"El coleccionista de miradas"

Teresa Reinoso. 



Como una mujer colecciona joyas, aquel hombre coleccionaba miradas.


Las buscaba durante días. Las encontraba sin esperarlas. Las dibujaba, las escribía, las olía, las saboreaba… Y si eran lo que estaba buscando, las guardaba en su cartera.



Una cartera vieja como el tiempo, de gastado cuero marrón. Siempre repleta pero nunca llena de aquellos curiosos tesoros, que eran vida para algunos hombres y perdición de otros. Aquellos tesoros habían robado de tal manera el corazón al coleccionista, que se había perdido en el espacio y el tiempo corriendo detrás de ellos. Por eso los guardaba con tanto celo.



Y por eso, cuando una de sus miradas se le escapó, se quedó parado, mirándola rodar y rodar, incapaz de perseguirla.



La mirada fue a parar a los pies de un joven. ¿Quién quedó más sorprendido por el encuentro? ¿El coleccionista o el joven?... No se puede decir. De hecho, cuando el joven levantó la vista, el coleccionista palpó su mirada y la metió en la cartera.



Perplejidad.



Con su aire de elegancia atemporal, el coleccionista recogió la mirada que se había escapado e hizo ademán de volver a meterla en la cartera.



-Disculpe, señor, ¿me permite verla de nuevo?



El coleccionista pareció dubitativo. Nunca había prestado sus miradas a nadie. Eran demasiado valiosas.



El joven pareció captar su deliberación.



-Será solo por un momento, de verdad. Y tendré mucho cuidado.



El coleccionista le tendió la mirada. El joven la cogió como si de porcelana fuera, y se sentó en un banco para mirarla fijamente.



El coleccionista no sabía cómo actuar. Estaba nervioso; llevaba demasiado tiempo persiguiendo miradas, corriendo detrás de ellas sin parar un instante. Ahora que le habían negado la posibilidad de seguirle dando sentido a su existencia, se encontraba perdido. Decidió sentarse junto al joven. Y al hacerlo, se dio cuenta de que el chico estaba llorando.



Tardó un rato en entender a qué se debía: a la mirada que estaba observando. Ni siquiera se había fijado en cuál de las miradas de su colección se trataba. Amor de madre. ¡Ah!. Todo cobraba sentido. Quiso ofrecerle un pañuelo, pero se dio cuenta de que solo tenía su cartera, y en su cartera solo había miradas. Así que se quedó sentado a su lado, acompañándole.



El joven se recuperó.



-Muchas gracias, señor. Llevaba tiempo sin recordarla.



Le devolvió la mirada, se puso en pie y echó a caminar. El coleccionista notó como algo se removía dentro de él, y entonces exclamó:



-¡Vuelve!



Su orden evocó a las páginas de un libro que lleva centurias sin abrirse. Como el descorchar de una botella de una cosecha vieja. Era mucho el tiempo en el que no había necesitado de palabras para conseguir las miradas.



El joven se dio la vuelta.



-¿Sí?

-Toma. Quédatela. Es un regalo. La necesitas.


El joven le observó fijamente.



-¿Lo dice en serio?... Es decir, yo… No puedo aceptarla.



-Por supuesto que hablo en serio. Y, por supuesto que puedes aceptarla. Anda, tómala y vete antes de que me arrepienta.



Gratitud sincera.



Recogió aquella última mirada del joven que ya se marchaba con su mirada en las manos, sonriendo. El coleccionista estaba de pie. Curiosamente, no sentía vacío ni tristeza al haberse desprendido de unos de sus tesoros. Se sentía un poco más lleno. Y aquella mirada de gratitud le enterneció.



Abrió la cartera y observo todas aquellas miradas recogidas durante tantos años. Y las comparó con la mirada del joven.



Una chica pasó a su lado. Lloraba con el teléfono móvil en la mano. Sin pensárselo dos veces, tomó una mirada de consuelo y se acercó a ella.



Y así comenzó de nuevo su camino. Con la cartera cada vez más vacía y el corazón cada vez más lleno.
Previous
Next Post »
0 Komentar