Beatriz Fernández Moya.
La lluvia golpeaba suavemente los cristales. El tiempo invitaba a quedarse en casa, cerca de la estufa, viendo películas antiguas o leyendo un buen libro, pero la inactividad era algo que ella no podía soportar. Sabía que el desván necesitaba de una mano que impusiera orden, pero el trabajo le pareció superior a sus fuerzas. Tras remolonear un poco más en el sillón y tomarse un café bien cargado, decidió ponerse manos a la obra. Armada con un escobón y un par de paños húmedos, comenzó a subir las escaleras.
De las cuatro bombillas de la lámpara tan sólo funcionaba una, lo que le confería a la buhardilla un aspecto siniestro. Lo primero que llamó su atención fue un bulto grande cubierto por una lona. Con la poca luz, no podía adivinar lo que era. La curiosidad pudo con ella. Tras retirarla y estornudar un par de veces debido al polvo, quedó a la vista el extraño objeto, que resultó ser la bicicleta electrostática de su madre. A su lado había una caja con una etiqueta en la que se podía leer, a duras penas, “Cintas de la bici”. Llena de intriga se las llevó al salón. Algunas no funcionaban a al colocarlas en el reproductor de vídeo, pero la mayoría se encontraban en buen estado. Mostraban secuencias parecidas: estaban tomadas por una persona que caminaba por distintos bosques. Recordó que su madre las ponía mientras pedaleaba, para poder recorrer esos bellos paisajes sin salir de casa.
Pedalear viendo aquellas cintas le pareció una actividad mucho más atractiva que seguir con el orden del desván, así que decidió bajar también la bicicleta. Cuando llevaba un rato haciendo ejercicio, se dejó llevar por sus pensamientos, lo que había estado evitando todo el día, porque el percance del día anterior seguía fresco en su memoria…
El sonido del timbre, el paquete que rezaba: “Feliz aniversario”, el sobre con la tarjeta de felicitación en la que podía leerse: “Llevo tiempo queriéndote decir esto y no sabía muy bien cómo, pero por fin he encontrado la manera perfecta: abre la caja”. Cuando abrió el paquete se encontró con un oso de peluche que la llenó de ilusión. Pero al ver lo que el peluche tenía escrito en la barriga con hilos de colores, se llenó de ira: “la belleza está en el interior”. ¿Era aquella una sutil manera de decirle que estaba demasiado gorda? ¿O que no era muy guapa? Que su novio, después de tanto tiempo, se lo dijera tirando la piedra y escondiendo la mano le dolió en lo más hondo del corazón.
Lo siguiente de lo que tuvo conciencia es de que su novio subía las escaleras. Traía una amplia sonrisa: “suponía que ya lo habrías abierto”. Se sintió humillada, le lanzó el peluche y se metió en casa. El timbre estuvo sonando durante el resto de la tarde. Tuvo que apagar el móvil para no escucharlo. Desde el rellano se oían gritos que pedían una explicación o una oportunidad para explicarse. Pero ella se mantuvo en sus trece.
Nuevamente fue el timbre lo que la sacó de sus cavilaciones. Confiada y sin observar primero por la mirilla, abrió. Se arrepintió al instante. Como si se tratara de un déjà vu, él con el peluche en los brazos. Pero antes de que pudiera cerrarle la puerta en las narices, él introdujo un pie por el quicio.
-Tenemos que hablar. Dime, por favor, qué te pasa.
-Después de tanto tiempo juntos, lo del peluche me parece una manera un poco burlona de decirme que me consideras gorda y fea.
-¿Gorda?... -se extrañó-. Yo nunca he pensado eso de ti.
-“La belleza está en el interior” -hizo un falsete despreciativo con la voz-. ¿Te crees que, además, soy tonta?...
-Sólo quería que miraras dentro del peluche.
Abrió la cremallera que tenía en la parte de atrás. De dentro sacó una pequeña caja cuadrada y de piel que contenía un anillo de oro. Ella sintió que le temblaba todo el cuerpo. El sonrió para quitarle hierro al asunto.
-Me lo merezco, por ser tan cobarde. ¿Quieres casarte conmigo?
No pudo contestar, pero su mirada lo expresaba todo. Un abrazo de reconciliación zanjó todos los malentendidos al tiempo que perdonaba la soberana estupidez.
-¿Cual es el castigo que se merece un cobarde?
-Estoy ordenando el desván. ¿Me ayudas?
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