Beatriz Fernández Moya.
Como en una habitación abandonada, cerrada a cal y canto, en la que el polvo se había hecho dueño y señor de todas las superficies horizontales. Como un pequeño barco pesquero, hundido a los pies de cualquier acantilado, y abrazado por empalagosas algas. Como el engranaje oxidado de una bicicleta cuyo dueño alcanzó, más temprano que tarde, la edad de los automóviles... Sus ideas permanecían ocultas tras una opaca película protectora de melancolía.
Tenía en sus manos un puñado de hojas. La primera estaba en blanco, pero la segunda -en la esquina inferior- tenía un pequeño dibujo: el engranaje de una bicicleta. Todas las demás páginas ofrecían un pequeño croquis en la misma zona. Conforme avanzaban, el engranaje viajaba por el mundo marino hasta colocarse en el interior del motor de un barco que se ponía en marcha, como si lo hubiera estado esperando para poder zarpar. El barco viajaba a través del tiempo y del espacio, y conseguía transportar la alegría, la pureza y el color del mar hasta una habitación en la que el polvo no tuvo más remedio que huir por donde había venido. Los muebles, al fin, mostraron toda su belleza.
El pintor despertó. La película que cegaba sus ojos había desaparecido. Aunque no había salido el sol, empezó a preparar su paleta de colores y colocó en el caballete un lienzo en blanco.
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