"Siente a Berlanga en su mesa"

José María Jiménez de Vacas.


¡Viva Berlanga! Ese fue el grito unánime. Todos han llorado el reciente fallecimiento de este maestro del cine. Pero no siempre fue así. La realidad es que Berlanga fue un individuo incómodo, tanto para unos (las clases acomodadas que le criticaban por sus sangrantes críticas al sistema, al régimen imperante), como para otros (intelectuales de izquierda, molestos por no poderle etiquetar como a uno de los suyos). El genio jamás cometió la torpeza de seguir a éstos o a aquellos. Se consideraba al margen de todas las corrientes, por considerar que anulaban por completo al individuo. En cuanto a los comentarios despectivos sobre su obra, es cierto que nunca se sabrá qué hay de Berlanga y qué hay de Azcona en las películas en las que brilló este tándem. Lo único cierto es que, por separado, nunca alcanzaron las cotas de excelencia que lograron juntos, en la que probablemente sea la más fructífera colaboración de dos artistas españoles desde Buñuel y Dalí. Era una relación en la que cada uno se alimentaba del genio del otro.
Lo que a día de hoy resulta absurdo es acusar a Berlanga de mal director, o de carecer de estilo propio. Puede que su pecado fuera el de la falta de pretensiones, el mismo que, según parece, cometieron directores como John Ford o Clint Eastwood; el pecado de querer narrar sin pomposidad, sin verse obligado a demostrar continuamente lo mucho que sabía de técnica cinematográfica. En otras palabras, su objetivo no era el de revolucionar el lenguaje del cine, sino el de contar una historia, a ser posible, sin aburrir al respetable. Quizá por ello fue denostado por los sectores más pedantes de la crítica especializada. ¿Berlanga carece de estilo? Falso. Prueba irrefutable de ello es que, actualmente, es de los pocos artistas cuyo nombre se emplea como adjetivo para calificar determinadas situaciones. Una situación “berlanguiana” es una situación surrealista, absurda, caótica, con ese humor tremendista tan español. El suyo está a la altura de otros adjetivos, como “quevedesco”, “valleinclanesco” o “goyesco” que, a mi juicio, podrían reunirse en uno solo: “español”.
Berlanga supo como nadie dar con la clave de todo gran director: situar la cámara en el punto exacto. En sus encuadres no hay desperdicio. A la acción principal, que el espectador ve en un primer plano, se une el segundo término de la escena, aquel en el que el director encontró su seña de identidad con otros personajes, irrelevantes para entender la trama, pero indispensables para conocer el universo berlanguiano, plagado de absurdos y momentos rocambolescos.
Por lo que se refiere a su filmografía, todos coinciden al destacar su trilogía de oro: “Bienvenido Mr. Marshall”, “Plácido” y “El verdugo”, tres obras maestras que brillan con luz propia en una cinematografía, la española, escasa en este sentido. Sigue sin explicarse cómo pudieron sortear el obstáculo de la censura. Si la primera se convirtió en un testimonio de la posguerra española, en un documento histórico sobre la mentalidad de un país que salía de su aislamiento internacional, las otras dos son un implacable alegato contra el régimen franquista. La figura del pícaro, tan destacada en la literatura del Siglo de Oro español, cogió un nuevo impulso con el cine de Berlanga y, especialmente, con estas tres cintas.
Billy Wilder, con quien el genio de Berlanga ha sido comprado en alguna ocasión, comentó que, para decir la verdad, la clave está en ser gracioso. Con respecto a ésto, el cine del maestro valenciano cuenta con un humor corrosivo devastador, que congela la sonrisa en la cara del espectador durante todo el metraje. Lo que nadie se espera es el puñetazo en la mesa que da al final de cada una de sus películas, porque sus finales son siempre amargos y crueles, como si el propio director mirara a los ojos del espectador y le dijera: “La vida va en serio, no tiene ninguna gracia”.
Desde aquí, mi más sincero homenaje: Berlanga ha muerto, ¡viva Berlanga!


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