Suyay Chiappino.
Los olores a primera hora de la mañana eran más fuertes. Lo había notado cuando salía a correr, bien de madrugada, al parque que quedaba justo detrás de su casa. También se había dado cuenta de que el agua salía con mayor presión del caño de la fuente que había en medio de la plaza.
Avistar esos pequeños detalles le despertaba un inusitado placer, como si tuviera la oportunidad de disfrutar de las secretas maravillas de la vida. A veces se le instalaba en el pecho un inesperado anhelo de compartir esos gustos con alguien, y permanecía su afán cosido al esternón, ejerciendo una presión por momentos inaguantable. Se preguntaba entonces por qué ansiaba de aquella manera compartir sus descubrimientos, mostrarle a esa persona desconocida el mundo que se le presentaba a cada instante. Sin embargo, la mayor parte del tiempo estaba sola.
Vivía en un país extranjero, hablaba en una lengua distinta, saboreaba comidas diferentes a las que su paladar estaba habituado en otro tiempo... El pasado le parecía demasiado lejano y trataba de forjar una rutina que variaba constantemente, como si la vida que llevaba fuese tan inestable como sus planes de futuro: nunca sabía lo que le depararía el mañana. Así son los años de estudiante, la juventud indomable. La incertidumbre se acomodaba en las sombras de los edificios, de las puertas entreabiertas, de todos los objetos que la rodeaban.
Desde el sofá del estudio en el que vivía, contempló el cielo cubierto, surcado por delgadas franjas azules y los tejados de la ciudad. Le gustaba comer en aquel rincón y dejar vagar la mirada entre las antenas, las tejas, la chapa, las ventanas, los balcones, las cúpulas, las nubes, el humo… También en esos momentos echaba de menos no poder coger una mano y sentirse acompañada. Se le instalaba un vacío en la boca del estomago similar al de la butaca contigua, en el cine, cuando iba sola a ver una película.
Desde esa misma ventana había visto una tarde llover mientras refulgía el sol. Las gotas pegadas al cristal reflejaron los rayos de luz, convirtiendo aquella vista conocida en un escenario inigualable. Aquella tarde sintió una emoción junto a un grito desesperado a ese compañero invisible, pero el grito, que le había rasgado la garganta, murió en su boca tras la trinchera de los dientes. ¿Para qué dejar escapar aquel llamado estridente si se iba a convertir en un vano y triste sonido? El silencio fue la única respuesta.
Trataba de olvidar el silencio frío con música latina. Le gustaba echarse a bailar, para que su cuerpo caldeara el frío del estudio. Solía acabar riéndose de aquel panorama. Entonces, le asaltaba el deseo de que una carcajada ajena compitiera con la suya por ser la más fuerte.
Cocinaba platos para uno e imaginaba el día en el que tendría que contar con un par de cubiertos más. Se acurrucaba en el medio de la cama y dormía con dos almohadas.
Las palabras que no decía, se las callaba para que los rítmicos latidos de su corazón sangrante las trituraran. Luego, al despertar cada mañana y sentir los olores fuertes del parque al ir a correr, al escuchar el ruido de la fuente, al sentir la lluvia mojándole el pelo, sonreía llena con esperanza. Quizás, detrás de alguna esquina, descubriría a aquel que tanto necesitaba.
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