrentamos a esta encrucijada tan importante, pues marcará nuestra vida laboral. Creo que no deberíamos fijarnos en los estudios que van a triunfar o con más futuro laboral y económico, aunque también sea un aspecto a tener en cuenta, sino decantarnos por aquello que nos llena, que de verdad nos gusta y en lo que trabajaríamos con ganas aunque nos pagaran por debajo de nuestra cualificación, pues es lo que tendremos que afrontar día a día durante muchos años y será lo que nos haga felices cuando lleguemos a casa tras cada una de las duras jornadas de trabajoa las que nos enfrentaremos.

"Crisol de ilusiones"

Esther Castells.


Mi historia comienza en Londres, en el año 1942. La ciudad se movía como uno solo hombre ante los bombardeos que nos asediaban día y noche. Sobre los altos techos de nuestra antigua vivienda se filtraba el polvo gris y denso, acompañado por los mortecinos rayos de sol que entraban por la ventana y por un sordo silbido que hacía temblar los cimientos de la finca. En ese momento estaba sola en casa. Mi madre, enfermera militar, se encontraba en su puesto a cargo de los heridos. Y mi padre, mi querido padre, destinado muy lejos como jefe de un escuadrón. En un breve interludio me acerqué al piano y guardé conmigo una foto que lo era todo para mí: aparecíamos yo y mis padres en una imagen sonriente en sepia. Era lo único que en esos momentos me parecía valioso. La extraje del marco y leí el dorso, un garabato en tinta negra: “Jeremy, Charlotte and little Amy. Haddon Hall, 1935”. Sorbí las lágrimas y aspiré con fuerza al tiempo que guardaba aquella cartulina en uno de los bolsillos de mi abrigo. Tenía sólo doce años.
Mis recuerdos son una fina madeja y he de reconstruirlos de nuevo, poco a poco, para narrar el cuadro de mi vida. Me llamo Amy Allon, nací en esta ciudad en 1930, en el seno de una familia de tradición aristocrática, en un tiempo en el que un apellido respetable lo era todo. Tenía garantizada la entrada a ese círculo selecto que llamaban
high class. La familia de mi madre poseía título, pero los Allon no se quedaban atrás. Mi padre era, además, una de las fortunas del país. Su familia era propietaria de fábricas textiles desde hacía un siglo.

Mis padres se conocieron en una cena benéfica. Tras varios años de noviazgo se casaron en el verano de 1928. Dos años después llegué yo, una fría tarde de noviembre. Disfrutábamos de una vida feliz: mi madre en el hospital como enfermera jefe y mi padre con un cargo importante en la Academia Militar. Pero en octubre de 1939 se inició la guerra cuando aún no habíamos terminado de superar la Gran Guerra. Pero Hitler se erigió como embajador de la muerte. Y cumplió bien su papel: naciones enfrentadas, pueblos divididos, muertos en ambas partes, dolor, frustración, pena… De nuevo el mundo vertía sangre. Esto también transformó la vida en mi casa: mi madre trabajaba sin descanso, hasta la noche, en el hospital militar. Papá, por su parte, fue destinado a un frente en el continente, lejos de casa. La noche antes de irse se sentó en mi cama, me miró fijamente con sus tranquilos ojos grises. Ahora me doy cuenta de que intentaba despedirse de mí.
-Amy…-susurró
-¿Papá? -pregunté adormilada
-Escucha, Amy. Tengo que irme. Estaré muy lejos por algún tiempo. Pero volveré. Quiero que cuides de tu madre y que te portes muy bien. Mientras, quiero que guardes esto, hasta que regrese.
Entonces extrajo una foto del bolsillo de su camisa; nuestra foto.
-Aquí estamos todos, Amy. Te quiero mucho.
A la mañana siguiente ya no estaba. Había partido al alba.

Así pasaron un año, dos, tres. Recibíamos de vez en cuando una carta desde Francia. Hasta que un día trajeron un telegrama con el sello de la administración militar y la palabra “urgente” sellada en rojo. Lo dejé en la cocina a la espera de que regresara mi madre. Lo leyó de noche, a la luz de una vela. Su rostro se volvió gris.
-Amy… -me llamó con un susurro ronco-. Tu padre… Tu padre ha muerto, hace tres días.
-¡No es cierto, no puede ser! –me revelé-. Me dijo que volvería, me lo prometió.
A la mañana siguiente, no podíamos siquiera hablarnos la una a la otra. Con el paso del tiempo comprendes que ninguna pena, por dolorosa que sea, te mata. Debes comprender la carga de dolor que conlleva, aceptar esa oscuridad y seguir adelante porque tarde o temprano, las sombras se acaban. En nuestro caso, ocurrió diez años después: mamá se casó de nuevo con un médico del hospital, una excelente persona que devolvió un chispazo de luz a sus ojos. Por mi parte, cursé la carrera de Literatura y doy clases en una pequeña escuela de la ciudad.
Debo añadir, no obstante, que nunca olvidaré a mi padre. De hecho, aún en sueños me parece escuchar sus pisadas y su voz susurrándome al oído, diciéndome adiós. Estoy segura de que volveré a verle cuando esta vida acabe.

"Al compás de la música"

Rosa García Macías.


Los compases rítmicos están desbordando adrenalina en mis pies y en mi pelo. Louis Armstrong siempre supo hacerlo. ¿Sabes? Sus notas llevan para mí tu cara, tu olor y tu swing. Nuestro vaivén en las pistas, ahora de color sepia. Nuestras risas inocentes y nerviosas, que ahora son ecos.
Recuerdo el primer encuentro de nuestras miradas. Yo reía a través de un carmín rojo y tú sostenías un cigarro de forma elegante. Justo en ese momento sonaba I need you so con la voz aterciopelada de Elvis. Al instante supimos que esa iba a ser nuestra canción.
Las semanas pasaban raudas entonces, deseando saludar al fin de semana, cuando nos fundíamos en la pista de baile. Yo me creía Sugar, en Con faldas y a lo loco y tú tenías el poder del que, años después, sería el ídolo de nuestra hija: un tal Danny Zuko. Nuestra hija… Llegó pronto. Podría contarlo como una película. pero tú bien sabes que estaría mintiendo. Mi padre, que ya lo sabía, fue un iluminador preguntándome si ya te había dicho que “sí”. Yo me quedé muda y él, al darse cuenta, se dio la vuelta y se fue a su habitación. Tú estabas afuera con el coche. Cuando te lo conté, me dio tal ataque de risa imaginándote de rodillas que te enfadaste conmigo y me preguntaste si “quería casarme contigo o si me iba a estar riendo toda la noche”. Dije que sí a las dos cosas: sabía que si compartía el resto de mi vida contigo, siempre tendría un motivo para reír.
A veces me pregunto cuántos besos pudimos darnos. Nadie podría contarlos... Cada vez que estaba nerviosa, me calmabas besándome a lo largo del brazo. Cuando discutíamos, te acercabas por detrás diciendo que no ibas a poder más con los celos que te causaba el aire galopando por mi pelo. En el momento que supimos que estaba embarazada, te propusiste besar mi vientre cada día al despertar y al acostarte, dando gracias a Dios por hacerte tan feliz. Nadie puede llegar a contar todos esos besos...
Podrías ahora obsequiarme con una de tus frases preferidas: “No te quejes, baby, que se te arruga el entrecejo y parece que vas a cantar una copla” Siempre acababa riéndome…, aunque me supiera de memoria tu frase y tus escenas posteriores taconeando a mi alrededor. Pero no, ahora no es el caso. Simplemente recuerdo con nostalgia e impotencia, lo cual no es lo mismo, aunque lo parezca.
Louis Armstrong sigue sonando de fondo mientras te escribo… Pero su Wonderful world no me suena tan bonito. Parece impulsar mis lágrimas para que bailen sobre mi cara con delicadeza, rozando con su humedad tu recuerdo.
Qué efímera es la flor de la juventud… Cuando la posees, crees que se mantendrá en un verano eterno. Sin embargo… Mientras piensas ya se está marchitando. Cuánto echo de menos que mis pies se muevan casi por inercia, sin esfuerzo, bajo el vuelo de la falda. Cómo añoro mis manos de tacto suave y mi corazón desenfrenado… Ese mismo que ahora reparte por mis venas tu nombre como un cuco que salta de noche, con cuidado de no despertar a nadie.
Tengo frente a mí instantáneas ajadas por el tiempo. Siempre aparecemos riéndonos, con esa dulzura que inspira el blanco y negro. Al su lado, las fotos de nuestros nietos: Alejandro, Minerva y Rafael, la de nuestra primera bisnieta, la pequeña Noah a la que no llegaste a conocer. Le hablo mucho de ti cada vez que viene a verme, y con sus cuatro añitos me escucha con atención. Te quiere, a pesar de no haber podido nunca sentarse sobre tus rodillas.
Adorabas a los niños… Pero sólo pudimos tener una. Creo que de eso aún sigo sintiéndome culpable, aunque me repitieras hasta la saciedad que la Naturaleza impone leyes que no pueden saltarse y que no hay que dedicarse toda la vida a buscar un porqué.

Cuando me levanto y preparo café, a veces se me olvida que ya no estás y lleno dos tazas. Algunos días creo que vas a aparecer por la puerta con el periódico en mano dándome los buenos días. Luego me doy cuenta del error y tiro el café enfadada conmigo misma por ser tan ilusa y tan vieja.
Ayer fue mi cumpleaños. Todos me repetían que no aparento tanta edad, que aún me queda mucha vida y que soy fuerte. Sin embargo, cuando llegó el momento de soplar las velas, noté tu ausencia. Te imaginé ayudándome a apagarlas todas y me sentí muy débil. Me eché a llorar y, entre sollozo y sollozo, repetí tu nombre. ¿Qué importaba apagar aquellas velas si tú no estabas para verlo y apretar mi mano?
Eva pidió al resto que se marchase y se quedó conmigo hasta que me calmé. Me fui a la cama. Cuando noté el frío tacto de las sábanas, una suave brisa, como una caricia, se abrió paso por mi nuca y mi mejilla. Sé que eras tú. Fue tu forma de decirme felicidades, ¿verdad?
La vie en rose es ahora la que marca el compás de mis pies mientras te escribo sentada en tu sofá favorito. Ahora sabes cuánto te echo de menos. Pronto volveré a verte. Podremos escuchar un jazz en calma.
And tho I close my eyes
I see la vie en rose.

"¿En dónde está la virtud?"

Marta Cabañero.


Sentados en sus hamacas, parecía imposible que Aristóteles y Nicómaco estuvieran desentrañando los misterios de la realidad. Aunque Artífice, su esclava, no comprendía casi nunca nada de lo que decían, se deleitaba con la sabiduría y las enseñanzas que el padre inculcaba a su hijo.

- El objetivo de esta vida es alcanzar la felicidad, hijo. En esto precisamente consiste la ética. ¿Y cómo podemos conseguirlo? –le preguntó Aristóteles.


-No lo sé, padre –respondió Nicómaco.
 

Estaban tratando sobre la moral, lo que a Artífice le apasionaba. Era una de las pocas cosas que entendía prácticamente en su totalidad e, incluso, le entraban ganas de intervenir para hacerles preguntas. Pero sabía que la curiosidad no estaba permitida a las de su condición.
 

-Comencemos a indagar, pues. ¿Cómo considerarías a una persona que se muestra miedosa y apocada ante cualquier situación de riesgo? –lanzó Aristóteles al aire.
 

Artífice conocía perfectamente la respuesta. La palabra <<cobarde>> le martilleaba los oídos, y tuvo que hacer grandes esfuerzos por morderse la lengua. Se concentró en seguir abanicando a ambos filósofos acompasadamente.
 

-Si es alguien, por ejemplo, que huye en una discusión, entonces es un “cobarde” –contestó Nicómaco, ufano.
 

-Cierto hijo. Y por ende, consideraríamos que esta persona no es feliz, puesto que, como bien sabemos, no usa la facultad racional que poseemos los hombres –declaró el maestro-. Ahora bien, ¿y cómo llamaríamos a una persona cuyo actuar viene determinado por la ausencia total de temor y su incapacidad para evaluar el peligro?
 

Esta respuesta también la conocía: <<temerario>>, se repitió a sí misma.
 

-Es sin duda, un temerario.
 

-Exacto, hijo mío. Pero ser temerario puede también impedirnos alcanzar la felicidad. Podemos, haciendo gala de una excesiva confianza en nosotros mismos, vernos en situaciones en las que correríamos un peligro innecesario, ¿no es así?
 

-Sí, padre –respondió Nicómaco, desconcertado.
 

-Así pues, ¿dónde radica la felicidad? ¿Dónde se encuentra la virtud? ¿Cómo debe obrar el hombre prudente?
 

Pasaron uno, dos, tres minutos. Ni padre ni hijo respondieron.
 

Artífice pensaba y debatía en su interior. Había seguido el hilo de la reflexión. Justo en ese momento dio con la respuesta. Y no pudo reprimirse.
 

-Siento ser tan indiscreta, maestro, pero creo conocer la respuesta –murmuró temerosa.
 

Aristóteles la miró como si fuera la primera vez que reparaba en ella. La sorpresa cruzó su cara, hasta desembocar en una sonrisa cómplice. Conocía el efecto que sus reflexiones ejercían sobre los estudiantes: una vez descubrían la conclusión a la que quería llegar, ninguno podía mantenerse callado. Ni siquiera una esclava.
 

-Adelante –dijo el sabio.
 

-El equilibrio que buscamos -comenzó Artífice-, se encuentra a medio camino entre ambos extremos. Lo que se trata es de encontrar el “término medio” entre el exceso y el defecto, para que no seamos ingenuos, ni tampoco puramente instintivos.
 

Todo el parque se quedó en silencio. Hasta los pájaros dejaron de piar para escuchar con atención la explicación de la joven. La tensión se palpaba en el aire. El asombro de Aristóteles era más que evidente.
 

-Impresionante; ni el mejor de mis alumnos lo habría explicado así de bien. ¿Cómo te llamas, joven esclava?
 

-Artífice, señor.

-Encantado Artífice. A partir de mañana, vendrás a mi escuela todos los días. Parece que tienes talento, y eso es algo que no se puede desperdiciar. Muy al contrario, trabajarás hasta convencerme de que tus comentarios no han sido fruto del azar. Si consigues superar mis cuestionarios, obtendrás como premio tu libertad y podrás continuar instruyéndote a nuestro lado, si así lo deseas –sonrió Aristóteles.
 

Artífice no sabía si devolverle la sonrisa o romper a llorar de emoción. Su sueño se acababa de desvelar en unos minutos. ¿Y cómo? Pues sin ser indiferente a la explicación ni tampoco mostrarse vanidosa al conocer las respuestas. Es decir, haciendo uso de la primera enseñanza aprendida: el término medio.