Berta Ferrer.
El viento soplaba frío. Gélido. Cortaba. Formaba infinidad de cuchillos que se clavaban en sus mejillas y se colaban por los resquicios de su abrigo mal abrochado. Le costaba respirar, más por la fuerza con que se aferraba a la barandilla que por el ataque de ansiedad que había sufrido minutos antes. Su estómago parecía haberse calmado, reduciendo las arcadas a un malestar indefinido. Levantó la cabeza varios milímetros y abrió los ojos. El mar Báltico frente a ella. Gris. Opaco. La línea del horizonte una nube de humo en la lejanía.
Odiaba los barcos desde que, de pequeña, su padre la obligara a acompañarlo en las épocas de pesca, aunque luego estuviera enferma durante dos días, que era el tiempo exacto que duraban sus mareos. Dos días, con sus noches, en los que tenía que soportar las burlas de sus dos hermanos mayores que disfrutaban con las lágrimas que asomaban a sus ojos de niña cuando la tachaban de debilucha. Corría entonces a la habitación de papá y se colaba entre las mantas, temblando, sin entender por qué no podía permanecer en casa mientras ellos se hacían a la mar.
-No puedes quedarte siempre aquí. Tienes que ver mundo, Carol.
Muchas cosas habían cambiado desde entonces. Ella ya no era una niña, ni su padre le llenaba las conversaciones con indicaciones de marinero. Hacía seis años que se había alejado de su lado, pero hasta hacía seis días no se había dado cuenta del silencio que la envolvía. El ruido desagradable del teléfono resonando entre las cuatro paredes de su habitación le había hecho entender que algo sucedía. Al otro lado de la línea escuchó la voz de Hugo, su hermano mayor. Aunque no le hubiese dado la noticia, Carol la habría adivinado de igual forma. “Papá ha muerto”.
Buscó las lágrimas, pero no las encontró. Las sustituyó un temblor en el estómago, una zozobra en el alma que le traía memorias de la última vez que había subido con su padre a una embarcación. Y el mareo, semejante al que sentía en ese preciso momento, que la estremecía de arriba abajo, vaciándola sin tregua.
El camarote se balancea de un lado a otro. Tac, tac. Choca el barco con el agua que juega a desequilibrarlo. Tac, tac. Alguien grita a lo lejos. La niña cierra los ojos y reza, temiendo que con el escándalo de la tormenta difícilmente se escucharán sus súplicas en alguna parte. Quiere que las varillas del reloj de la pared, que con las sacudidas se ha caído al suelo, den marcha atrás; que vuelva a ser de madrugada y estén a salvo en casa. Intenta convencerse de que aquello es tan solo una pesadilla. En cualquier momento sus hermanos vendrán a despertarla con sus burlas habituales. Carol, Carola, Caracola. Oye esas mismas voces llamándola. Corre a buscarlas, pero el pánico la paraliza al atravesar la puerta. La imagen la deja sin respiración. Frente a ella, el mar embiste desquiciado. Enfurecido. Montañas por olas que en su cólera suben y bajan tragándose a trozos la embarcación.
Saca el poco valor que sus trece años le permiten y camina por la cubierta con paso vacilante, agarrada con fuerza a la barandilla. Tiembla. No se da cuenta, pero las lágrimas han empezado a correr por sus mejillas, mezclándose con el agua que la golpea desde todos los ángulos.
-¡Jan!
Grita al ver a su hermano acercándose hacia ella, calado hasta los huesos. La alcanza con una sonrisa titubeante en los labios que la chiquilla agradece por el esfuerzo. La rodea con un brazo y le dice que se agarre a él. Van a subir hasta la cabina para reunirse con Hugo y con papá.
Ascienden por las escaleras metálicas lentamente, con dificultad. Trastabillando con los zarandeos del barco. Desde arriba, el paisaje todavía es más estremecedor. Un delirio en gris oscuro.
Una ola, más osada que las demás, comienza a alzarse amenazadora. El suelo se inclina peligrosamente. Jan aprieta a la niña contra él y se impulsa para vencer los últimos escalones. Están a pocos pasos de la puerta cuando todo se acaba. El cielo se funde con el agua y se rompe en mil pedazos, derrumbándose sobre su cabeza y sumiéndolos en la más completa oscuridad.
Había imaginado infinidad de ocasiones aquella situación. Qué diría, qué haría, qué sentiría cuando volviera a casa. Todo, menos que él no estaría allí para recibirla. La sobrecogía la fragilidad del destino. La forma en que, en un instante, un millón de frases podían quedarse sin decir.
Era temprano. La grava del camino crujía bajo sus pies, aún húmeda por la lluvia reciente, y el frío se acompasaba a su respiración con un vapor blanquecino que se arremolinaba en las comisuras de los labios tras cada exhalación. Traía consigo recuerdos de una mañana semejante seis años atrás.
-¿Dónde vas a estas horas, Carol?
La voz de su padre surgió con tal fuerza de las capas más profundas de la memoria que, por un momento, creyó que lo encontraría de pie, junto a ella. Contuvo el aliento antes de girar la cabeza de un lado a otro y buscarlo con la mirada. Esperaba ver los mismos ojos cansados que madrugaron para despedirla, aun cuando no le había dicho que se marchaba. Pero el cementerio estaba vacío y únicamente su figura desgarbada truncaba la armonía horizontal de las lápidas.
-Necesito irme de aquí.
Podía rememorar sus propias palabras con claridad, como si las pronunciara en aquel momento; y también la vacilación que había sentido al ver a su padre bajar la escalera, sin saber qué decir para que aquella salida no pareciera una huida en toda regla. Él había entendido su silencio y la había abrazado sin añadir nada más. Carol aún se culpaba por no haber tenido el valor de ponerle voz a lo que ambos ya sabían: que había demasiados fantasmas entre ellos.
Se detuvo delante de la tumba que había venido a visitar. Un ligero mareo le embotaba los sentidos. Eran tantos los sentimientos encontrados que la sensación de ingravidez la dominaba por completo. Parecía flotar. El viento mecía las letras blanquecinas del nombre que tenía frente a ella, grabado sobre el mármol oscuro. Papá. De repente, olía a salitre y el rumor de las olas le llegaba desde lejos. Tac, tac.
La niña abre los ojos. Tarda varios segundos en ubicarse. Está acostada en un sofá. Calma a su alrededor. Y silencio. Varias mantas la arropan y su padre está sentado junto a ella, acariciándole el pelo. Enseguida reconoce el camarote y siente el suave vaivén que lo balancea. Ve a Hugo agazapado en una esquina, la cabeza escondida entre las rodillas. Está empapado.
-Jan…
Al pronunciar el nombre y ver la palidez que asoma al rostro de su padre, la suposición se hace certeza. Y la niña deja de ser una niña. Han pasado quince años. Y hay dos lápidas a sus pies. Viene a disculparse por la cobardía infantil con la que ha estado jugando. Hugo está a su lado y la abraza. Bienvenida a casa, Carol.
Llueve cuando se alejan del cementerio. Goterones largos que mojan su pelo y resbalan por sus mejillas. Son las lágrimas que no tenía.
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