"Las botellas de vodka de mi padre"

Mª de los Reyes del Junco.



El 24 de mayo de 1900, la mina se derrumbó sobre él y sobre los 1.399 mineros que le acompañaban en la sección número dieciséis de la mina carbonera de Rostov del Don.
Igor Vólkov murió en aquel subsuelo asfixiante, medio ebrio, medio famélico y dejando tres hijos con un futuro negro, así como dos tumbas, una con nombre de mujer y otra sin nombre, a merced de las inclemencias de la naturaleza, del tiempo y de la angustia.
Suena trágico, ¿verdad? Pues aún hay más.
Igor Vólkov fue mi mejor amigo, mi padre, mi hermano y, cuando se emborrachaba, mi abuelo. Me consuelo pensando que, con derrumbe o sin él, habría muerto pronto, bien por el vodka que le secaba los sesos o por el polvo de carbón que flotaba en aquel hormiguero inexpugnable y que se le metía hasta el alma, ennegreciéndola, apagándola.
Esperamos una semana, pero el cuerpo de mi padre no llegó a casa para que pudiéramos enterrarlo.
Por desgracia, no teníamos a nadie dispuesto a cuidarnos, a ponernos un plato caliente ante nuestras narices hambrientas o a darnos una manta, aunque estuviese raída, para protegernos de las heladas nocturnas. Así que sólo esperamos.
Esperamos y comimos tierra. Y nos aguantamos.
Mis hermanos y yo excavamos un foso, en el que dimos sepultura a las botellas vacías en las que nuestro padre había naufragado. Con su recuerdo delirante espoleándome las nalgas, mediante juegos peligrosos y mucha astucia, llegamos los tres a una tierra de nadie. Quizá estábamos cerca de los Balcanes. Quizá aquello era Arabia. Qué importaba a unos huérfanos, fugitivos de un destino incierto y de la sombra turbia de un padre alcohólico.
Más tarde alcanzamos el mar, fresco y chispeante. Olía a yodo. Entonces recordé esa muletilla que tenía mi padre, cuando estaba borracho y yo le quitaba los zapatos antes de meterle debajo de las mantas. Recordé que sus ojos suplicaban cuando balbucía:
-Hijo mío, lo que más te servirá en esta vida es mi ejemplo, pues te muestro aquello en lo que nunca quise haberme convertido.
Un rayo de sol rasgó el cielo, con ese fulgor que precede al alba. En mi mente, un diminuto polluelo de ave Fénix renacía de sus cenizas. Era una apoteosis de esperanza, una segunda oportunidad.
 
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