Sara Mehrgut.
El número diecisiete miró hacia atrás y no vio a nadie. Sonrió. No llevaba nada mal la carrera, pero aun quedaba un largo tramo. El viento había aparecido para animar y lo impulsaba con fuerza hacia el horizonte.
Era la primera vez que Jorge se decidía a correr. El resto de los años participaba distribuyendo botellines de agua en la meta. Se trataba de un día muy reconfortante. Cómo camarero estaba habituado a servir a las personas, pero no había nada como recibir ese “gracias” entre jadeos que procuraban formar una sonrisa. La anterior temporada se preguntó qué impulsaba a dibujar muecas risueñas a esos vecinos que desayunaban siempre con el ceño fruncido.
Y aquí estaba Jorge, que no fue nunca un deportista, sintiéndose triunfador. Tenía la garganta seca y cada bocanada de aire le arañaba las entrañas. Sopesó unos segundos la situación y resolvió que podía parar un poco y continuar andando. Se sujetó la cabeza mareada con ambas manos; le ardían las orejas.
Al rato, volvió a comprobar que no tenía nadie en la cola y por miedo a perder el buen ritmo, echó de nuevo a correr.
Cualquier otro se habría alegrado al ver la bajada que dibujaba el sendero, pero el diecisiete, poniendo cabeza, se acordó de lo que supondría para sus rodillas y fue frenando. Cuando tropezó juzgó que su mal sino estaba escrito y no lo podía evitar por mucha atención que pusiese en el camino. Cayó de bruces y, amoldado a la pendiente, regaló una estruendosa risotada al monte. Había levantado tanto polvo que no veía nada. Escuchaba a las piedras que corrían mas rápidas que él. La cabecera de la carrera debía encontrarse muy lejos.
Sin animo de incorporarse, se acordó de ella. Cuando le dijo que este año participaría en la marcha, como era confiada le prometió recibirle en la meta. El diecisiete evocó su sonrisa, la ilusión que ella ponía en todo. Por ese motivo se levanto y siguió descendiendo.
Llegaron –al principio desde muy lejos- sonidos de risas, y a continuación, en todas las direcciones, tamborilereos y batir de palmas. Cada vez se oían más cerca. Rodeó la antigua fabrica de algodón y le sorprendió toda una multitud que celebraba la llegada de los deportistas.
Cruzó la meta. Era el último, pero eso no importaba. Ahí estaba su nieta que entre vítores se colgó de su espalda.
El numero diecisiete, en un valiente sprint, cojeó hasta alcanzar el puesto de refrescos. Allí le dedicó una enorme sonrisa al voluntario que lo atendía.