Lola Botija.
El último banco del último árbol de la esquina noroeste del parque más abandonado de todo Philadelphia, un parque viejo, olvidado, alfombrado por unas hojas que se caen y cubren el suelo. Y lo esconden, lo tapan para que el andar sobre el crujido se convierta en algo mágico, algo así como estar sobre un lago de cristal; andar sobre galletas recién horneadas, una alfombra misteriosa que salpica de tonos marrones, escarlata y verdes el camino que lo cruza.
A orillas del asfalto, como un pulmón bombeante, los árboles desnudos se asfixian entre tanto piso que cubre el cielo, y se agobian y luchan, se intenta deshacer del ladrillo que les rodea para crecer tanto que toquen las nubes y salir así a la superficie, por encima de la ciudad, para cimbrearse sin fatigas, alejados del gas tóxico del mundo de a pie.
Ahí, en un banco de madera como cualquiera, como todos, de los que aparecen pintados por gamberros que muestran su rebeldía intentando dejar huella allá por donde pasan, un jirón de su alma porque quieren ser inmortales, porque quieren ser los más grandes, los mejores, los líderes y muestran sus fechas, sus primeros amores…, porque les fascina, porque como todo lo primero, asombra, sorprende. Que el camino sea desconocido, les enamora aún más. Por eso el primer amor nunca se olvida, porque lo nuevo, la incertidumbre, el aprendizaje supone una marca.
El banco, donde las manos de tantos pequeños se posaron mirando a sus padres, pidiéndoles la merienda, atención o juegos. Allí donde los chicles se pegan cuando jóvenes distraídos se cansan de masticar y el sabor se diluye. Allí donde duermen vagabundos que necesitan un lugar medianamente cómodo que no sea el suelo. Porque el suelo duele, y dormir aunque sea a la altura que da un banco, eleva incluso el ánimo, y aunque a la espalda le guste la madera tan poco como el asfalto, se sienten un poco más un animal al resguardo del parque. En el banco se sientan los enamorados a contarse secretos, a declararse amor eterno, a darse besos furtivos antes de caer en la mentira de los amores de apariencia.
En el banco estaba tan lejos de su Georgia, diluida, lejos de su casa, de su familia, de su mundo... Llevaba litros y litros bebidos de alcohol. La sangre se le había engordado con tanta bebida. La cabeza le daba vueltas al compás de un baile de salón, el de las parejas recién casadas. La manos temblorosas se le desbocaban como si fuera un anciano y tenía los ojos idos, miraban sin mirar, sin ver nada, ausentes, huidizos, como su cabeza. La botella que sostenía era la misma que llevaba su padre en sus primeros recuerdos: transparente, aparentemente inofensiva, haciendo pasar por agua su contenido, un mal menor. Y, sin embargo, era vodka, como el que consumió a su viejo, que le hacía evadirse, volver y dar vueltas sobre sí mismo, decir sandeces, portarse mal, gritar y caerse al suelo.
Día tras día el alcohol se apoderó de su padre. Estación tras estación. Volvía a casa, una casa tan negra como las minas en las que trabajaba. Cuando bajaba al subsuelo, el mundo del niño se quedaba en una extraña calma, tan débil como una rama quebradiza, pero era su mundo, el de su familia, momentos de respiro y de paz hasta que los ascensores de la mina ascendía con ese padre que se tornaba extraño, oscuro como el carbón.
Alrededor del banco se le amontonaban las botellas vacías. Las mira. Las piensa y les da vueltas. Y vuelve el hambre a su estómago. El hambre que pasó, el hambre que pasa. Pero el vodka lo diluye todo, incluso el vacío más voraz. Se te olvida, lo dejas de pensar y se marcha lejos.
Las botellas ensucian el suelo, se rompen y sus cristales se esparcen al alcance de los niños. Pero le da igual, no le importa… Le gustaría cambiar, pero pega otro buche y se le olvidan los buenos propósitos y se le escapan las ideas. No sabe si bebe porque quiere, para que la conciencia no le atosigue ni le persiga, o si lo hace sin querer, porque el alcohol le llama, le atrapa, no le deja en paz.
Todos ven el banco y le ven a él, harapiento, sucio, mal cuidado, apestoso, envuelto en una tufarada a alcohol, a mala vida, a pena, sufrimiento y resignación. Los paseantes se aparatan de su rostro, que se esconde tras una barba de meses y un gorro que no se sabe si es oscuro o se volvió así por la suciedad. También se apenan e incluso hay quien le echa en cara su situación. Le escupen, se ríen, se cansan y se van.
Él permanece en el banco, estático, como una estatua viviente. Sonríe, se agobia y rompe a llorar. Quiere volver a casa, al calor de la chimenea, a la comida insípida pero caliente ofrecida por el amor de una madre que no tiene otra cosa que darle. Entonces se derrumba y vuelve a dar un sorbo al vodka, que se une a él, hasta evaporarlo.
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