"Deriva"

Berta Ferrer.



Lo último que le apetecía era escribir. Sentarse delante de un ordenador y teclear, sin rumbo, palabras a la deriva. A lo lejos apuntaban las ideas con un brillo cegador que duraba unos segundos, pero se perdían en un mar perezoso y lánguido. Hacía calor, un bochorno opresivo que se pegaba a la piel e impedía los movimientos rápidos, los pensamientos ágiles. La mesa cubierta de papeles tampoco ayudaba. Tantas cosas en que pensar; demasiada incertidumbre esparcida sobre una superficie tan reducida. Y estaba ese sonido incesante. Un zumbido continuo que escapaba de la pantalla y se fundía con la desgana de los dedos.

Todo estaba en su contra. El deseo de meterse en la cama, el perro que ladraba en la calle, la picadura de un mosquito en el tobillo izquierdo. Y el libro. El maldito libro de tapas marrones y tipografía cándida que la llamaba a gritos desde la estantería y que había tenido que encerrar en un cajón, como castigo a su impertinencia. Y ahora también tenía que lidiar con el sentimiento de culpa a causa de aquella condena.


Dejó escapar un suspiro ensayado. De hacer teatro aún le quedaban ganas.


Un cosquilleo en las piernas la instaba a salir de la habitación. Se hubiese marchado con gusto, sin necesidad de una excusa tan barata, pero sabía que si se levantaba de la silla, si osaba despegar los dedos de las teclas y la vista del cursor parpadeante, estaría perdida. Perdida, sí, porque naufragaría entre obligaciones y un millón de “cuando acabe esto…”. No estaba segura de que pudiera volver, regresar siguiendo las migajas de un abandono egoísta. Y así continuaba, sentada en una posición enrevesada, esperando a que llegara la inspiración. Los labios se le curvaban en una sonrisa indolente al componer aquella palabra. <<Eso son cosas de críos>>, pensó.


Aun así, a ratos se engañaba garabateando en una hoja de papel. Eran frases inconexas de significados imaginados. Si Shakespeare inventaba palabras, por qué no iba a hacerlo ella. Resultaba ridículo, desde luego, pero a aquellas horas de la tarde y con el sudor pegándole la camiseta a la espalda, hasta Shakespeare se le antojaba grotesco y fuera de lugar.


Estaba harta. Aborrecía la composición uniforme de las letras sobre el blanco de la hoja, la posición de las manos que aguardaban en tensión mecanográfica, la apatía de los pensamientos... Despreciaba todo aquel hastío, esa desgana general que no era más que una pose, un intento patético de victimismo.


Y todo era tan previsible, tan de novela barata. Hasta el gruñido de su estómago demandando la cena sonaba a tópico manido; sin embargo, era un pretexto demasiado bueno como para dejarlo correr. Iba a sonreír, feliz por poder librarse de los grilletes que la retenían atada a la mesa, cuando el triunfo se torció en mueca desdeñosa. El cursor estaba situado sobre el botón de apagado, listo para asestar la estocada definitiva. El zumbido del ordenador crecía, el perro ladraba con mayor insistencia y el sueño le quemaba en los ojos. Pero los dedos continuaban sobre el teclado. Por la ventana se colaba una brisa ligera –aunque suficiente para agitar las ideas estancadas- y a ella lo último que le apetecía era levantarse de la silla y dejar de escribir.
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