"La ira de Vulcano"

Emilia Carrasco.



La tiara se deslizaba delicadamente sobre sus cabellos dorados. Una preciosa estola azul se ceñía con una fíbula de oro y esmalte sobre su hombro izquierdo, dándole un aspecto señorial.
Livia, hija de un patricio descendiente de una ilustre familia romana, se preparaba para acudir a la celebración en honor a Hércules, que según la leyenda fundó su ciudad, la gran Pompeya.
Sin embargo, algo la inquietaba. Había tenido un sueño aterrador en el que vio la ciudad sepultada bajo un manto de fuego, completamente destruida. Era una señal de mal augurio, ya que el gran volcán, al que llamaban Vesuvius, hacía semanas que expulsaba fumarolas de humo. El dios de la Fragua, Vulcano debía estar furioso.
-Cassia, ¿estás preparada para salir? Me preocupan estas fiestas. Deberíamos atrasarlas porque me parece peligroso ir al monte ahora.
Cassia, su dama de compañía, era una joven liberta descendiente de antiguos esclavos de Albión.
- Las fiestas siempre se han celebrado, señora. Hércules merece ser adorado. Además, lo pasaremos bien.
Salieron de la domus en una litera llevada por dos fuertes esclavos nubios.
Las faldas del volcán estaban repletas de gente. Alrededor de los árboles bailaban y cantaban las aventuras de Hércules, mientras otros cenaban manjares exóticos y bebían vino de Hispania. El verano llegaba a su fin. Estaban a siete días de las calendas de septiembre.
Fue entonces fue cuando Livia lo vio. Fanum, un importante augur enviado por el emperador a Pompeya, miraba atemorizado al cielo. Se acercó lentamente a él para no interrumpir sus pensamientos.
-El dios de la Fragua nos avisa –murmuró el adivino-. No deberíamos estar aquí; es peligroso.
-¿Qué cree que significa? ¿Es un mal presagio?
-En efecto. Una señal celeste me indicó que en los idus de agosto la ciudad sufriría una catástrofe irreparable. Sin embargo, la luna avanza y aún no ha pasado nada. Me preocupa que pueda ocurrir dentro de poco.
Livia se alejó lentamente, meditando las palabras de Fanum.

En aquel instante se oyó un ruido ensordecedor. Los bailes cesaron y todos volvieron el rostro hacia la cima del volcán. El humo se volvió negro, la tierra empezó a temblar. Llovían rocas candentes y ríos de lava se deslizaban colina abajo.
El pánico cundió en la fiesta: la gente corría despavorida, las bandejas caían al suelo, los músicos abandonaban sus instrumentos… Huían al puerto, en el que sólo había dos barcos atracados, insuficientes para salvar a toda la población.
Las lenguas de lava avanzaban a gran velocidad y se hacía difícil respirar, por los gases que envenenaban el aire. Las cenizas y el lapilli que arrojaba el Vesubio derrumbaba los tejados de Pompeya, sepultándolo todo.
Culparon a Vulcano de la desgracia, ya que sólo él podía convertir las cosas en fuego y petrificarlas.
Los niños lloraban entre el tumulto mientras los hombres más valerosos ayudaban a las mujeres a subir a los navíos. Entre ellos estaba Fanum.

-Deprisa, Livia, subid al barco. Vuestra familia os espera dentro.
Livia embarcó. Desde lo alto la proa observó la destrucción de su querida urbe. Apenas se distinguía algún rastro de las hermosas viviendas. Los templos habían caído bajo la tormenta de fuego. Miró al volcán, del que seguía emanando una fuente roja. Vulcano había destruido toda la vida de Pompeya.

Cuando los barcos zarparon, no vio a Fanum, pues se había quedado en tierra para ayudar a sus vecinos. Seguramente habría muerto.
En la orilla, los últimos habitantes de Pompeya se lanzaban al agua. Otros se cubrían el rostro para no respirar aquel aire contaminado que les descomponía los pulmones.
No quiso contemplar más sufrimientos, así que volvió la mirada al horizonte y pidió Júpiter que todo el esplendor de su mundo antiguo no se perdiera para siempre.

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