Fernando Vílchez.
-¡Ya no aguanto más! - gritó Elisa.
Tiró la servilleta al suelo y subió a su habitación.
Hacía tres semanas que vivía un auténtico infierno, lo que jamás se hubiera imaginado cuando Miguel le pidió matrimonio. Era un adinerado aristócrata que había enviudado joven. Tras un corto periodo de noviazgo, se casó con Elisa, cuya felicidad no tenía parangón.
Sin embargo, todo cambió cuando llegó a la mansión de la familia de Miguel, y conoció al ama de llaves, una mujer siniestra que adoraba a la primera mujer de Miguel, Julia.
Los problemas crecieron cuando Miguel se ausentaba a causa de sus negocios. Todo el servicio adoraba a la mujer muerta y numerosos recuerdos de ella llenaban la casa. Ni siquiera se acordaban del nombre de la nueva ama. El mayordomo debía dejarle la correspondencia en su mesita, pero cuando comenzaba a leer los mensajes personales o las facturas, le decían:
-La señora Julia no lo hacía a esta hora; se esperaba a después del almuerzo.
La situación era cada vez peor, y su marido parecía no darse cuenta. Él también la había querido mucho, y muchas lo descubría solo, contemplando un inmenso retrato de Julia que presidía el vestíbulo. Hasta aquella noche. Durante la cena, Elisa le preguntó:
-¿Por qué nunca comemos carne?
Miguel la miró con normalidad y le dijo:
-Julia nunca la comía.
Elisa se levantó con furia y corrió a su habitación. Entre lágrimas se dejó caer sobre la cama. Odiaba el recuerdo de aquella mujer que, desde la tumba, no la dejaba vivir. Finalmente, se durmió.
Se despertó a las nueve de la mañana. Al abrir los ojos, descubrió a Miguel mirándola con ternura. Ella sonrió y se irguió para descubrir que la cama estaba llena de cabellos. Su esposo llevaba unas tijeras en la mano.
-¿Por qué me estás cortando el pelo? –inquirió con espanto.
-Aguarda…
Miguel le ofreció un espejo en el que Elisa contempló, horrorizada, que llevaba el mismo peinado que la difunta mujer del retrato.
-Ahora sí que te pareces a Julia.
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