"Un viaje eterno por Castilla"

María de los Reyes Junco.



-Podrás vivir con esto.
Fueron las primeras cuatro palabras coherentes que pronunció mi madre desde que mi padre le atizara el primer puñetazo. Y ahí estaba yo, en el raído asiento de copiloto de nuestro escarabajo del 78, encogida y entumecida como sólo deja el frío de las heridas más profundas. Feliz también. Eran sentimientos contradictorios...
Mi madre conducía con una sonrisa. La caja de antidepresivos se había quedado en casa.
En menos tiempo del que pensaba, atravesábamos los secos campos de Castilla. Emprendíamos nuestro eterno viaje por la Meseta, el que nos habíamos prometido.
Bob Marley cantaba "No woman no cry" y la brisa parecía bailar a nuestro alrededor en un dulce color dorado mientras nuestros cabellos se alborotaban. Aquello parecía una película filmada a cámara lenta. No sabíamos adónde íbamos, mi madre y yo, y no queríamos saber de dónde veníamos. Aquel maravilloso presente hecho de campos interminables de trigo y paquetes de galletas comprados en gasolineras perdidas de la mano de Dios, de pagos efectuados con las más penosas calderillas, de canciones que parecían venir desde muy lejos... El presente nos sabía a gloria.
Porque el pasado nos sabía a tierra abonada. Ella frente a la cafetera porque bebía café para evitar dormirse y despertar entre pesadillas, con la garganta tensa en un grito al que respondían con un gruñido, un <<mujer, déjame dormir de una puñetera vez>>, y de vez en cuando, algún que otro golpe. Ella frente a la cafetera, con la mirada hastiada y perdida porque no quería ver sus moratones ni los míos. Ella frente a la cafetera porque tenía prohibido salir de la cocina...
Pero aquel infierno se había acabado. Lo último que recordaba la niña Patricia era el bate de béisbol con el que su padre, preso de la furia, las había despedido arrojándolo hacia ellas. Lo vio volar hacia nunca supo dónde.
-Podrás vivir con esto.
Fueron las palabras con las que Rocío consoló a su vecina.
La noche anterior había hablado con su hija sobre la posibilidad de hacer un viaje eterno por Castilla, entre molinos y olivos polvorientos, para recordar la raza fuerte de la que provenían, para olvidar los cardenales con los que estaban marcadas. La vecina vino con una radio y un casete de ésos que tanto le gustaban a la niña Patricia, y la rota voz de Bob Marley inundó la habitación en la que parecía dormir, aparentemente tranquila, como un ángel.
 
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