"La boda"

Berta Ferrer.


Llovía a mares. A gritos, como escribió Cortázar una vez. Goterones largos y continuos que golpeaban contra el cristal, enfurecidos porque el invierno daba sus últimos coletazos. La casa estaba vacía. El silencio quedaba envuelto por el murmullo de la cortina de agua que empañaba las ventanas.
Entramos sin pensarlo, empujando la puerta y riendo como niños mientras llenábamos el suelo de barro y temblábamos bajo la ropa empapada. Habíamos subido corriendo desde la playa, atraídos por la silueta de la mansión que se recortaba contra el cielo oscuro. Buscábamos un techo que nos protegiera de la tormenta, y la fachada ennegrecida, con partes del muro desprendidas, era una prueba de que no íbamos a encontrar a nadie en el interior del viejo edificio.
Nuestros pasos resonaron entre las paredes de piedra, perdiéndose en el entresijo de pasillos y habitaciones. En algunos rincones, los cristales emplomados de los ventanales estaban rotos, y por el hueco se colaban el viento gélido y una luz tenue que nos permitía entrever nuestras siluetas y esquivar los muebles enterrados bajo el polvo. El empapelado que se desprendía de los tabiques jugaba con las sombras para formar figuras extrañas que lograban erizarnos los cabellos de la nuca. Avanzábamos muchas veces a tientas, tropezando con alfombras, tablones de madera levantados y el cadáver de algún roedor. Nos introducíamos en el interior de la gran casa sin atender al rastro de huellas que dejaban nuestros pies mojados, sin mirar hacia atrás, embobados por las migajas de un esplendor olvidado.
En algún punto entre la planta baja y el piso superior, nuestras manos se separaron. Me introduje por un pasadizo estrecho que olía a moho y a humedad, mientras escuchaba los pasos de Sandro perderse escaleras arriba. Desemboqué en una sala grande, acristalada en suelo y techo, que se levantaba por encima de las rocas y miraba al mar embravecido. Las olas se tragaban la playa y rompían furiosas contra la terraza exterior, haciendo vibrar los cristales. Sentí de repente el frío, el temblor de mis huesos, la ropa empapada que se pegaba a mi piel.
Una luz grisácea y molesta definía con claridad precisa el interior de la estancia, resaltando la ligereza de las cortinas arrugadas y la lámpara de cristal que se descolgaba del techo. Conté doce mesas. Doce manteles bordados, sobre los que estaban colocadas con minuciosidad la vajilla impecable y la cubertería de plata. El polvo y las telarañas no habían logrado borrar la elegancia de la escena. Me moví por la sala, fascinada por la exquisitez de la decoración, rozando apenas el respaldo de las sillas con los dedos, con cuidado de no estropear nada. Todo estaba dispuesto de forma tan pulcra, todo parecía tan frágil…
En un rincón, junto a una maraña de telas desgastadas por la humedad, unas hojas de periódico bailaban en el suelo al compás del viento que se colaba por los huecos de la cristalera. El papel estaba amarillo y tan rígido que se deshizo en las esquinas al entrar en contacto con mis manos. La tinta se había descolorido con el tiempo y muchas de las palabras se emborronaban y resultaban ilegibles. En una de las páginas, destacaba una imagen. Era una fotografía en blanco y negro de dos jóvenes: ella, con su vestido blanco y un ramo de rosas; él, con pajarita y zapatos lustrosos. Y al fondo, la mansión. Con los muros en buen estado y los jardines cuidados, llenos de flores.
Entre las pocas frases que habían sobrevivido al paso del agua y el polvo, descubrí que en aquella sala jamás bailaron los recién casados, los invitados no llegaron a cuchichear sobre la calidad de los platos, ni los músicos amenizaron la velada. Allí el tiempo se había congelado, tiñendo la elegancia de tristeza y transformando la exquisitez en una visión lúgubre. En una escena que narraba una boda que nunca sucedió. Un rayo había incendiado la casa esa misma noche, borrando cualquier rastro de felicidad y dejando que el gran edificio naufragara a voluntad. El abandono y la soledad se habían encargado de todo lo demás.
Quise llamar a Sandro, correr a buscarlo, salir de la enorme mansión…, pero me retuvo mi reflejo en uno de los cristales. Escuché el fragor de las olas, que ahogaba el sonido de la lluvia golpeando la fachada. La tormenta había aumentado su fuerza y el viento rugía, haciendo temblar la estructura de aquella vivienda. Mis manos se aferraron al vestido hecho jirones que me cubría. A pesar del barro y del agua, aún se distinguía el color blanco de la tela. Y el de las flores marchitas del ramo que yacía a mis pies.
No grité, ni me abalancé sobre la puerta; tampoco me di la vuelta para comprobar que ya no estaba sola en la estancia. Me obligué a observar el manto oscuro de lluvia que golpeaba la gran cristalera, que me devolvía una mirada asustada en un rostro pálido. El mío. El mismo que sonreía en la fotografía arrugada junto a Sandro. El que no se inmutó cuando el trueno restalló con fuerza y partió la casa en dos.
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