María Álvarez Romero.
Tanto el cielo como sus ojos estallaron en llamas. Sólo un espasmo fue necesario para que todos sus músculos y tendones se transformasen en piedra. Un grito mudo inundó su boca cuando su cuerpo se arqueó por el dolor. Los oídos perdieron su función bajo el latido ensordecedor del corazón, promesa de otra noche de sufrimiento.
Retorcido por el tormento, sintió cómo las tirantes cuerdas de la gravedad pretendían devolverlo a su posición. No obstante, su cuerpo parecía negarse a ser devorado por las sábanas y sucumbir de nuevo al castigo de la inmovilidad.
Inmovilidad. Miedo mudo resumido en una palabra con suficiente poder como para dejarle sin respiración. Su historia estaba siendo escrita por manos ajenas; las cuerdas de la marioneta a las que entonces estaba prendido su cuerpo fueron manipuladas más allá de su consentimiento. Y, sin embargo, la angustia le impedía razonar el por qué de aquella situación, el motivo de vivir preso.
No escuchó los pasos, tampoco sintió el espasmo de su cuerpo ante la reacción del tratamiento, pero sí fue consciente de cómo la luz de su alrededor se tornaba blanca y su organismo sucumbía hasta perderse entre las sábanas y el colchón.
Pocos minutos duró el infierno, los necesarios para que los sueros medicinales lamiesen sus heridas y derritiesen la tensión de sus ligamentos. Tan sólo pronunció dos palabras, en forma de pregunta, antes de que le liberaran de la prisión de su cuerpo y se entregara -una vez más- al mundo del sueño asistido:
<<¿Cuánto queda?>>
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