"El ático helado"

Sara Mehrgut.



En el puerto se cuenta la historia del ático helado, cómo recibió su nombre y por qué los marineros aún le extrañan. Hablan de Aguaviva, la tabernera de dudosa reputación, del capitán Oliver, la sombra de Peter Pan, y de mí, como no, del perfumado gordito del labial rojo. Y quizás, como la historia se ha relatado tantas veces ha echado raíces en la memoria del pueblo.
Así pues, conociendo lo valioso de los minutos que se escapan y dejando la realidad a vuestra elección, traeré mi nefasto recuerdo a este cuarto y el pasado vivirá mientras los silencios abracen mis palabras.
En ella, como en todos los relatos eternos, hay cosas buenas y malas, blancas y negras, santas y perversas. No obstante, en el corazón del que lo narra jamás hallareis medias tintas.
Me desperté totalmente a oscuras. Aquella noche no había estrellas en el puerto y tan solo el familiar paseo del faro consiguió situarme. Unos tábanos zumbaban pesados, insistentes. El petróleo formaba charcos relucientes de miel fundida en el suelo, bajo el ámbar de los farolillos. Saqué un espejo redondo del bolsillo y vi mi rostro deformado, los rizos brillantes que por aquel entonces bailaban sobre mis hombros. De mis labios no había desaparecido el maquillaje y mis diminutos ojos oscuros se perdían en el reflejo. Luego, incomodo por el frío, fui en busca de una pequeña pensión cuya dirección había anotado antes en la etiqueta de una botella.
A mi espalda despertaba la vida nocturna del astillero, tras diez ventanas resplandecientes que iluminaban como una cascada de luz la hilera negra de los botes; en la puerta reía una pequeña muchacha. Señalaba con un cigarro a una pareja que caminaba a cinco o seis pasos de distancia. Él balaceaba las manos, como si acabara de soltarse del brazo de la altísima mujer que lo seguía, a fin de que no los viesen pasar juntos bajo la viva luz de los globos de la puerta.
El tamaño de aquellos tacones sacudió por instinto mi curiosidad. Despegué mis sudorosos dedos de la botella y la abandone con sus señas. Ya estaban, si no mis pasos, mis intenciones encaminadas hacia aquella taberna.
-¿Qué es lo que haces?... ¿A dónde vas?
No respondí de inmediato. Aquella niña obstaculizaba la entrada. Era tuerta, tenía un rostro blanco y fino y una mirada penetrante. A pesar de que apenas su mentón alcanzaba mis caderas, se trataba ya de una mujer. Luego, como ella repitiera la pregunta, airado, me decidí a contestar:
-Me parece que lo ves bien… Busco calmar mi sed y descansar junto a un fuego.
Dejé que me observara de forma prolongada. No acostumbro a tener paciencia. Mi cabeza latía constante y dolorosa. Tras tres largas caladas y después de un nuevo silencio agregó:
-¿Tienes, acaso, dinero? Soy Aguaviva, la dueña del local.
-¿Dinero?... ¡Claro que tengo dinero!
Al tiempo en que vacié sobre su palma las monedas de mi bolsillo, se abrió la puerta con estruendo. Se trataba de aquel hombre. Blandía sobre su mano una larga navaja y en la comisura de los labios lucia sendas cicatrices alargadas.
-¿Qué sucede? -inquirió el capitán.
-No me extraña que salgas a recibir a nuestro huésped -rio cantarina Aguaviva, y creí ver enrojecer al capitán-
-Viene a disfrutar de mi palacio, quizás de la compañía que yo contemple presentarle. Vuelve a tu barco, Oliver, y no metas tus cuchillos en mis asuntos.
-¿No te habrá mentido? –sondeó acercando sus ávidos dedos a las monedas. Aguaviva cerró el puño y volvió el rostro hacía mis ropas.
-No, señora- me apresuré, para finalizar su examen.
-¡No me llames “señora”! Solo lo advierto una vez; pasa al interior; el capitán Oliver apreciará tu conversación.
Él señaló con la crudeza de su navaja el único ojo con el que la mujer se defendía y, tras permitirme cruzar el umbral de la taberna, se perdió entre las sombras del puerto.
Tras aquella noche se desencadenó el juicio por homicidio más extraño de la región.
Era uno de esos casos relacionados únicamente con pruebas circunstanciales, en los que la ansiedad de los miembros del jurado, al haberse cometido errores evidentes, hace enmudecer la sala. La asesina había sido descubierta con el arma homicida en la mano, una afilada navaja.
Cuando el fiscal presentó el caso, ninguno de los presentes pensó que aquello fuera más allá de un ajuste de cuentas. Aguaviva había hecho justicia ante el hombre que le arrebató la vida a su marido y desfiguró su rostro.
La versión oficial cita cómo llegué a entrar en aquella escandalosa taberna y a consumir con cada trago mi conciencia. Dicen que borracho, a modo de tantos otros, ignoré los gritos y feroces aullidos del capitán en el ático. Enajenados, como siempre subsisten quienes pertenecen más al océano que a la tierra, los marineros no dudan en llamar terremoto al temblor de las paredes. Pero era, allá arriba, mi pulso quien buscaba el cielo a martillazos.
Recuerdo que, al no conseguir terminar la segunda copa, busqué descanso. Su pequeña falda bailaba, abriéndome camino sobre los peldaños. Ella tarareaba una cancioncilla mientras con los dedos de la mano derecha hacía desaparecer y aparecer de nuevo una llave.
-Aquí encontrarás un buen jergón para descansar. Lamento no tener habitaciones; no obstante, el ático es el lugar más cálido y menos ruidoso. -Miraba sus rápidos dedos; la acción era mecánica, precisa. Me entregó la llave.- Lo cierto es -continuó- que creí que buscabas otra cosa en el local y me alegro de haberme equivocado. -No dije nada, estaba cansado y harto de especulaciones, pero ella vacilaba-. ¿De verdad no quieres la compañía del capitán? Tiene cierta fama…
Los ojos de Aguaviva tenían entonces una mirada firme y cruel, como la de un halcón, mientras el resto de su rostro sonreía con cordialidad. Di un portazo y eché la llave.
La ventana era redonda, minúscula, y el viento iba y venía silbando entre las rendijas y las conversaciones del porche.
-Lo lamento -repetía una y otra vez una voz masculina-. No, no es la existencia la que lamento perder, es la ruina de mis proyectos. Pero no quiero hacerte daño. El mar ha cambiado y ya sabes que mi humor lo acompaña. No volverá a suceder–insistía.
-¡Y a mí que mi importa eso! –reconocí la voz de la tabernera-. Igual tú y tus manías mientras no te metas en mis asuntos. Ya me robaste un ojo. La libertad me salió muy cara.
-…pero eres más feliz.
-¡¡Mientras te alejan las olas!! ¡Suéltame! Ya sé qué estás buscando –declaró con sorna-. Él, anhelante, te espera en el ático.
-¿Será cierto?
-¡Corre, malnacido! ¡Corre a su encuentro!
A las palabras de Aguaviva les siguió un silencioso lamento. Oyéronse en las escaleras y corredores los precipitados pasos del capitán. Confieso que el espanto me clavó junto a la puerta mientras el picaporte viraba a la izquierda.
Aunque aturdido y sofocado, tuve sin embargo suficiente presencia de ánimo pare contener la respiración. Como llevaba la mano derecha preparada, un puñetazo sacó al intruso de la sala en el mismo segundo en que se proponía cruzarla.
El capitán se mordió los labios hasta saltársele la sangre. Sufría al no poder dar rienda suelta a su furor. Comprendiendo que en tales circunstancias el ridículo estaría de su parte, ya había empezado a alejarse de la entrada del ático, cuando reflexionando, volvió sobre sus pasos.
Por su frente acababa de cruzarse una nube dejando, en lugar de la razón, las huellas del orgullo ofendido. No había perdido de vista su navaja. Y en el momento en que se abalanzó sobre mí, se la arrebaté de la mano. Luego cayó a mis pies, llevando tras su pecho el golpe mortal de su cuchilla.
-¡No! –gritó Aguaviva, que cayó sobre el rellano-. ¡No! -murmuró asfixiándose, inmóvil.
-¡Adiós mundo!... –gritaba él con sus últimas fuerzas-. Pero… quién... No veo... Mil puntas aceradas me atraviesan el pecho.- Ella cogió su cabeza-. ¡Oh! ¡No me toquéis, no me toquéis!...
Tenía los ojos completamente fuera de las órbitas, la cabeza caída hacia atrás y el cuerpo rígido.
-¿Dónde estoy?... ¿Dónde me encuentro?...

Pálida, cual si una venenosa serpiente hubiera aparecido a sus ojos, dejó caer una mirada helada sobre el desgraciado que agonizaba.
-En el mar, Oliver. Hay tormenta.
-No escucho las olas ni el viento.
-La ventana -musitó sin siquiera mirarme.
No había forma de abrir aquel ventanuco. En ese instante la oscuridad era completa. Los primeros truenos de la tormenta que se avecinaba comenzaban a resonar. Una gruesa nube de refulgentes franjas, como heridas, se extendía de un lado a otro del horizonte.
-¡Inútil! -bramó airada la dueña, martillo en mano.
De un solo golpe todo el cristal se desprendió del marco.
-Aguaviva… Aguaviva… -. El capitán la llamaba en su último aliento-. Sácame a cubierta. Antes de morir deseo sentir el viento del océano.
Luego, intentando incorporarse, gritó con una especie de desesperación:
-Dejadme llegar a la cubierta... ¡No pido la libertad, sólo pido mi vida!
La pequeña relajó el puño, dejando caer el martillo y las lágrimas comenzaron a fluir por su rostro, empapando al navegante. Fue entonces cuando me apoderé de la herramienta y, confundidos con los truenos, los golpes del martillo derribaron la pared Este de aquel ático.
De rodillas y con el arma en la mano, encontré muerta a Aguaviva. No advirtió la luz, como no había advertido el vendaval mientras cubría de besos a su amado. Hasta la aurora vino sin que ella lo advirtiese. Sucumbió de pena en sus brazos.
Les hallaron envueltos en una fina escarcha. Decretaron que ella murió dormida. Helada.
 


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