Lourdes García Trigo.
―Quiero ser pirata ―me dijo―, pero me mareo en el mar.
Me reía al hablar con él. Removía el café.
―¿Y no te te ha ocurrido ser pirata en la tierra?
Él reía. Se mesaba la barba. Se atusaba los bigotes. Se quitaba las gafas y cuando me ofrecía a limpiárselas negaba con la cabeza. A veces olvidaba sus manías. Se apartaba el pelo de la cara echando hacia atrás la cabeza y, al hacerlo, me envolvía en colonia.
―No, no. No es lo mismo. No podría izar las velas. No podría echar el ancla. Ni gritar “¡marineros de agua dulce!”
Lo he visto venir de nuevo. Su mueca amarga, a mí se me antoja risa. Porque sé que él ríe así, aunque ni lo sepa.
―¿Sigues queriendo ser pirata?
Lo he visto igual. Me he sentido las ojeras cargando mi rostro, pero cuando hablo con él parecen desvanecerse. Ha torcido la boca y se ha replegado el bigote, canoso.
―Sólo cuando hablo contigo ―me ha dicho. Ha sacado un pañuelo del bolsillo y se ha limpiado las gafas―. Pero me sigo mareando.
Ha mirado un momento al mar. A mí me ha dado tiempo de notarle las arrugas.
―Quiero salir. Aunque me maree.
―¿Seguro? ―me he oído―. ¿Lo harás?
Entonces el rostro se le arruga. Los ojos oscuros, grandes como almendras, sobresalen entre los pliegues de la piel y las cejas blancas.
―Me voy ―susurra―. Llevo biodramina.
Y ríe. Casi se le escapan las gafas. No me deja responder, dice que ha venido sólo para informarme. Paga el café, me besa y se va. Lo veo desaparecer entre el bosque del puerto.
Después será cuando yo ría. Viejo, encorvado, reaparecerá a mi espalda. Que no voy, me dirá, que me mareo. Que ya está.
(Publicado en http://cascarasdefruta.blogspot.com)
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