"Daños colaterales"

David Fuente.



El comandante ordenó lanzar una bomba termobárica sobre aquellas casas, y cayó con la naturalidad con la que la gravedad atrae 400 kilos de metal. Estalló oscilando en sus estrictos 2.500 o 3.000 grados centígrados y donde no lo pulverizó todo, hizo saltar restos de edificios en cualquier dirección. Nuestra atmósfera -rica en oxígeno- y una amplia planicie permitieron ver, desde veintisiete kilómetros de distancia, la llamarada que se levantó hacia el cielo.
En el interior de las casas todo pareció más rápido. Un silbido que llamó al pánico, un tremendo impacto y nada más. Sólo un puñado de personas, la más afortunadas y alejadas del epicentro, sintieron dolor. Menos aún fueron las que, después, tuvieron la oportunidad de contar la facilidad con la que minúsculos trozos de acero se alojan en el cuerpo.
En su escritorio, un trozo de metralla que tiene unos cantos cortantes y otros fundidos, pisa unos folios. En la espalda, una abrupta cicatriz le mantiene dolores residuales. Los recovecos de la antigua herida sólo dejan espacio para la justicia; el olvido y la mentira tienen la puerta cerrada.
Su hija empuja su silla de ruedas de un lado a otro. Llora por su padre y sonríe a su hija. A su nieta no le gusta pintar sobre esas hojas viejas y amarillentas que aletean al viento cuando entra la brisa de primavera, porque nunca se moverán.
 


"Ama y haz lo que quieras"

Beatriz Fernández Moya.


Si yo fuera tú, claramente, haría las cosas de otra manera.
¿La quieres? Pues demuéstraselo. ¿La echas de menos? Pues díselo. ¿Tienes algo importante que contarle? Pues suéltalo. No esperes a que ella te lo tenga que sacar con cuentagotas.
¿Estás contento? Pues contágiala de tu alegría. ¿El día ha sido demasiado largo? Pues házselo saber. ¿No compartes su opinión? Pues cuéntale por qué. ¿Estás enfadado? Pues respira hondo y pídele que te de un abrazo. Después siéntate y habla con ella. No pierdas el control, no le levantes la voz, no le faltes al respeto. Perderás la razón en el momento que lo hagas y el problema, por nimio que fuera, se hará gigante. Pide perdón. Perdona. Y empieza de nuevo.
Ama, y haz lo que quieras.

"Agua de fuego"

Lola Botija.



El último banco del último árbol de la esquina noroeste del parque más abandonado de todo Philadelphia, un parque viejo, olvidado, alfombrado por unas hojas que se caen y cubren el suelo. Y lo esconden, lo tapan para que el andar sobre el crujido se convierta en algo mágico, algo así como estar sobre un lago de cristal; andar sobre galletas recién horneadas, una alfombra misteriosa que salpica de tonos marrones, escarlata y verdes el camino que lo cruza.

A orillas del asfalto, como un pulmón bombeante, los árboles desnudos se asfixian entre tanto piso que cubre el cielo, y se agobian y luchan, se intenta deshacer del ladrillo que les rodea para crecer tanto que toquen las nubes y salir así a la superficie, por encima de la ciudad, para cimbrearse sin fatigas, alejados del gas tóxico del mundo de a pie.


Ahí, en un banco de madera como cualquiera, como todos, de los que aparecen pintados por gamberros que muestran su rebeldía intentando dejar huella allá por donde pasan, un jirón de su alma porque quieren ser inmortales, porque quieren ser los más grandes, los mejores, los líderes y muestran sus fechas, sus primeros amores…, porque les fascina, porque como todo lo primero, asombra, sorprende. Que el camino sea desconocido, les enamora aún más. Por eso el primer amor nunca se olvida, porque lo nuevo, la incertidumbre, el aprendizaje supone una marca.


El banco, donde las manos de tantos pequeños se posaron mirando a sus padres, pidiéndoles la merienda, atención o juegos. Allí donde los chicles se pegan cuando jóvenes distraídos se cansan de masticar y el sabor se diluye. Allí donde duermen vagabundos que necesitan un lugar medianamente cómodo que no sea el suelo. Porque el suelo duele, y dormir aunque sea a la altura que da un banco, eleva incluso el ánimo, y aunque a la espalda le guste la madera tan poco como el asfalto, se sienten un poco más un animal al resguardo del parque. En el banco se sientan los enamorados a contarse secretos, a declararse amor eterno, a darse besos furtivos antes de caer en la mentira de los amores de apariencia.


En el banco estaba tan lejos de su Georgia, diluida, lejos de su casa, de su familia, de su mundo... Llevaba litros y litros bebidos de alcohol. La sangre se le había engordado con tanta bebida. La cabeza le daba vueltas al compás de un baile de salón, el de las parejas recién casadas. La manos temblorosas se le desbocaban como si fuera un anciano y tenía los ojos idos, miraban sin mirar, sin ver nada, ausentes, huidizos, como su cabeza. La botella que sostenía era la misma que llevaba su padre en sus primeros recuerdos: transparente, aparentemente inofensiva, haciendo pasar por agua su contenido, un mal menor. Y, sin embargo, era vodka, como el que consumió a su viejo, que le hacía evadirse, volver y dar vueltas sobre sí mismo, decir sandeces, portarse mal, gritar y caerse al suelo.


Día tras día el alcohol se apoderó de su padre. Estación tras estación. Volvía a casa, una casa tan negra como las minas en las que trabajaba. Cuando bajaba al subsuelo, el mundo del niño se quedaba en una extraña calma, tan débil como una rama quebradiza, pero era su mundo, el de su familia, momentos de respiro y de paz hasta que los ascensores de la mina ascendía con ese padre que se tornaba extraño, oscuro como el carbón.


Alrededor del banco se le amontonaban las botellas vacías. Las mira. Las piensa y les da vueltas. Y vuelve el hambre a su estómago. El hambre que pasó, el hambre que pasa. Pero el vodka lo diluye todo, incluso el vacío más voraz. Se te olvida, lo dejas de pensar y se marcha lejos.


Las botellas ensucian el suelo, se rompen y sus cristales se esparcen al alcance de los niños. Pero le da igual, no le importa… Le gustaría cambiar, pero pega otro buche y se le olvidan los buenos propósitos y se le escapan las ideas. No sabe si bebe porque quiere, para que la conciencia no le atosigue ni le persiga, o si lo hace sin querer, porque el alcohol le llama, le atrapa, no le deja en paz.


Todos ven el banco y le ven a él, harapiento, sucio, mal cuidado, apestoso, envuelto en una tufarada a alcohol, a mala vida, a pena, sufrimiento y resignación. Los paseantes se aparatan de su rostro, que se esconde tras una barba de meses y un gorro que no se sabe si es oscuro o se volvió así por la suciedad. También se apenan e incluso hay quien le echa en cara su situación. Le escupen, se ríen, se cansan y se van.


Él permanece en el banco, estático, como una estatua viviente. Sonríe, se agobia y rompe a llorar. Quiere volver a casa, al calor de la chimenea, a la comida insípida pero caliente ofrecida por el amor de una madre que no tiene otra cosa que darle. Entonces se derrumba y vuelve a dar un sorbo al vodka, que se une a él, hasta evaporarlo.


¿Ves...

Lourdes García Trigo.



...aquel restaurante? El que se asoma entre las montañas que parece que flota sobre la niebla. Ese de tejados de plomo y ventanas de piedra. Allí se habla con voz áspera y se tose con frecuencia. A los niños, escúchame bien, les crece barba cuando entran.
Una señora entra vendiendo tortugas secas.
-¡Un café, por favor!
-¿Sal?
-¡Gracias!
Un hombre de barba rubia se inclina sobre la barra.
-Una copa de alcohol 96º. Sin diluir.
El sonido duro y monótono de la lija sobre la madera acompaña a un cantante sin voz que escupe palabras al micrófono.
-Y de comer, ¿no quiere nada? Hoy tengo raspas de sardina y aire de motor. ¡Ah! Y tengo unas ortigas...
-¿Con espinas?
-Naturales, de la tierra.
-Pues póngame una tapa. Tiene usted el bar más repugnante de la zona.
-Con clientes como usted, que saben apreciar lo bueno, da gusto servir aquí, oiga.

cascarasdefruta.blogspot.com
 


"Amor del bueno"

María Teresa López Cerdán.


Dicen que si no alimentas el amor, éste acaba muriendo. El amor, por tanto, es algo por lo que tienes que luchar todos los días, una pelea constante, una guerra que te deja con el mejor de los sabores de boca.
Amor, esa es la solución. Su ausencia, el peor de nuestros problemas.
Amor por el desconocido, por el igual, por el que pasa hambre y por el que permite que esto ocurra. Amor por el vecino y por el vagabundo, por el creyente y por el ateo, por el de izquierdas y por el de derechas, por el africano y por el americano. Amor por amar, por querer, por vivir, por humanidad, por naturaleza. Amor sin condición ni apellidos, sin esperar algo a cambio, sin hipotecas ni intereses, sin solidaridad y con caridad. Amor, por definición.
Cuatro letras que, combinadas entre ellas, tanto dicen, tanto callan, tanto pueden romper y –sobretodo- tanto arreglan. ¿No sería todo un poquito más fácil si regalásemos algo del amor que tenemos guardado?...

Soy de esas idealistas que creen que el amor nunca se acaba porque es un pozo sin fondo, el mejor de nuestros recursos naturales. Un recurso, además, inagotable. Una auténtica fuente de ventajas y de beneficios.
El amor por los hombres se está enfriando, lo veo día a día, lo siento en cada mirada de desprecio, en cada noticia que leo, en cada caricia sin sentimiento, en cada ataque al prójimo que acaba por desencadenar una autodestrucción interior.
Demos ejemplo, que se acerca el verano, y que una buena ola de calor insufle a las calles del mundo esa bocanada de amor del bueno, del verdadero. Contaminemos el aire con esencia de puro amor y no dejemos espacio al dióxido de carbono. Contaminar el mundo con amor…, me atrevo a decir que esa es la solución a todos nuestros problemas.
 

"Mano a mano"

Juan Carlos Pardo.


No hace muchos años, el tenis era un deporte no demasiado popular, pues solo unos pocos afortunados lograban competir. A mí no es que me llame mucho la atención, pero al pasar de canal en canal de televisión (durante mi tiempo de descanso entre libros) me detuve al observar un encuentro. Al poco, cambié de emisora; estaban debatiendo de política y de la gestión de los políticos. Pensé en el trabajador (si es que queda alguno), en el estudiante con dos carreras, en el resto de los ciudadanos, que no somos tontos aunque los políticos así lo crean. Y es que seguimos haciéndonos la siguiente pregunta: <<¿quién nos metió en este lío?>>. En aquel programa, como respuesta nuestros representantes comenzaron a jugar al deporte de la raqueta.
<<Los españoles se merecen un gobierno que no les mienta, un gobierno que les diga siempre la verdad>>. En efecto, el 99,9 por ciento de los ciudadanos queremos que no se nos mienta. Primer resto: <<nosotros no hablamos de brotes verdes ni negamos la existencia de la crisis; según ustedes la banca española era un ejemplo a seguir>>. Tanda de reproches entre pasado y presente: <<vais sobrados>>, (pasa la bola), <<claro que sí, Campeón>>, (bola devuelta). Vi a dos profesionales del tenis ofreciendo un pésimo partido, ajenos por completo al espectador.
Un tenista tiene que dar espectáculo y un representante público debe servir a su pueblo, sin preocuparse en otras zarandajas. Ante la falta del correcto espectáculo, los asistentes abandonan el campo en fila india, aburridos, decepcionados… Trabajar codo con codo podría ser una solución para salir del embrollo. Como decía Descartes, <<no solo hay que tener sentido común, hay que saber aplicarlo>>. Y uno no puede aplicar dicho sentido mientras se pelea, raqueta en mano, con el de enfrente. ¿O no?...
 

"El banquero nos ha quitado la casa"

Beatriz Fernández Moya.


El banquero nos ha quitado la casa. Nuestra casa... Suya, según él.
Pero, ¿de quién son las fotos que cuelgan de las paredes del salón? ¿De quién los juguetes esparcidos por el suelo de la sala de estar? ¿De quién los apuntes que cubren la mesa del estudio? ¿De quién el cepillo de dientes que pende cerca del lavabo, junto a las toallas? ¿De quién la nevera medio vacía o las medicinas del botiquín? ¿De quién la familia que ha habitado siempre en esta casa?
Da lo mismo; la pregunta que importa en este tipo de situaciones es siempre la misma: ¿De quién es el dinero que la pagó?... Pues eso, del banco.

"El nacer renacentista"

María Álvarez Romero.



No recordaba cómo había llegado a aquella estancia, tampoco el origen de la antorcha que sujetaba en la mano, pero de algo estaba seguro: no era común su acompañante.
Un hombre maniatado reposaba cabizbajo sobre una silla de madera. Rendido y derrumbado, ocultaba el rostro, impidiendo descubrir su identidad. Más no fue el misterio lo que le dejó sin habla al portador de la lumbre.

La tenue luz del fuego hacía retemblar en sombras la habitación, concediéndole a las paredes un ligero tono ocre amarillento, similar al de los papiros de su taller de trabajo. Habría sido una visión natural de no ser porque el contorno de su decolorado acompañante se fundía en ellas, cual línea a carbón, cual metáfora.
Asustado, el artista intentó abandonar la sala. Podía ver aquel hombre, más su cuerpo no estaba formado por piel. En lugar de ella, líneas aleatorias se trazaban a su alrededor concediéndole forma humana. El juego de sombras construía el volumen de su anatomía. Sus manos, atadas tras la espalda, se fundían con el fondo como si fuesen las de un fantasma que flotara en el aire, perdiéndose en una inmediata perspectiva. Un trazo, una marca de oscuridad señalada en su contorno, adelantaba y volvía cercana su cabellera. Pero se movía, respiraba, vivía…
–¿Qui… quién eres? –tartamudeó el artista–. ¿Y qué quieres?
Lentamente, el maniatado levantó la mirada, lo que provocó el retroceso de su captor, que, más allá de la ilusión, podía ver a través del rostro de aquel hombre. Lo que pensaba consecuencia del efecto óptico, resultó ser cierto: su cuerpo había sido convertido en líneas y el volumen en sombras. Se encontraba ante un dibujo.

–Soy tu pasado, presente y futuro –expresó el hombre abocetado en un susurro–, y ahora salgo al encuentro de tu vida.
En ese momento, la sombra que arrojaba su cuerpo reptó por el suelo hasta resbalar por la pared y acariciar la visión del preso. Nuevas formas comenzaron a tomar forma a su alrededor: figuras idílicas que, a pesar de simular trazos de la misma naturaleza que las del hombre maniatado y de reconocerlas como líneas que habían surgido de sus propias manos, le resultaron ser demasiado básicas. Le miraban cuencas vacías de grandes pupilas ausentes y aterradoras. Aquello no podía estar ocurriéndole.
–Tranquilo, estás soñando -aclaró un murmullo procedente de la silla, devolviendo al artista a la superficie de sus pensamientos–, pero pronto descubrirás que la tierra que te rodea guarda más historia de la que imaginas.
Entonces las sombras figurativas cambiaron para dar lugar a otra forma. Antorcha en mano, el captor se giró para observar una escultura griega que había surgido de la nada. Sucia y cubierta de barro, evidenciaba que acababa de ser desenterrada, quizás de las ruinas clásicas que pocos días atrás habían sido descubiertas. La perfección de sus formas, la suavidad de su contorno y expresión le trasladaron a un mundo hasta entonces desconocido para él. El mármol respiraba y le devolvía una mirada serena y humana, a pesar de llevar prendida la huella de un artista.
En ese momento lo comprendió: pasado, presente y futuro fundidos en una aparición del subconsciente. Al igual que la Atlántida platónica, el progreso había sido enterrado bajo siglos de Historia, condenado a comenzar de cero.
Una magia, nacida del contorno de una sombra, un símil a la alegoría de la vida y una metáfora del poder humano para transformar la realidad para liberar un pensamiento con tan sólo unos trazos.
Había nacido el hombre renacentista.
Su acompañante, aún sentado, se acariciaba las muñecas, ya sin cadenas. Con media sonrisa, murmuró:
–Yo soy tu pensamiento, tu arte por descubrir.
 

"Luces de neón"

Lola Botija.



Huele a gasolina, a sudor, a comida rápida, a café recalentado. Un bar a la sombra de la luz de un neón de carretera; una pila de coches que se amontonan en el aparcamiento, de esa serie a la que acompaña un regimiento de peluches en la parte trasera junto a estrafalarios colgantes en el espejo retrovisor. Coches cascados por el tránsito, por el vaivén a través de la carretera, sucios de barro hasta convertir en un juego el adivinar cuál es su color original. Todos recién llegados de viajes eternos y de cansados caminos, de poco dinero en el bolsillo de sus conductores, de gasolinas estiradas al máximo y ruedas carcomidas por el roce con el asfalto. Y sin embargo allí están, todos en fila, perfectamente ordenados, simétricamente colocados según indican las líneas blanquecinas que surcan el suelo. Ofrecen a la vista un curioso paisaje.
El neón no se apaga para atraer a viajeros hambrientos de vidas desordenadas que solo quieren un sitio caliente en el que sentirse parte de algo, aunque solo sea parte de un bar.
Lo que parece claro es que el éxito del negocio no es el esperado; en las profundidades de una carretera solitaria no hay mucha gente que cruce el camino. Y si lo cruzan, las cadenas de comida rápida zambullidas en la vereda amenazan con mordiscos más que dolientes a la caja del bar de neón, una construcción antigua con cristales del suelo al techo para que la luz lo inunde cuando, con el primer café de la mañana, alguien quiera leer el periódico para enterarse de lo que se agita más allá del bar. Cristaleras para que por la noche la luz interior y el calor humano embauquen a los conductores exhaustos. Ventanales porque cuando hay poco en la vida, la inmensidad de un cristal puede convertirse en un aliciente con el que sentirse parte de algo mayor, un hormiguero feroz, algo extraordinario.
El café ardía a todas horas, oscuro, sabroso, humeante para entremezclarse con el humo de los cigarros que, calada a calada, consumían los clientes al compás de los segundos que se desvanecen. La comida, cansada también, se desintegra en grasas de todo tipo y olor a chamusquina sobre y platos gastados por un jabón malo. Pero aun con eso, los sin pares visitantes no le hacían ascos. Son personas asentadas en un conformismo asombroso, el que crean las necesidades simples y llanamente orgánicas.
Trabajan como camareras tres mujeres entradas ya en la vida, despegadas de las ilusiones que presiente el país de los sueños, alejadas de las princesas encantadas, sin feminidad, ensombrecidas por una feminidad que se torna masculina a base de escotes que rozan lo vulgar y faldas tan cortas que enseñan más de lo decorosamente aceptado. Pero en el bar no hay normas ni moral. Mucho menos quejas, apuntes en el libro de reclamaciones. Las camareras cumplen su trabajo con la resignación de no ver más luz que la del neón.
El encargado es un señor demasiado gordo para respirar sin ahogarse, demasiado viejo para la carga que imponen las deudas que se amontonan en su despacho, demasiado egoísta para permitir que un antro como el suyo se adapte al mundo de hoy.
Los camioneros que allí se detienen, van de un lado a otro con el único acompañante de su mercancía, escuchando una radio quebradiza. También se dejan caer, de vez en cuando, ejecutivos que se detienen a comprar tabaco para calmar los nervios de un vivir abandonado al estrés. Salen presurosos a la puerta, desde donde -tras desnudar el paquete de cigarrillos con primor- miran el horizonte, calibrando quizá los beneficios de una inversión en esas tierras que se abren paso a sus miradas.
Y llegan jóvenes aventureros que hacen escala para reponer fuerzas ante el viaje de la vida, de los errores del amor.
Todos ellos entran y salen como hormigas a la inmensidad del asfalto, a merced de los balanceos de las horas, del hambre, el dinero y el tiempo, bajo el destellante color rojo de unas luces de neón apostadas junto a una carretera que cruza el mundo.