No quería que le devolviesen la mirada unos ojos ya conocidos. No quería reconocerse en un rostro desconocido. Su autenticidad le impedía ser imitada; jamás haría una copia de sí misma ni se transformaría en una fábrica de narcisismo.
Y fabricar para compartir. Y compartir para dar. Y dar para cuidar. Y cuidar para amar sin recibir, porque ellos nunca daban nada. Tan sólo quitaban.
Quitaban la vida, la juventud y las experiencias que traía. Cerraban puertas y abrían ventanas en tempestades. Si por condición de su existencia a la vida de ella se le daba muerte, el derecho a formar parte de su mundo quedaba totalmente anulado.
Su vida era suya y de nadie más. Se negaba, simplemente, a regalarse. Todo apéndice añadido no llegaría a ser más que un brote presto para podar. No germinaría ni con ella ni con nadie.
Por todo ello le odiaba y negaba. Para ella no existía, no vivía, no era. Y sin embargo supo exactamente el momento en el que su corazón dejó de latir: justo el instante en el que se paró el suyo.
Pero ya no estaba. En realidad jamás estuvo. Por ello no entendía cómo lograba verlo allí, descuartizado, en la basura.
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