Sara Mehrgut.
Estábamos en la biblioteca cuando entró el jefe de estudios, seguido de la psicóloga y un muchacho de un curso superior cargado con muchos panfletos. Los que alborotaban se callaron. Todos observamos a la psicóloga cómo si sus zapatos hubieran roto el silencio.
El jefe de estudios hizo seña de que volviésemos al trabajo. Luego, con otro gesto, la psicóloga mandó que nos repartiesen la información sobre los posibles estudios al terminar el instituto y se acercó a Tom Aguaviva, al que dijo a media voz:
-Tomás, ¿qué es eso de que quieres volar?
El muchacho, que estaba sumergido en las primeras páginas de una pequeña novela, no contestó. La psicóloga le repitió la pregunta un poco más alto. Todas las cabezas se dirigían hacia ellos. Algunos se rieron.
Al fin Tom, algo asustado, cerró el libro: Frankestain.
-Sí, quiero volar.
-¿Has pensado en ser piloto?
-No, ya le he dicho que YO quiero volar –había bajado el tono para después exagerar el yo con los labios.
Tom Aguaviva estaba situado en la esquina, junto a la ventana, de modo que la luz recortaba su silueta. Era un chico rubio de diecisiete años y, aunque bajo, tenía aspecto de ser más mayor que los demás. Llevaba una sudadera turquesa ajustada y solían asomar sus calzoncillos por la cintura. Aunque era de aptitud alegre, no acostumbraba a sonreír; cuando lo hacía, sus mejillas se arrugaban mucho y parecía aún más mayor. Las manos, siempre pintarrajeadas de boli, eran tan alargadas que sus dedos parecían terminar en punta. Calzaba deportivas, no muy limpias, según la moda.
Sonó el timbre y la mayoría de los alumnos se marcharon al patio. La psicóloga los miró con atención y Tom a ella, sin atreverse a volver a la novela.
Teníamos la costumbre de, al finalizar las clases, silbar por la ventana a las chicas del edificio de enfrente. Había que hacer un sonido largo y agudo para que ellas se dieran por enteradas, de manera que alguna levantase la cabeza y luego la agachase sonrojada. Aquel era nuestro estilo.
Pero, bien porque no juzgase correcta nuestra actitud o simplemente porque quisiera quedarse a solas con Tom, con muy mala cara la psicóloga nos ventiló rápido de la biblioteca.
Hizo un gesto con la mano imitando al jefe de estudios, pero le faltaba la fuerza de aquel hombre, una actitud que viene de dentro y ella quería que nadase en su mirada teatral y amenazadora. Era una de esas miradas que nunca llegarán a transmitir respeto, en la que se encuentran reunidas la prepotencia, la inseguridad, la autoafirmación, la rabia y el miedo; en fin, una de esas poses cuya muda ridiculez nos inspiraba tanta lástima que decidimos marcharnos. Patético.
-No era ningún juego… Explícame esto –inquirió la psicóloga presentándole su redacción.
-Sencillamente, quiero volar -unió sus largos dedos-. Volar sin aparatos… Quiero descubrir cómo conseguirlo.
La psicóloga sonrió más relajada y se sentó. En su expresión se reflejaba un <<es confortante saber que sólo es un alumno inmaduro>>.
-No eres el primero que va detrás de ese empeño. No obstante, Tom, eso que deseas es imposible -. El joven alzó las cejas y ella continuó-. ¿Por eso escogiste Ciencias a pesar de lo que indicaban los test del curso pasado?
Tom afirmó con la cabeza y no dijo nada. La psicóloga esperó. Al principió le observaba inquisitiva mientras él mantenía su mirada. Luego se levantó y le dio la espalda. El día era gris pero de luz hermosa. Sevilla es envidiable incluso con el cielo encapotado. Un rato después la lluvia repicaba con fuerza. Podría acabar en granizo… Ella salió de su ensoñación.
-Te vas a mojar –le dijo.
-Vivo cerca.
Tom guardó la novela en la mochila. Al ir a cruzar el umbral de la puerta, escuchó que ella se acercaba.
-Sólo… ¿Y el empeño de los aparatos?
Él sonrió, con una de esas sonrisas arrugadas y adultas, y señaló la ventana.
-Aún el cielo es azul.