"El hielo de diciembre"

Rosa García Macías.


Ángel caminaba despacio. De vez en cuando tropezaba, ya que no se le daba demasiado bien andar cuando algunas aceras retenían trocitos de hielo. Hacía mucho frío y ni siquiera llevaba bufanda. Le habían dicho que no le haría falta, pero ahora se daba cuenta de que se había tratado de una broma de sus compañeros.

Las farolas iluminaban sus piececitos desnudos, enrojecidos a causa del roce con el cristal helado. Sus bucles rubios le caían por la frente y en ocasiones debía apartárselos de los ojos para ver.


Avanzaba atento a todo lo que pudiera suceder. Se preguntaba cuándo pasaría algo, ya que al fin y al cabo para eso había bajado, pero sólo veía aceras desiertas y alguna que otra rata en los cubos de basura.


A lo lejos atisbó el humo de una chimenea. ¡Un hogar! Echó a correr con sus pies doloridos. Llegó a la casa y se arrimó a la ventana; su nariz quedó aplastada por el cristal.


El humo que se veía desde la calle provenía de una chimenea. En el comedor se encontraba reunida una familia. El que parecía el padre presidía la mesa y su madre servía sopa. Dos chicos adolescentes esperaban su turno. ¡Perfecto!


El padre parecía cansado y la madre miraba constantemente un televisor que se encontraba en medio de la estancia. Los dos jóvenes comían deprisa, como si se tratase de una carrera. Al poco tiempo, la madre se levantó y trajo el segundo plato y después el postre. Comían sin dirigirse apenas la palabra. El ruido del televisor inundaba la sala.


Cuando los dos jóvenes terminaron el postre, dieron dos besos rápidos a sus padres, cogieron el abrigo y se marcharon a la calle, probablemente en busca de sus amigos. La madre seguía mirando el televisor mientras, como una autómata, recogía la mesa. El padre, fijo en la silla, reflejaba en sus ojos un cansancio vital, una especie de amargura.


Ángel se separó de la ventana confundido y se pasó la noche de ventana en ventana, al principio esperanzado y paulatinamente cada vez más triste, porque en todas las viviendas de aquella ciudad encontró un panorama similar: la gente apenas se dirigía la palabra. Únicamente reflejaban la importancia de aquella fecha al entregarse algunos regalos envueltos con papel de grandes superficies. Los televisores y sus ruidos gobernaban las familias y los jóvenes se ataviaban con sus tacones y sus gominas para acudir a donde quisiera que les convocaran. Sus padres se iban temprano a la cama despuñés de apagar las luces de los árboles de Navidad.


Ángel comprendió que en aquella ciudad se había perdido el sentido de la Navidad y todo lo que este conlleva: la ilusión, las charlas alrededor de una mesa hasta altas horas de la madrugada, la paz de encontrarse unidos, la esperanza, los deseos reflejados en las luces del árbol.


Una lágrima resbaló por su mejilla rosada. Y cuando menos lo esperaba, un tacto suave se deshizo de ella, llevándosela consigo. Ángel levantó la mirada y se encontró con una niñita con un gorro que le quedaba demasiado grande y un abrigo remendado.


-No debes llorar. ¡Es Navidad!


Tomó con su manita la de Ángel y depositó en ella su gorro. Después se marchó.


Ángel se quedó inmóvil. Comprendió que aún quedaban almas deseosas de borrar las lágrimas de los demás. La Navidad seguiría viva mientras quedaran corazones dispuestos a entregar amor.


Decidió que su función había terminado. Debía entregar el mensaje acerca de lo que había visto. Se marchó en silencio, haciendo lo que mejor sabía.


Al otro lado de la calle, la niñita que le había entregado el gorro contempló cómo un ángel de verdad se alejaba hacia el cielo con el refulgir de sus alas doradas. Fue entonces cuando ella sintió que se le caía una lágrima, aunque bien distinta de la que antes había borrado. Se fue corriendo hacia la institución que la acogía, después de lanzar un beso a las estrellas.


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