Blanca Rodríguez G-Guillamón.
Primero fueron unas antenas verdes. Se mecían hacia delante y hacia atrás, a contracorriente y a favor del viento, electrificándose cada vez que rozaba con algún objeto. Luego fueron unos ojos grandes, una decena, para ser exactos, que se agrupaban sobre una masa viscosa que parecía que fuera a explotar.
Pisé el freno del coche bruscamente. Inconsciente. Olvidando los retrovisores. Por suerte, solo me seguía una bicicleta que me esquivó a tiempo. La adrenalina se descargaba en mis venas, como las palabras de mi hermano lo hacían en mi mente: <<Estás loca. Estás enferma. Visita un psicólogo o mando que te encierren en el psiquiátrico>>.
En un psiquiátrico, escuela de gritos, desvarío y maltrato. Esa era mi idea del único centro mental de la ciudad. Pobretón, construido en una finca abandonada, lejos de todo.
Me asomé por la ventanilla del vehículo, con los pies sobre los pedales para arrancar rápido si hacía falta, porque había visto un ser extraño. ¿Un extraterrestre?... Podía ser. ¿Qué científico había probado que no existía vida más allá de nuestro planeta? Ninguno. Absolutamente ninguno. Y la ciencia ficción se había adelantado. Existían cientos, miles de películas y novelas sobre personitas que no son personas, que son verdes, naranjas o blancos, con ojos grandes o pequeños y numerosos, y viscosos, llenos de brazos, con voces estridentes, armas extrañas... Y todas las historias comenzaban igual. Siempre había un coche y un bicho raro. Y aquí estaba yo, la protagonista. Solo faltaba una música mística de fondo.
Vislumbré el pequeño calambre de las antenas al rozar la farola, y luego un contenedor de basura, y luego la farola y de nuevo la basura. Grité, nerviosa, me empujé contra el asiento y clavé las uñas en el volante.
Un extraterrestre.
No me acordé del móvil, ni de arrancar si quiera. La curiosidad me había paralizado e ignoraba los pitidos de los automóviles que me pasaban.
–No estoy loca. No estoy loca –me repetí con los ojos cerrados–. Hay un ser de otro planeta en mi calle, pero no estoy loca.
Abrí la puerta del coche después de vencer al miedo y me bajé con las piernas temblorosas. Tal vez el bicho solo quisiera hablar, contactar con la vida humana. ¿No era eso lo que querían todos los extraterrestres de la ficción?... Me convencí, me lo repetí mientras me acercaba. Solo veía las chispas de las antenas, suficiente para dar la vuelta y llamar a la policía.
Un paso, dos, tres... No podía creerlo. Iba a conocer a un extraterrestre. Y me haría famosa, aún si el ser desconocido me desintegraba allí mismo. Sería la heroína del siglo XXI, la primera persona en contactar con una especie viva de otro planeta. ¿Y cómo hablaría? ¿Conocería nuestro lenguaje y nuestro idioma, o solo el inglés? ¿Y si se expresaba en códigos? Yo no sé morse, ni marciano, ni mercuriano, ni galaxiano... ni nada de nada; solo español.
Me entró el pánico. Podría matarme. ¿Y si era violento? ¿Y si no quería nuevos amigos? Me detuve a pocos pasos, pero ya había imaginado demasiado como para volverme atrás.
Levanté los brazos para aclararle que venía en son de paz, y recorrí el último tramo hasta la masa informe que se estremecía por el viento. Comencé mi discurso de buena voluntad. Estaba nerviosa porque mis palabras se grabarían en la Historia; debía esmerarme por resultar convincente.
Escuché unas risas. Unas risas acompañadas de palmadas. ¿El bicho se reía? ¿Me entendía acaso? Lo miré asustada, pero descubrí a una anciana en el soportal de enfrente, vestida de harapos y rodeada de cartones. Sus dientes ennegrecidos me saludaban con estupidez.
–Venga, niñita, venga aquí. Tome hueco a mi lado –me dijo, cuando pudo contener la risa.
Apreté las llaves del coche contra mi pecho y la miré a ella, y luego al extraterrestre. Se reía porque no entendía que aquella hazaña se anunciaría al día siguiente en los periódicos del mundo entero.
–Estoy dialogando, ¿no lo ve? –le espeté con rudeza–. Este respetable ser ha venido a la Tierra a contactar con los humanos, y me ha elegido a mí. Soy su intérprete. No puedo sentarme con usted, muchas gracias.
La mujer, de nuevo, rompió a reír.
–¡Respetable ser, dice! –exclamó con sorna–. ¿Y qué soy yo, entonces? ¿La reina del universo?...
La miré alarmada. Seguramente estaba loca. Por eso se rodeaba de deshechos y lucía tan desaliñada. Alcé la barbilla con dignidad y me volví hacia el extraterrestre, para disculparme. Sin embargo, las carcajadas de la vieja me distrajeron de nuevo.
–Hijita, no haga eso. No se haga eso, por Dios, que vendrá la policía y la llevará a la cárcel, o a un centro de locos o váyase a saber –dijo, haciéndome un gesto para que la acompañase a su lado–. Confíe en mí, que eso que ve no es un marciano, o lo que quiera usted que sea, sino una bolsa de basura arañada por cristales, en la que un niño metió su Scalextric. Pero yo puedo ser la reina del universo, si prefiere, y podemos hablar toda la tarde hasta que se harte.
La contemplé sin pestañear.
-No siga ahí de pie –añadió-, que pensarán que estás loca y vendrán a buscarla.
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