"Daños colaterales"

David Fuente.



El comandante ordenó lanzar una bomba termobárica sobre aquellas casas, y cayó con la naturalidad con la que la gravedad atrae 400 kilos de metal. Estalló oscilando en sus estrictos 2.500 o 3.000 grados centígrados y donde no lo pulverizó todo, hizo saltar restos de edificios en cualquier dirección. Nuestra atmósfera -rica en oxígeno- y una amplia planicie permitieron ver, desde veintisiete kilómetros de distancia, la llamarada que se levantó hacia el cielo.
En el interior de las casas todo pareció más rápido. Un silbido que llamó al pánico, un tremendo impacto y nada más. Sólo un puñado de personas, la más afortunadas y alejadas del epicentro, sintieron dolor. Menos aún fueron las que, después, tuvieron la oportunidad de contar la facilidad con la que minúsculos trozos de acero se alojan en el cuerpo.
En su escritorio, un trozo de metralla que tiene unos cantos cortantes y otros fundidos, pisa unos folios. En la espalda, una abrupta cicatriz le mantiene dolores residuales. Los recovecos de la antigua herida sólo dejan espacio para la justicia; el olvido y la mentira tienen la puerta cerrada.
Su hija empuja su silla de ruedas de un lado a otro. Llora por su padre y sonríe a su hija. A su nieta no le gusta pintar sobre esas hojas viejas y amarillentas que aletean al viento cuando entra la brisa de primavera, porque nunca se moverán.
 


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