"El cazador de perdices"

David Fuente.



No habíamos visto jamás en nuestras tierras ni una de aquellas aves a las que el extranjero llamaba perdices. No se habían cazado ni criado, le dijimos, y ante su asombro y sin desistir –pues a por perdices había venido desde muy lejos-, se caló el sombrero y continuó su búsqueda.
Cuando se marchó, no acertamos a ubicar el acento de aquel hombre en ninguna región conocida. A decir verdad, ni siquiera parecía hablar nuestro idioma; simplemente repetía ciertas frases memorizadas con intención de dar con aquel ave que, según él y en contra de lo que nosotros sabíamos, anida entre los matorrales de nuestra región y corretea veloz cuando no da un pequeño vuelo para huir de los depredadores.
Era cierto que los gatos monteses son comunes en nuestra planicie, aunque verdad es que nunca han atacado a nuestras gallinas y no sabíamos de qué se alimentaban. Hay que reconocer que nuestros gallineros son fortalezas, legado de nuestros abuelos desde una época en la que las bestias -quizás sólo eran gatos– atacaban de noche a las gallinas. Pero, aún así, si se alimentaran de perdices, creo que lo hubiéramos sabido.
Gracias a la llanura, desde el pueblo pudimos ver en el horizonte la figura del extranjero cazador. Por las noches, en vez de regresar, como le habíamos invitado a hacer, prendía una lumbre que se apagaba durante sus sueños y se erigía al alba en una columna de humo. Las mañanas serenas en las que la brisa no mecía ni una brizna de hierba y el frescor de la noche parecía haber congelado el tiempo, la humareda gris se alzaba tan vertical que parecía tener prisa por llegar hasta el cielo.
La fogata se fue alejando, hasta el punto que una noche ya no apareció en el horizonte. Sabíamos que el cazador aún merodeaba, no demasiado lejos, tras su presa, porque en las mañanas la columna de humo le delataba. Los chiquillos, con la misma curiosidad que nosotros por el extranjero, se arrastraban por la maleza para divertirse espiando las extrañas costumbres del cazador.
Solía comer pedazos de carne seca que comenzaron a escasear en su zurrón. Miraba con nostalgia la lumbre; quizás le hubiese gustado inundar la noche con el aroma de perdiz a la brasa, que dedujimos exquisita dada la insistencia con la que el hombre buscaba aquel ave invisible.
Llegó un día en el que ni la curiosidad de los niños tuvo fuerza para dar alcance al cazador, que se esfumó una mañana, dejando la columna de humo y nada más.
Durante días curioseamos el horizonte esperando encontrar alguna señal. Quizás –los más optimistas lo pensábamos así- habría encontrado sus perdices y habría emprendido el regreso a su casa. Estábamos persuadidos de que un hombre que se adentraba con tanta insistencia en la llanura en busca de algo, debe tener un lugar al que regresar. Los más viejos, sin embargo, tomaron al cazador como a un vagabundo que debía morir en cualquier lecho de hierba sobre el que se tumbase, atacado quizás por los gatos monteses.
Nos alegró sorprender su figura unas semanas más tarde. Los optimistas, a quienes no nos gusta adueñarnos del azar ni hacer pasar nuestras conjeturas por sólidas verdades, nos limitamos a darle la bienvenida. Venía colmado de perdices, arrastrando los pies y sediento como los mulos que cargan las cosechas en verano. Se deshizo del bulto junto al abrevadero y bebió desaforadamente.
Los chiquillos curioseaban las moteadas plumas de aquellas aves y el pueblo, quizás por la novedad que suponía el extranjero, se encontraba feliz de que éste hubiese logrado su objetivo.
El buen hombre nos entregó media docena de pájaros. Por sus gestos, entendimos que en aquella jaula había machos y hembras; en unos años, con cuidado y esmero, en el pueblo podríamos comer -además de huevos, trigo y gallinas- carne de aquel ave tan exótica.
Por la lastima que nos producía la sola idea de que pudiera perecer de regreso a su casa bajo la carga de las perdices, le regalamos un viejo mulo con el que transportar los bultos. Aquella noche, en agradecimiento, nos enseñó a cocinarlas. Estofó tres en una olla y asó otras tres sobre las brasas. Se quedó maravillado con las hogazas de pan de nuestro pueblo, cuya ligereza comparó –o eso creímos por sus gestos – con la del humo.
No es que fuese aquel un ostentoso banquete, aunque nosotros tampoco éramos de comidas copiosas, pero sí que lo disfrutamos todos, incluso quienes habían vaticinado la muerte del extranjero, que a la mañana siguiente partió con su caballería. De despedida, le entregamos una hogaza de nuestro pan.
No hemos vuelto a tener en el pueblo visitas ni transeúntes extranjeros. Si bien no las hemos echado de menos, nos hubiera gustado que nuestro viejo visitante volviese una vez más a comer nuestras hogazas, las cuales seguro que añora allí donde resida, de igual forma que un día añoró las perdices.
Desde entonces tenemos una nueva festividad en el pueblo, la semana de la perdiz, y la gente joven y animosa se aleja de las casas para pasar la noche en torno a una fogata, charlar y comer estos deliciosos pájaros.
En estos momentos oímos a quienes fueron niños cuando vino el extranjero, que ya son jóvenes, hablando de partir hacia otras tierras, a conocer mundo. A nosotros, que muchos somos viejos pero aún optimistas y desdeñosos del hastío, nos maravilla la idea de verlos por el mundo, quemando leña en la noche como el viejo cazador, extendiendo nuestro esponjoso pan por regiones lejanas, cazando perdices, durmiendo al raso y plantando columnas de humo por todos los lugares. Y con la nostalgia, que curiosamente se adelanta a la despedida, les pedimos que regresen para enseñarnos todo lo aprendido, igual que nos gustaría que aquel cazador extranjero lo hiciera.
Aunque, quién sabe… Quizás estemos siendo demasiado impacientes.
 
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