"Relato de amor a una madre"

David Fuente.



Mi padre siempre fue un hombre elegante, de caminar honroso como –según él- todo director de orquesta debía ser. Me enseñó lo que era la dignidad desde muy pequeño.
Rondaba yo los siete años cuando, estando a solas con él -el día después de un excelente concierto y mientras la sirvienta recogía el primer plato– tomó la cuchara del postre, semiabrió la boca y, tras arrojar un hilo de vaho con suma clase, colocó la concavidad del cubierto en la punta de su nariz. Así, con la barbilla altiva y la cuchara colgando, me miró sobre el hombro y me dijo:
-¿Ves, hijo? Este debe ser el semblante de un caballero.
Yo le miraba atónito. Comprendí en aquel mismo instante el modo en que los grandes directores de orquesta como él habían educado su rotunda pose: con un hieratismo propio de alguien imperturbable.
Cogí la cuchara algo tembloroso y me vi en ella reflejado, aunque a la inversa. Empañé la pulidísima superficie de un soplido que emanó desde mi infantil tráquea, y acompañé a mi padre en su pose de prohombre. Así pasábamos varios minutos al día, hablando sobre temas transcendentes, más centrados por aquella época en la postura que en los argumentos.
Aunque en mi madurez hubo quien me sugirió que de ahí partían mis carencias, nunca durante la infancia eché de menos la educación de una madre. No había conocido a aquella que colmaba de besos a mi amigos y, ante la tozudez con la que veía que les insistía en no salir de casa sin jersey, tampoco se me antojó necesario. ¡Qué equivocado estaba!…
Tuvimos una sirvienta mulata a la que mi padre había mandado obedecerme. Yo, que no entendía del todo por qué aquella mujerona debía ceñirse a mis caprichos, me limité a apreciar sus labores domésticas. Ella fue mi primera referencia femenina. Quizás debió haberme instruido –aunque mi padre era reacio a que desgranase conocimientos de aquella mujer– en que había ciertas cosas que en nuestra casa considerábamos normales, pero que las mujeres del mundo no entenderían. Si mi padre hubiese permitido que la mulata me ilustrara sobre los misterios del amor, el semblante perfecto que portaba a mis diecisiete años –fruto del intenso trabajo con la cuchara de postre– y que a tantas mujeres fue capaz conquistar en un simple golpe de vista, hubiese sido más productivo tras esa primera impresión.
<<El pulcro camarero de ese restaurante con tanta clase que hacía esquina en la calle Anzueta, colocaba el merengue sobre la mesa. Ella llevaba toda la comida elogiando mis virtudes y yo quise mostrarle de qué manera me había convertido en ese hombre del que ella se había enamorado. A razón de mi desconocimiento, nunca habría imaginado la carcajada que ella espetaría en mi rostro al explicarle y escenificarle cómo mi padre me enseñó a comportarme de aquella forma. Con la cuchara aún oscilando en mi nariz, salió corriendo del restaurante entre risas. Yo me giré avergonzado a certificar que se marchaba. Mientras la cuchara se precipitaba hacia el suelo, culpé a mi padre y a la mulata por todos mis fracasos>>.
Temo a las mujeres desde entonces. Aquella cita (aunque yo no lo sabía cuando comenzaba) iba a construir un precedente –ya fuese como inspiración exitosa o como fantasma que merodease sobre todas las demás- y resultó conformarse como un pánico que me hacía temblar ante la posibilidad del fracaso. Y esto, inevitablemente, terminó haciendo fracasar todas las futuras citas.
Tanto me hundieron mis meteduras de pata, que la última mujer –sin saber yo con qué extraña brujería había adivinado mi pasado- me espetó que no estaba allí para hacer de madre. ¿Ya ni un mísero desayuno, aunque sólo sea de zumo de naranja, café y un pequeño bollo, traen las mujeres de hoy a la cama? El portazo hizo vibrar la casa.
Alejado de mi despreocupación juvenil, me encontré tirado sobre las sabanas. No podía entenderlo... ¿Por qué te fuiste, mamá? ¿Por qué me pariste para dejarme solo en este mundo, sin esa mano femenina que me enseñase el camino?
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