Lourdes García Trigo.
-Cuéntame cosas, Tita, cuéntame.
Tita se sonríe. No necesita que le dé cuerda. Casi cien años hace ya que acumula historias y las palabras, como guardadas a presión, pugnan por salir a la menor oportunidad. Cruza las manos sobre el regazo y echa la cabeza hacia atrás.
Elia
Me cuenta Tita que él estaba tan enamorado que no escuchó los consejos de la suegra y se terminó casando con ella. Mire usted, le avisaba, que mi hija acaba de salir del colegio, es muy niña. Si se esperara unos añitos...
Un día -me dice- le regalaron a la familia un pavo. Antes esas cosas se llevaban vivas y ya en la cocina se mataban y se arreglaban. ¡Cómo la liarían! Cuando llegó el marido se encontró a la mujer y a la criada sentadas en la cama, con el pavo bajo el colchón, a ver si lo ahogaban.
¡El pobre estaba tan enamorado!... Cuando ella bajaba para comer, él le tocaba con los nudillos sobre la mesa, así, la marcha real.
Pero a la mayor, a Elia, no hacía más que repetirle que hiciera cosas, que aprendiera, que no fuera como la madre. Yo creo -Tita me mira expresiva- que se lo decía tanto porque pensaba: va a venir otro como yo, se enamorará de la niña, y ya se quedará para toda la vida con una mujer inútil.
Mira Lourdes, la niña hacía de todo. Tocaba el piano, estudiaba, leía, aprendió mil bordados, a tejer, encajes, la cocina... Estaba todo el día liada con cosas. Tanto es así que el padre se asustó y le terminó por decir:
-Hija, yo te dije que hicieses algo, ¡no que fueras una enciclopedia!
La Guerra y cartas desde Cádiz
Me cuenta Tita que conoció a Tito en la Guerra. A mi hermano -me dice- lo mataron. Tenía dieciocho años. Iba con mi tío y lo mataron también. Encerrada en casa, sin hacer nada, me iba a volver loca. Así que me fui de enfermera.
Tito estudiaba entonces Medicina. Había combatido como alférez pero lo hirieron y no pudo volver al frente. Faltaban tantos médicos que llamaron a los estudiantes y se unió a ellos. Allí la conoció.
Tita se ríe. Porque antes no era como ahora. Salían todas las enfermeras juntas y él se esperaba sólo para verla pasar. Así un día y otro y otro. Hasta que se lanzó a confesarse con una amiga. Deja a Conchita en un extremo del grupo, le dijo, que quiero hablarle. Y así empezaron a verse.
Cuando terminó la Guerra había tal cantidad de universitarios con los estudios a medias que hicieron cursos intensivos para que pudieran terminarlas. Tito regresó a Cádiz y no pudo salir ni en Navidad. Tita dice que le escribía cartas larguísimas. Y a mí, que no me gustaba escribir -confiesa- se me hacía un mundo contestarle. Que me escribas, me decía, que me escribas. Él me mandaba cartas de diez folios y yo en una carilla se lo había resumido todo -Tita ríe-. Después hizo la especialidad en Córdoba y eso fue mejor, porque de vez en cuando venía a verme. Pero lo de Cádiz fue horrible...
Qué suerte tenéis ahora -me dice-. Con el teléfono, los ordenadores esos... Y la facilidad para viajar que tenéis. Qué suerte.
La tía que era madre
El pobre -me contaba Tita- fue a casarse y necesitó la partida de bautismo. Y ya no tuvieron más remedio que contárselo. Que la mujer de la que tanto hablaban en su casa, la que murió tan jovencita, no era su tía sino su madre. Y que su madre era su tía.
Resultó que su padre se enamoró de su tía. Pero ella era muy jovencita y no quiso casarse. Y se casó con la hermana, que algo de ella llevaría. Pero el matrimonio les duró poco: la madre murió en el parto. Y entre la cuñada y la suegra criaron al bebé.
Pero él trabajaba para Ferrocarriles y lo trasladaron. Y habló con ella, que tenía que llevarse al niño con él. Ella lloró y suplicó. Había criado al niño casi desde su nacimiento, ¡era prácticamente su madre! Intentó la única salida: se casó con él.
Cuenta Tita que al final ella terminó enamorándose de él. Al menos -me dice- nacieron cinco niñas más.
Por qué me llamo Lourdes
Tenía un novio en el pueblo. En una fiesta el joven tiró un cohete, con tan mala suerte que le estalló en la mano. Antes no había penicilina -me dice Tita- y el pobre murió de la infección. Ella lo pasó tan mal que se encerró sin querer ver a ningún otro hombre. Es que antes las cosas eran diferentes.
Tener un novio era casi como estar casada. Que no tiene sentido, porque tendrás que conocerlo y ver si te gusta. Pero antes, como se te muriera el novio o te dejara, te quedabas para vestir santos.
Su padre la mandaba algunas temporadas a Madrid con unos tíos. Allí conoció a unas monjas que trataban con enfermos y las ayudaba. Estaban entonces empezando las peregrinaciones a Lourdes y llevaban allí a mucha gente para que se curara. Y ella fue varias veces con las monjas.
A la vuelta de uno de estos viajes -me cuenta Tita- mi padre estaba en la estación. Él era perito de ferrocarriles. Se enamoró de ella. El jefe de la estación le contó la historia. No lo intente usted, le decía, que no quiere ver a nadie más. Pero él fue a visitar a su padre. Costó convencer a la niña. No te digo que te cases con él, le decía éste, sólo que le hables.
A la primera niña que tuvieron la llamaron Lourdes. Y ésta a su hija, y así sucesivamente.
Las gasas y el silloncito
Los pañales no eran como ahora -me cuenta Tita-. Eso era una barbaridad. Se usaban unas gasas muy largas y muy finas. Claro, en cuanto uno se hacía pipí, teníamos la casa llena de orines. Se cambiaba la gasa, se metía en un cubo con lejía y se tendía. Se secaban rápido, pero te pasabas la tarde entera con la fregona.
Imagínate, ¡es que eran dos! Cuando fregábamos los orines de uno ya se había hecho pipí el otro. Me tuve que poner seria con ella y decirle que como el tercero viniera tan seguido no daríamos abasto.
Era un niño nerviosísimo -me dice-. Venía a mi casa por las tardes y estaba todo el tiempo de un lado para otro. Un día le compré un silloncito, de esos de niños. Muy mono, de madera, con sus bolitas en el respaldo. A ver si así consigo, pensé, que se quede un rato quieto.
Mira, cuando lo vio, lo primero que hizo fue darle la vuelta. ¡Lo usaba de carretilla! Casa arriba, casa abajo, como siempre pero con el sillón. Terminó gastando las bolitas.
Las aceitunas
No podía verlas. Tenía una manía horrible. Si se enteraba que las habías comido ni se acercaba. Tita dice que en su casa tenía que esconderlas. Porque a Tita le encantan las aceitunas. A su suegra también le gustaban mucho y cuando las aliñaba le regalaba algunos tarros que ella escondía con sumo cuidado.
Un día Tita se llevó a Blanquita a comer a su casa. Antes de que Tito llegara le dio una aceituna para que las probara. Y no le digas nada, le avisó.
Cuando Tito llegó para comer se acercó a besar a Blanquita. Y esta, muy niña, se retiró. No puedes, Tito. ¿Por qué?, le decía él, mosqueado. ¡No habrás comido aceitunas! La niña callaba, pero no podía permitir que Tito la besara, no sabiendo que él era tan inflexible con eso de las olivas.
Él, muy serio, la cogió de la mano y la llevó frente al Corazón de Jesús. Júrame, le dijo. Júrame que no has comido aceitunas. Y la niña se echó a llorar y confesó todo.
Tita dice que él después no le comentó nada. Su suegra, al enterarse, le decía: porque es mi hijo.
De él me lo creo. Mi marido me pilló un día comiendo aceitunas. Mira, Conchita, ¡cómo se pondría, que si nos escucha algún vecino, se piensa que me pilló en la cama con otro!
El invierno en el tren de Antequera
Mi abuela se casó tan joven simple y llanamente porque mi abuelo dijo que no soportaba otro invierno más yendo a Antequera en ese tren. Cuenta que cuando se hartaban de ir sentados, bajaban y caminaban al lado del tren. Tan lento iba.
Se conocieron en la fiesta de la vendimia. Me dice Tita que fue la primera vez que le dijeron no a mi abuelo. Nos pidió permiso a Tito y a mí para bailar con ella -me dice-. Mira, por nosotros no hay ningún problema, le dijo Tito, pero si la niña no quiere no la vamos a obligar. Y creo que eso a tu abuelo le tuvo que impactar.
Y ya empezaron a hablar después de verano. Es que en verano íbamos a bailar a un sitio que tenía unos pinos, muy bonito. Yendo para Estepona. Y tu abuelo nos volvió a pedir permiso para bailar con ella.
Mi abuelo, por lo que cuenta Tita, iba muchas veces a verla. Hasta que al fin, después de un año y medio de noviazgo, se plantó. O nos casamos o cortamos, dijo. Hace tal frío en el tren y es tan largo el viaje que no lo soporto.
Y mi abuela accedió.