"Regreso"

Lourdes García Trigo.




Mírame... ¿Crees que no te entiendo? Sé cómo se te echan las calles encima. Sé como intentas que no te afecte pero a la vez no quieres que termine. Porque hay algo bonito en pasar las tardes arrebujada en los recuerdos, ¿verdad? Te dejas envolver en sus olores y parece que todo sigue como antes.


Y cuando te destapas de esos recuerdos y sales, fingiendo una sonrisa, se resquebraja el mundo. ¿No es así? Te imagino cantando con la voz quebrada para ahogar los sollozos.



La mayoría no te entiende, lo sé, sólo te miran con lástima. Te ofrecen alcohol para que pase, cómo si eso lo arreglara, piensas. Que no te angustie: ese vacío que sientes ahora muy pocos lo han sentido.



Algunas noches, como si te viera, te coloreas los labios para convencerte de que estás bien. Pero cuando lo haces te preguntas quién se fijará en ellos, si son labios tristes. Y cuando alguien los mira, te asoman las lágrimas, porque no es él quien suspira por besarlos.



Créeme: te entiendo. La alegría del sur y su sol te rebotan en el pecho. Sólo te queda una sonrisa metálica. Has hecho bien en venir. París, sin él, es como cualquier otra ciudad del mundo, aunque muy elegante. Créeme, niña, París no es para enamorados. París es gris.

"Regreso"

Lourdes García Trigo.



Mírame... ¿Crees que no te entiendo? Sé cómo se te echan las calles encima. Sé como intentas que no te afecte pero a la vez no quieres que termine. Porque hay algo bonito en pasar las tardes arrebujada en los recuerdos, ¿verdad? Te dejas envolver en sus olores y parece que todo sigue como antes.

Y cuando te destapas de esos recuerdos y sales, fingiendo una sonrisa, se resquebraja el mundo. ¿No es así? Te imagino cantando con la voz quebrada para ahogar los sollozos.


La mayoría no te entiende, lo sé, sólo te miran con lástima. Te ofrecen alcohol para que pase, cómo si eso lo arreglara, piensas. Que no te angustie: ese vacío que sientes ahora muy pocos lo han sentido.


Algunas noches, como si te viera, te coloreas los labios para convencerte de que estás bien. Pero cuando lo haces te preguntas quién se fijará en ellos, si son labios tristes. Y cuando alguien los mira, te asoman las lágrimas, porque no es él quien suspira por besarlos.


Créeme: te entiendo. La alegría del sur y su sol te rebotan en el pecho. Sólo te queda una sonrisa metálica. Has hecho bien en venir. París, sin él, es como cualquier otra ciudad del mundo, aunque muy elegante. Créeme, niña, París no es para enamorados. París es gris.
 

"Era"

María Álvarez Romero.



No quería que le devolviesen la mirada unos ojos ya conocidos. No quería reconocerse en un rostro desconocido. Su autenticidad le impedía ser imitada; jamás haría una copia de sí misma ni se transformaría en una fábrica de narcisismo.

Y fabricar para compartir. Y compartir para dar. Y dar para cuidar. Y cuidar para amar sin recibir, porque ellos nunca daban nada. Tan sólo quitaban.


Quitaban la vida, la juventud y las experiencias que traía. Cerraban puertas y abrían ventanas en tempestades. Si por condición de su existencia a la vida de ella se le daba muerte, el derecho a formar parte de su mundo quedaba totalmente anulado.


Su vida era suya y de nadie más. Se negaba, simplemente, a regalarse. Todo apéndice añadido no llegaría a ser más que un brote presto para podar. No germinaría ni con ella ni con nadie.
Por todo ello le odiaba y negaba. Para ella no existía, no vivía, no era. Y sin embargo supo exactamente el momento en el que su corazón dejó de latir: justo el instante en el que se paró el suyo.


Pero ya no estaba. En realidad jamás estuvo. Por ello no entendía cómo lograba verlo allí, descuartizado, en la basura.
 

"Fin de la historia"

Beatriz Fernández Moya.



Una cara sin nombre. Un rostro desconocido.
Alzó las cejas en una sincronización perfecta con su mano derecha y esperó. Me detuve, subió y me indicó una dirección. Al instante, como tantas otras veces, me sentí títere y, sumiso, conduje hacia un lugar que no representaba para mí más que un beneficio económico. No habló durante el camino y respeté su silencio. No le cogí cariño, ni sentí un gran vacío cuando lo dejé frente a las puertas de uno de los hoteles más lujosos de la capital. Me ofreció una generosa propina, la suficiente para comprarle un modesto ramo de flores a mi mujer. Nos dimos las gracias mutuamente, con un asentimiento mudo y nos dijimos adiós.
Fin del trayecto. Fin de la historia.

"Una hoja en blanco"

Suyay Chiappino.


Tenía sed de escritura. Su estómago rugía por hambre de palabras que colmaran el vacío irremplazable. ¿Cómo era posible que ya no acudieran a su cabeza todas esas historias, esas imágenes, esas acciones que antes barruntaban en su interior? ¿Dónde había ido a parar la inspiración? ¿Por qué sus manos ya no eran capaces de redactar? Sus dedos golpeaban el teclado con movimientos mecánicos: la fluidez que antaño los guiaba, se había perdido.

Se mordió el labio hasta hacerse daño, con los ojos clavados en la pantalla. A pesar del picor, no los apartó del cursor que desaparecía y reaparecía sobre la hoja en blanco. Respiró profundo, tratando de encontrar los sonidos adecuados en su interior para comprender el enredo que en alguna parte de su mente se había formado: vio muchas palabras, de diferentes colores, fuentes y tamaños. Se entrecruzaban, se quedaban enganchadas las unas a las otras, se confundían… Algunas se quedaban colgando y otras aparecían aplastadas por las demás, que iban formando una masa inmensurable.


Siguió controlando la respiración mientras trataba de acercarse al amasijo. Con solemnidad se atrevió a tocar la primera letra que tuvo delante. Cerca de allí, un resoplido irónico le lanzó una idea como un fogonazo. Dueña de su propia mente, supo el por qué de ese pensamiento: le había causado gracia que la primera letra que tocara fuera una “A”.


Apartando la burla de su camino, trato de avanzar entre el laberinto de formas. Empujó las primeras palabras amontonadas, que cedieron con relativa facilidad a la presión de sus manos frías. Le sorprendió comprobar lo sólidas que eran al tacto, la firmeza con que aquellas palabras existían en su cabeza. Siguió adentrándose entre el caos tratando de salvar las frases que podía, pero hasta el momento no había logrado nada coherente con sus vanos esfuerzos.


Cuando las desenganchaba de una vocal, aparecía alguna consonante prendida a un espejo inesperado. Y es que entre las palabras había multitud de espejos. Mirara donde mirara, solo encontraba tinta derritiéndose de los puntos de las “i”, de la punta de las “t”, de las esquinas de las “z”…, una maraña de sílabas atadas entre sí y muchos espejos en los que veía su imagen reflejada.


Empezó a angustiarse. Sentía una mezcla de desesperación, tristeza, impotencia, rabia, frustración y, en cierto modo, dolor. Le dolía tener una carga tan pesada en un recoveco de su cabeza, la enfurecía no poder destrabar ese nudo en su cerebro y la confundía no encontrar un atajo entre las palabras. Tal vez fuera únicamente un simple gesto el que lograra derrumbar toda esa fortaleza mal construida. ¿Cómo habría ido inconscientemente forjados los cimientos para crear semejante monstruo?...


Trató de pegar patadas en todas direcciones; sus manos arañaron las piedras en las que se habían convertido esas palabras en su mente, olvidadas, ancladas, flotando en una cámara inaccesible, pero sólo logró que la escena se repitiera incesantemente, multiplicándose en las superficies lisas y brillantes de los espejos.


Agotada, dejó de gritar y en el silencio percibió en sus oídos el eco de su voz alterada. Su pecho se hundía y se hinchaba de manera violenta, llenando los pulmones de un aire contaminado.


Abrió los ojos. Delante de ellos cuanto había era un cursor parpadeante sobre una hoja en blanco.

"Venecia"

Lourdes García Trigo.



Hubo una vez, en un lejano valle, una ciudad en la que llovió durante días y semanas y meses hasta que se llenaron de agua las calles, las plantas bajas de los edificios, las plazas.
Como a sus habitantes les pilló de sorpresa, pasaron los primeros días de la inundación encerrados tras los balcones. Pero de la necesidad nace el ingenio, así que pronto sacaron sus muebles a la calle. Se veía a familias enteras navegar en el interior de grandes armarios con las puertas a modo de remos, a parejas de abuelos en bañeras donde los grifos eran el timón. También se decoraron puertas hasta parecer góndolas en las que los enamorados paseaban y veían la puesta de sol.
Al principio les costó mucho adaptarse. No se acostumbraban a entrar en sus viviendas por la escalera de cuerda atada al balcón. Al intentar abrir el portón de la planta baja, producían nuevas inundaciones como de vasos comunicantes. Pero con el tiempo allí aprendieron a nadar hasta las vacas, y las ovejas pastaban algas en la Plaza Mayor.
El equipo de fútbol, que tenía un respetable puesto en aquella región, comenzó a jugar en el agua e inventaron las primeras normas del waterpolo. Surgieron deportes nuevos y crearon los primeros cien metros acuáticos y competiciones de buceo.
Fue precisamente el deporte el que devolvió al pueblo la normalidad. Un día, uno de los buceadores encontró una larga cadena de bolitas plateadas enganchada en uno de sus extremos. Tiraron entre todos…, ataron a vacas nadadoras…, hasta que saltó el cable: tenía atado la tapadera de una alcantarilla. Y el pueblo se vació como una bañera.
Si alguna vez lo visitáis, una placa señala en la Plaza Mayor el nivel máximo al que llegó el agua. Pero nadie se acuerda ya de aquella inundación. No encontraréis quien sepa deciros, como yo os he contado, por qué en las casas más antiguas los armarios parecen góndolas.
cascarasdefruta.blogspot.com
 

"El luto de la oruga"

María Álvarez Romero.


Quizás ya nació mariposa y fue testigo del luto de la oruga, pensó con amargura.

Su cuerpo resultó no más que una masa rosácea. Pequeña, colorada y, para su madre, perfecta. No era por tanto curioso el hecho de que asemejasen tal criatura con una larva de gusano. Al fin y al cabo, durante sus primeros minutos en el exterior había luchado de igual forma por saludar a la vida.


No obstante ella no estuvo de acuerdo con el símil. Un ser tan bello no podía rebajarse a la altura de una lombriz. En todo caso, quizás, pudiera haberse comparado a una mariposa.


Y desgraciadamente, años después, comprobó que no se equivocaba.


Tal vez no insecto, pero en cuanto a evolución se trataba iba un paso por delante. La larva había desaparecido bajo un capullo de tecnología e información prematura. La niñez se había esfumado para explosionar en un adulto de apenas un metro de altura. Máquina de carne adaptada a la época, a su cultura y a una educación individualista.


Ya no jugaba, competía. No pedía, exigía. No compartía, quitaba. Pues la sociedad le había enseñado que la inocencia de poco sirve a la hora de pisar al prójimo, para ver desde un punto de vista a mayor altura. Sin humildad, generosidad ni valores.


Suspiró, entristecida. En sus manos tuvo a la larva. Quizás debió esperar a que la evolución le fuera componiendo su propio camino en lugar de envolverlo a destiempo en la búsqueda de su mariposa.
 

"El castillo Desmond"

Emilia Carrasco.



Erin corría por los verdes prados de Adare. Recogía flores para llevarlas a palacio, pues aquella noche se celebraba una cena importante. Sus cabellos pelirrojos ondeaban al viento cuando se agachaba a arrancar alguna amapola. Pasaba las tardes al aire libre cada vez que podía escaparse de sus obligaciones como hija de los reyes.
Pero aquel día, cuando admiraba la grandeza del castillo Desmond, oyó unos gritos lejanos. Subió a la colina y vio a gente del pueblo yendo hacia las puertas de la fortaleza. Las campanas comenzaron a repicar a rebato y un soldado la avisó:
-Deprisa; tenemos que huir.
-¿Qué ocurre?
-Se acercan los normandos. Invadirán Adare y, a este paso, toda Irlanda.
Corrieron al castillo. Cuando entraron, observaron que gran parte del pueblo estaba en el patio de armas, preparados para luchar contra los invasores.

Un centinela se dirigió al Duque:
-Señor, han llegado... No podremos detenerlos. La familia real debe marcharse.
Una criada buscó a los príncipes, dos varones y dos chicas, y los condujo al salón del homenaje. Más tarde llegó el rey y su esposa. El mismo soldado que había avisado a Erin, empezó a contar a los presentes: uno, dos, tres, cuatro, cinco…

-Falta uno; Eileen.
Salió deprisa a buscarla. Mientras, los normandos trataban de abatir la puerta de la muralla con golpes de ariete.
Al rato volvió con la pequeña Eileen. La criada presionó el soporte que sujetaba una antorcha a la pared. Ante sus ojos se abrió un pasadizo oculto. Recorrieron las salas húmedas y los corredores oscuros hasta que llegaron a una habitación con comida y algunos colchones de paja.
-Nos quedaremos aquí hasta que podamos salir –dijo el rey.
Allí pasaron unos cuantos días. Escuchaban gritos de horror que, poco a poco, se fueron apagando. Durante la cuarta noche, entendieron que la lucha había terminado. Subieron al castillo. No debían hacer ruido, pues los jefes normandos estarían durmiendo.
-Qué desastre… Los bárbaros siempre son sucios -dijo la reina-. Aún así, pasó el peligro.
-Han encerrado a los supervivientes en las mazmorras. No podemos abandonarlos a merced de nuestros enemigos.
-¿Pretendes que luchemos?... Somos tres mujeres y cuatro hombres. Tendremos que buscar otra solución.

-Tal vez podríamos…-habló Erin-. Podríamos fingir que somos fantasmas, muertos vivientes. Lograremos ahuyentarlos del castillo para siempre. Los normandos son muy supersticiosos.

-Yo quiero disfrazarme -dijo su hermano.
-No estoy segura, Erin –dudó el rey-, pero no nos quedan muchas oportunidades.
Cubiertos con sábanas de las habitaciones de los criados y amarrados con cadenas, se dispusieron a caminar hacia las estancias en donde descansaban los bárbaros. Cuando llegaron, hicieron todo el ruido que pudieron. Los soldados se despertaron bruscamente, y al ver a los supuestos espíritus, corrían asustados.
Cuando la fortaleza se quedó vacía de normandos, abandonaron los disfraces y descendieron por las escalinatas hacia las mazmorras. Cuando los liberaron, el pueblo ya no tenía nada que temer. La invasión se había evaporado como una sombra.
De aquella aventura surgió la leyenda que aún perdura sobre los fantasmas que habitan el Castillo Desmond.