Blanca Rodríguez G-Guillamón.
Dínora caminaba enfurruñada, con las manos a los costados agarrando las cuerdas de la mochila que cargaba a su espalda. A su lado le guiaba Luis, haciendo aspavientos para describirle el siguiente destino. Sus ojos, tan expresivos, denotaban el entusiasmo que tenía por el viaje. Tras ellos, diez jóvenes comentaban las últimas noticias que habían recibido desde sus casas.
–Ya verás cuando lleguemos... Martina me dijo que nos están preparando una fiesta tribal –repitió por tercera vez Luis, tratando de animar a su compañera–. ¿No te gustó el recibimiento del último poblado?
–No estuvo mal –farfulló, encogiéndose de hombros.
–Es cierto que era una aldea solitaria, pero es su forma de vida.
Dínora asintió, pero se mantuvo en silencio, atenta al camino pedregoso que atravesaban. Luis le estaba empezando a cansar. Trataba de cambiar su mal humor desde que salieron del pueblo, sin percatarse del auténtico motivo de sus morros. Le dio un puntapié a una piedra, ignorando las palabras del chico.
Estaba harta de dormir sobre el suelo, de comer enlatados, de esconderse tras un árbol para hacer sus necesidades, de caminar hasta seis horas sin detenerse y del hedor que desprendía su ropa después de tantos días bajo el sol. Ella no había querido hacer aquel viaje por África. Su idea del verano era muy distinta y, sin embargo, allí estaba, soportando miles de incomodidades.
Echó un vistazo sobre su hombro, sin entender por qué todos sus amigos parecían tan felices.
–...frutas, especias –continuaba Luis –, arroz, verduras...
Dínora puso los ojos en blanco y decidió cambiarle de tema.
–¿Cómo le ha ido el curso a tu hermana mayor?
Luis no escondió su sorpresa ante aquella interrupción.
–No he terminado de contarte lo que nos espera.
–Por eso te he preguntado otra cosa.
La chica se mordió la lengua, consciente de su brusquedad.
–Lo siento –se disculpó–. No pretendía hablarte así. Solo quería saber qué tal estaba Raquel.
–Raquel... –repitió él, con repentina seriedad.
Dínora suspiró. ¿Qué otras desavenencias le guardaba aquella excursión? No obstante, Luis levantó la cara con una sonrisa aún más amplia y, como si nunca hubiese ocurrido nada entre ellos dos, comenzó a narrarle la vida de su hermana de veintiún años.
Cuando el sol comenzó a ponerse y el cielo se tiñó de naranja, divisaron los tejados de la aldea. Cintia dio el aviso y el ánimo decaído del grupo volvió a levantarse. Luis le dio unos golpecitos a Dínora, pero no le dijo nada.
Del pueblo emergieron miles de voces y los niños corrieron hasta ellos para tocarlos. Dínora le tendió la mano a unos cuantos, aunque Luis se convirtió pronto en el centro de atención. Su alegría era contagiosa y los pequeños deseaban empaparse de ella.
–Acaríciales la cabeza y háblales con ternura, aunque no te entiendan –le aconsejó.
Dínora trató de imitarle y, para su sorpresa, descubrió que no era tan difícil como pensaba.
Les guiaron hasta el centro del poblado, donde los esperaban los ancianos y el grupo que había llegado la noche anterior. Martina los recibió con los brazos abiertos y les presentó al jefe de la tribu. Hicieron sonar unas maracas y, antes de que se diesen cuenta, las nativas comenzaron a bailar alrededor de una hoguera en la que habían dispuesto cuencos con los manjares de la cena.
Dínora se sentó en el suelo, junto con algunos de sus compañeros, observando la danza y escuchando sus voces fuertes. Con curiosidad, hundió la mano en uno de los cuencos y masticó lentamente, saboreándolo, para luego repetir. La temperatura era agradable, lejos del pegajoso calor de la tarde, y el cielo parecía un foco de luz con todas sus estrellas.
Dos niños la empujaron para que se pusiera en pie, le cogieron cada uno de una mano y la introdujeron en el baile. Dínora se movió con torpeza y timidez, tratando de seguir los pasos de sus diminutos acompañantes. En el otro lado del círculo distinguió a Cintia y a Javier, y más allá a Luis, desternillándose de la risa. Aquella escena le produjo un leve temblor y, con una carcajada, comenzó a disfrutar de las nuevas sensaciones. Entendió porqué el rojo, el naranja o el marrón son los colores de África y porqué sus sonrisas brillan en la más completa oscuridad. Comprendió porqué estaba allí y no en la playa.
Luis le guiñó un ojo y, entre empujones, se acercó hasta ella para tenderle la mano.
–Bienvenida –le susurró, una vez la hubo aceptado.
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