Emilia Carrasco.
Erin corría por los verdes prados de Adare. Recogía flores para llevarlas a palacio, pues aquella noche se celebraba una cena importante. Sus cabellos pelirrojos ondeaban al viento cuando se agachaba a arrancar alguna amapola. Pasaba las tardes al aire libre cada vez que podía escaparse de sus obligaciones como hija de los reyes.
Pero aquel día, cuando admiraba la grandeza del castillo Desmond, oyó unos gritos lejanos. Subió a la colina y vio a gente del pueblo yendo hacia las puertas de la fortaleza. Las campanas comenzaron a repicar a rebato y un soldado la avisó:
-Deprisa; tenemos que huir.
-¿Qué ocurre?
-Se acercan los normandos. Invadirán Adare y, a este paso, toda Irlanda.
Corrieron al castillo. Cuando entraron, observaron que gran parte del pueblo estaba en el patio de armas, preparados para luchar contra los invasores.
Un centinela se dirigió al Duque:
-Señor, han llegado... No podremos detenerlos. La familia real debe marcharse.
Una criada buscó a los príncipes, dos varones y dos chicas, y los condujo al salón del homenaje. Más tarde llegó el rey y su esposa. El mismo soldado que había avisado a Erin, empezó a contar a los presentes: uno, dos, tres, cuatro, cinco…
-Falta uno; Eileen.
Salió deprisa a buscarla. Mientras, los normandos trataban de abatir la puerta de la muralla con golpes de ariete.
Al rato volvió con la pequeña Eileen. La criada presionó el soporte que sujetaba una antorcha a la pared. Ante sus ojos se abrió un pasadizo oculto. Recorrieron las salas húmedas y los corredores oscuros hasta que llegaron a una habitación con comida y algunos colchones de paja.
-Nos quedaremos aquí hasta que podamos salir –dijo el rey.
Allí pasaron unos cuantos días. Escuchaban gritos de horror que, poco a poco, se fueron apagando. Durante la cuarta noche, entendieron que la lucha había terminado. Subieron al castillo. No debían hacer ruido, pues los jefes normandos estarían durmiendo.
-Qué desastre… Los bárbaros siempre son sucios -dijo la reina-. Aún así, pasó el peligro.
-Han encerrado a los supervivientes en las mazmorras. No podemos abandonarlos a merced de nuestros enemigos.
-¿Pretendes que luchemos?... Somos tres mujeres y cuatro hombres. Tendremos que buscar otra solución.
-Tal vez podríamos…-habló Erin-. Podríamos fingir que somos fantasmas, muertos vivientes. Lograremos ahuyentarlos del castillo para siempre. Los normandos son muy supersticiosos.
-Yo quiero disfrazarme -dijo su hermano.
-No estoy segura, Erin –dudó el rey-, pero no nos quedan muchas oportunidades.
Cubiertos con sábanas de las habitaciones de los criados y amarrados con cadenas, se dispusieron a caminar hacia las estancias en donde descansaban los bárbaros. Cuando llegaron, hicieron todo el ruido que pudieron. Los soldados se despertaron bruscamente, y al ver a los supuestos espíritus, corrían asustados.
Cuando la fortaleza se quedó vacía de normandos, abandonaron los disfraces y descendieron por las escalinatas hacia las mazmorras. Cuando los liberaron, el pueblo ya no tenía nada que temer. La invasión se había evaporado como una sombra.
De aquella aventura surgió la leyenda que aún perdura sobre los fantasmas que habitan el Castillo Desmond.