"El último otoño"

Rosa García Macías. 




Se sentó en el banco de siempre. El día era nublado y hacía algo de viento que transportaba las hojas de aquí para allá en un vaivén sin ninguna sincronización. Una vez tuvo el sueño de enseñar a bailar al otoño, pero acabó por descubrir que los viejos no bailan. Bien lo sabía él.
Llevaba su sombrero marrón en la mano. Su textura era áspera y los dedos se le encajaban en unos agujeros que se iban haciendo cada vez más grandes. Podía contar, si quería, la biografía de cada uno de ellos: su inicio, su nudo y “deshilache”… Incluso podría haber escrito un libro de poemas dedicado a ellos, pero eso de la Literatura era para los listos con gafas de pasta. Él solo sabía que un agujero podía significar el adiós de una mujer, un trabajo mal pagado y demasiadas hojas caídas en la misma acera. De hecho, en esa misma acera.
Se pasó la lengua por los labios secos y finos. Enfrente, el riachuelo le susurraba en voz baja lo que él no quería decir. La gente caminaba con prisas, embutida en sus abrigos como si pretendieran descubrir dónde se había escondido el verano. Apretó aún más los bordes del sombrero. ¿Qué iba a saber esa gente de lo que es un anochecer, el viento, el río, el cielo y uno mismo?
Notó un agujero nuevo, todavía pequeño, y bajó la mirada hacia donde se encontraban sus manos. Eran débiles y estaban cubiertas de arrugas. Al igual que el sombrero, habían perdido color y algunas manchas las volvían desiguales. Esa era la última señal. Ese nuevo agujero indicaba que el sombrero había vivido demasiado.
Se levantó despacio y se acercó a la barandilla que limitaba el río. Su mano izquierda sostenía el sombrero marrón y repasaba su contorno inconscientemente, en señal de despedida. Una ráfaga repentina de viento le arrancó el sombrero, que se fue volando mientras describía órbitas fantásticas, como si siguieran el compás de una canción. Contempló el espectáculo, fascinado, hasta que, por fin, el sombrero se posó sobre el agua y desapareció de su vista, engullido por la corriente. Entonces se dio la vuelta y se puso a caminar. Tenía miedo, mucho miedo, pero sonreía. Había descubierto que el otoño sí que sabe bailar.


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