Lourdes García Trigo.
Miró a todos lados antes de escapar. Si su madre se enteraba, lo castigaría todo el verano. ¡Pero hacía tan buen tiempo y los deberes eran tan aburridos...! No lo pensó más: se puso las zapatillas y corrió hacia el jardín. Fue tan deprisa, tan sin mirar por no encontrar los ojos de su madre, que tropezó con el escalón. Lo asustó un ruido brusco, como de cristales rotos. Pensaba que sólo se había raspado las rodillas, pero al levantarse su corazón se desparramó en mil trocitos.
De vuelta al estudio, extendió los pedazos sobre la mesa. Con paciencia, los fue uniendo con cola hasta que formaron una sola pieza. No tuvo mucha pericia ensamblando el nuevo corazón, de manera que cuando intentó colocarlo de nuevo en su sitio, no había manera de encajarlo. Su madre le apañó un tarro de cristal y se lo colgó al cuello con una guita.
Un corazón tan transparente le creó problemas. En el instituto no podía acercarse a ninguna niña que le gustara; el pobre intentaba no ruborizarse pero su corazón se encendía, bombeaba ruidoso, se iluminaba...
En el trabajo tuvo varios altercados con el jefe. Era un empleado discreto pero cuando no estaba de acuerdo con él, el corazón se le salía del tarro, morado, azul, verde de enfado, gritando inconveniencias a diestro y siniestro. Lo he intentado guardar en un bote oscuro -se excusaba, azorado- pero se vuelve triste y deja de latir; el médico me recomendó que no lo volviera a hacer.
De todos modos no le tenían en cuenta sus rabietas. En el fondo era un corazón bueno y tierno. Se reía con las travesuras de sus hijos. Por las noches, su mujer lo colocaba en la mesilla y él le susurraba lindezas al oído.
Un día se cansó de latir y decidió echarse a dormir. Me muero, dijo entonces su dueño. Y se murió. A él lo enterraron en el panteón familiar, pero el corazón, quebrado de tristeza, se resistía a salir del tarro. A sus hijos les dio apuro tirarlo y lo dejaron sobre la repisa de la chimenea. Sus nietos, a escondidas, lo usan de sonajero.
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