Beatriz Fernández Moya.
Una cara sin nombre. Un rostro desconocido.
Alzó las cejas en una sincronización perfecta con su mano derecha y esperó. Me detuve, subió y me indicó una dirección. Al instante, como tantas otras veces, me sentí títere y, sumiso, conduje hacia un lugar que no representaba para mí más que un beneficio económico. No habló durante el camino y respeté su silencio. No le cogí cariño, ni sentí un gran vacío cuando lo dejé frente a las puertas de uno de los hoteles más lujosos de la capital. Me ofreció una generosa propina, la suficiente para comprarle un modesto ramo de flores a mi mujer. Nos dimos las gracias mutuamente, con un asentimiento mudo y nos dijimos adiós.
Fin del trayecto. Fin de la historia.
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